Solemos pensar en el sistema inmune como un dispositivo interno, biológico, el cual nos defiende de las enfermedades una vez que las mismas han penetrado en nuestro organismo. Esto es correcto, pero incompleto. Existe una barrera defensiva anterior y primaria respecto de la biológica: el sistema inmune conductual. Se trata de un sistema que actúa preventivamente, antes de que los patógenos ingresen, a través de reacciones cognitivas, fisiológicas, emocionales y conductuales concretas.
Las causas principales de muerte en el mundo son las enfermedades cardiovasculares y el cáncer; juntas explican casi la mitad de los fallecimientos. Por ejemplo, en el año 2017 murieron aproximadamente 60 millones de personas en todo el mundo. De esas muertes, 18 millones se produjeron por enfermedades cardiovasculares y unos 10 millones debido al cáncer. Por otro lado, en poco más de un año de pandemia por COVID-19, han muerto alrededor de tres millones de personas; si bien son muchas vidas humanas, la cifra parece empequeñecer cuando se la compara con las otras causas más comunes de decesos. Más aún, sorprende el grado de difusión, alerta y prevención que se ha producido en el planeta entero debido a la pandemia. Casi todos los diarios de noticias o programas médicos se han llenado de información acerca del nuevo virus, olvidando prácticamente a todas las otras enfermedades; incluso aquellas que, como las mencionadas (cardiovasculares y cánceres) matan a casi la mitad de la población, en contraposición con las derivadas por infección del COVID-19 que matan, como mucho, a un 3 o 4 % de los infectados. ¿Por qué? ¿A qué se debe este fenómeno? ¿Por qué los seres humanos hemos tomado entre manos el problema del COVID-19 más a conciencia que el de otras enfermedades? ¿Por qué es más simple adoptar conductas de prevención individuales y colectivas para el COVID-19 que para, por ejemplo, las enfermedades cardiovasculares? ¿Se trata solo de un fenómeno mediático? Seguramente que no. El miedo a la infección por COVID-19 ha penetrado más fácilmente en la población debido a causas psicológicas y biológicas muy profundamente arraigadas en la misma esencia de nuestra especie y las presiones evolutivas que nos llevaron a ser quienes somos.
La reacción de asco
El asco es una reacción emocional aversiva que se dispara ante estímulos potencialmente contaminados o envenenados. En castellano, a veces se lo nombra como desagrado, repugnancia, repulsión, entre otros. Nosotros nos referimos acá al asco como proceso básico universal. Y es universal en varios aspectos.
Primero, los estímulos que gatillan el asco son los mismos en todas las culturas actuales y el registro histórico parece indicar que esto se mantiene así desde tiempos antiguos. Una lista casi exhaustiva incluye:
- Desechos y contenidos corporales, como orina, heces, semen, mucosidad.
- Personas poco higiénicas, enfermas o deformadas.
- Algunos tipos de actos sexuales.
- Ambientes sucios.
- Ciertas comidas (especialmente en estado de putrefacción) o, si son desconocidas, especialmente la de sabor amargo.
- Algunos animales.
- Los olores propios de los estímulos antes mencionados.
- Los objetos o personas que han tomado contacto con los elementos anteriores.
Segundo, el asco tiene un patrón de expresión universal en el rostro humano. El signo más claro y prominente lo constituye la nariz arrugada; pero no es el único. La expresión humana de asco se completa bajando las cejas, poniendo el labio superior en forma de “U invertida” y labio inferior levantado y saliente. Por supuesto, si la expresión es universal, su reconocimiento también; vale decir, cualquier persona del planeta decodifica un rostro con expresión de asco de modo automático e independientemente de su cultura de origen.
El plano hedónico del asco es aversivo; provoca un estado subjetivo desagradable que espontáneamente acarrea comportamientos orientados a poner fin a la reacción; lo cual se logra típicamente alejándose y/o evitando lo que dispara el asco. Más aún, hay un patrón fisiológico específico que involucra al sistema digestivo, generando náuseas y arcadas, incluso, vómitos.
Y, no menos importante, en el plano del aprendizaje la reacción de asco se condiciona más rápida y fácilmente con ciertos estímulos que con otros; vale decir, se trata de un tipo de aprendizaje biológicamente preparado. Así, por ejemplo, con tan solo comer una vez algo que nos produzca náuseas y/o vómitos, generamos una reacción aversiva al alimento y probablemente ya no podamos volver a ingerirlo. Este es un fenómeno conocido como aprendizaje aversivo gustativo. Por otra parte, incorporamos el asco a algunos elementos con sólo observar a otra persona reaccionar así; como resulta el caso típico de algunas comidas que no hemos probado, pero que nos producen repulsión pues en nuestra cultura otras personas muestra un rostro de desagrado cuando tan solo se las menciona. Pensemos por caso en los alimentos preparados con algunos insectos o con animales que en occidente se consideran ajenos a la cocina, como sopa de tortugas o la carne de mono asada, pero que en algunos lugares de oriente se comen a diario. A la mayoría de los occidentales les ocasiona como mínimo una reacción de extrañeza la idea de consumir un murciélago asado o un puñado de hormigas fritas; no obstante, casi nadie ha degustado estos manjares ni una sola vez.
Finalmente, el plano motor del asco también presenta un conjunto de reacciones universales cuyo eje denominador común radica en evitar y/o escapar de los potenciales contaminantes. Así, aparte del distanciamiento físico natural mediante respuestas musculo-esqueléticas como caminar, observamos la universalidad de los comportamientos como la retirada brusca e involuntaria de las partes del cuerpo que han entrado en contacto con los estímulos, soltar e incluso estremecerse y temblar. Si bien no corresponde al plano motor, las náuseas y vómitos constituyen también una forma universal de evitar los potenciales alimentos contaminados.
Los centros neurales en los que se produce la reacción de asco se han identificado. Se trata de una red neural que involucra a la corteza cingulada anterior, corteza temporal anterior, córtex prefrontal medial, córtex visual y los ganglios basales.
Como vemos, el asco consiste en un patrón complejo de reacciones finamente entrelazadas, operando paralela y secuencialmente. ¿Para qué? ¿Cuál es su fin?
La reacción de asco es el primer sistema defensivo contra potenciales patógenos que pueden ingresar a nuestro organismo. Notemos que todos los estímulos que universalmente disparan el asco se relacionan de modo más o menos directo con algún grado potencial de infección o intoxicación y, por ende, de transmisión de enfermedades. Observemos también que las reacciones subjetivas, fisiológicas y conductuales naturalmente facilitadas ante estos disparadores se orientan a protegernos de los eventuales agresores invisibles a los ojos.
Pues bien, ya sabemos que la reacción de asco constituye un complejo patrón de respuestas bien orquestadas. Nada tan complejo evoluciona en las especies si no representó una clara ventaja de supervivencia y eficacia reproductiva. Al igual que el miedo, el asco es un sistema de protección contra el peligro, un dispositivo que sirvió de resguardo a nuestros antepasados de amenazas frecuentemente presentes en el entorno ancestral; vale decir, patógenos que, al ser invisibles a los ojos, se tornaron observables a través de señales indirectas como el olor o el sabor. Pero justamente, como son los otros seres humanos los mejores y más efectivos transportadores de gérmenes, la reacción de asco también se extiende fácilmente a señales humanas que podrían estar relacionadas con la presencia de las infecciones. Así, las marcas en la piel, presentar un aspecto de salud endeble, la suciedad o, sencillamente, “ser de los otros y no de nosotros”; constituyeron los indicios de un vehículo de potenciales agentes patógenos agresivos y desconocidos por mi sistema inmune biológico. Por ende, a las personas con tales marcas era más seguro evitarlas. De ahí, sólo hay un paso al prejuicio y la discriminación injusta.
En efecto, gran parte de los prejuicios raciales se explican por estos rasgos universales y atávicos que tuvieron algún sentido de supervivencia en la prehistoria o, como mucho, cuando no existían los antibióticos. Claro está que ninguno de estos procesos, ni en la actualidad ni en el paleolítico, operan conscientemente, sino que sólo se experimentan como una potente reacción desagradable involuntaria. Una vez presente, tal vez podemos buscarle conscientemente algunas explicaciones más o menos racionales y, por supuesto, hoy habremos de combatirlas por ser una de las raíces de muchos prejuicios injustos.
Los dos sistemas inmunológicos
Así las cosas, nuestro organismo presenta una doble barrera defensiva. Al ya bien conocido sistema inmunológico biológico (reactivo al ingreso de patógenos), se le antepone otro: el sistema inmune conductual, el cual actúa preventivamente, antes de que los microorganismos peligrosos penetren. Arrancando con la reacción emocional universal del asco, se desencadenan una serie de conductas que obstaculizan la entrada de los agentes agresores. Ahora bien, las formas puntuales que adopte la operación del sistema van a depender de diferencias individuales moldeadas por la cultura, la personalidad y la historia personal de aprendizaje de cada individuo.
Si bien en lo que resta de este artículo nos referiremos al aprendizaje que opera en el plano del sistema inmune conductual, no está de más recordar que el sistema inmunológico biológico también aprende. En efecto, una vez que se produce una infección, genera una memoria del virus de suerte tal de accionar una respuesta más rápida y efectiva en caso de una segunda agresión del mismo patógeno. Así, los llamados anticuerpos son el resultado de una primera infección, los cuales nos protegen contra una eventual segunda infección similar. La ciencia moderna ha aprovechado justamente esta característica para fabricar las vacunas, uno de los mayores logros del conocimiento científico que muchas veces no alcanzamos a apreciar. Sólo para dimensionarlo, tengamos presente que antes de la introducción de vacunas y antibióticos más de la mitad de los niños morían por infecciones y otros tantos quedaban con secuelas para toda la vida.
El sistema inmune conductual presenta variaciones
Podríamos esquemáticamente identificar tres etapas en el procesamiento de la información del sistema inmune conductual: primero, la detección de potenciales estímulos contaminados a partir de señales preparadas biológicamente, segundo, el procesamiento y asignación de significado a tales señales como potencialmente peligrosas con la consecuente reacción subjetiva de asco y desagrado y, finalmente, una tercera etapa de reacciones conductuales defensivas.
El aprendizaje que module al sistema puede ocurrir en cualquiera de las etapas del procesamiento. Y aunque tal calibración puede en principio suceder en cualquier sentido, el sistema se encuentra diseñado para fácilmente aumentar su sensibilidad y no para disminuirla. En esta característica, se asemeja a otros sistemas defensivos, como el de la emoción ansiedad o el proceso de estrés en general; los cuales cometen más el error del falso positivo y no el del falso negativo. Expliquemos esto con un poco más de detalle.
Enfrentados a estímulos comestibles de dudosa procedencia o con algún estado de descomposición, nuestros antepasados tuvieron que tomar la decisión acerca de si ingerirlos o no. ¿Qué error costaría más caro desde la supervivencia y la reproducción? El error del optimista, el falso negativo, consistiría en pensar que el alimento está en buen estado como para ser ingerido, creer equivocadamente que no hay peligro, pero que en realidad esté putrefacto y al consumirlo corramos el riesgo de morir intoxicados. Contrariamente, el error del pesimista, el falso positivo, implicaría pensar que el alimento está ya en estado de putrefacción, conlleva peligro, y equivocadamente no comerlo, en cuyo caso el peor resultado posible es pasar hambre, sin que, en general, la supervivencia se vea amenazada. De este modo, a lo largo de miles de años, el sistema de detección de potenciales infecciones se ha ido calibrando más hacia la sensibilidad. Esta característica también se refleja en el aprendizaje, pues resulta mucho más fácil adquirir asco frente a un estímulo que extinguirlo una vez que ya lo tenemos aprendido. El parecido con el miedo se revela evidente; la adquisición se produce muy sencillamente, frecuentemente con tan solo una experiencia aversiva; pero la extinción requiere muchos esfuerzos y varias prácticas.
Al hacer este tipo de razonamientos acerca de por qué el sistema inmune conductual evolucionó como lo hizo, siempre debemos tener presente que hubo otras fuertes fuerzas evolutivas operando en simultáneo. Nuestros parientes del paleolítico no contaban con heladeras ni freezers, ni tampoco con la inmensa cantidad y variedad de alimentos de la que disponemos los humanos modernos. Así, es probable que diferentes presiones de selección hayan operado en ambientes ancestrales alejados en el tiempo y espacio, dando así las bases para diferencias individuales y un sistema flexible capaz de adaptarse a entornos disímiles.
En efecto, un sistema que cumpla eficazmente con la función de protegernos debe ser sensible a ciertos cambios internos y externos. La evidencia sugiere que sí lo es, incluso en detalles poco esperados. Por ejemplo, se ha mostrado que en cuanto alguna condición médica disminuye la respuesta inmunitaria biológica, el sistema inmune conductual aumenta su reactividad. Asimismo, las personas que son tratadas con fármacos inmunosupresores tienden a experimentar más reacciones de desagrado con sus consecuencias emocionales, fisiológicas y conductuales. Remarquemos dos detalles: en primer lugar, los casos anteriores plantean la interesante y poco estudiada aún posibilidad de que los dos sistemas inmunes, el biológico y el conductual, actúen con algún grado de coordinación; en segundo lugar, observemos que el incremento de la reactividad del sistema inmune conductual ocurre incluso cuando la inmunosupresión se opera “artificialmente”, vale decir, como consecuencia de la administración de un medicamento y, por ende, el organismo se halla más vulnerable por causas no “naturales”. Pero también hay ejemplos de este último tipo. El más documentado es el estado de embarazo y posterior lactancia. Teniendo en cuenta que en tales periodos las mujeres se hayan en un estado de mayor vulnerabilidad ante potenciales infecciones, el sistema se torna más sensible. Se ha documentado que durante la gestación y lactancia aumenta tanto la intensidad de la reacción subjetiva de asco como la gama de estímulos ante los cuales se gatilla. Por supuesto, también se nota un incremento en las reacciones conductuales de evitación y escape, que entre otras consecuencias acarrea las características nauseas y vómitos, especialmente durante el primer trimestre de gestación.
El sistema también es sensible a los cambios externos naturalmente. El estar en espacios sucios, contaminados, o tan solo desconocidos favorece un incremento de la reactividad. ¿Y qué hay de los fenómenos sociales y culturales? Por supuesto, no pueden obviarse, menos aún en el entorno de una pandemia. Así, el observar a otras personas enfermas, incluso verlas morir o saber de ello, escuchar frecuentemente noticias e historias sobre un virus que anda dando vueltas y que puede matarnos, definitivamente no hace más que incrementar la operación del sistema. Claro está, esto es un rasgo adaptativo, especialmente cuando uno recuerda el mundo superpoblado en el cual vivimos. Hoy los humanos “vivimos en el planeta entero”, no sólo porque hay humanos en todo el planeta, por supuesto, sino también porque tenemos la capacidad de influirnos unos a otros incluso cuando vivimos a miles de kilómetros de distancia. Y la pandemia actual no hace más que confirmarlo.
¿En qué circunstancias observamos que el sistema se descalibra y produce problemas?
Dicho lo anterior, se entenderá que es más probable que los problemas ocurran por reacciones exageradas que por reacciones tenues. En efecto, esto es la regla, aunque admite excepciones.
Una de las primeras formas en las que el sistema inmune conductual se descalibra hacia el polo de la hipersensibilidad se da ya desde la primera fase, la detección de los estímulos potencialmente contaminados. Así, desde los olores de putrefacción, la suciedad o las secreciones de otros individuos, el asco se generaliza hacia los objetos y las personas que pudieron haber entrado en contacto con ellos. Por ejemplo, alguien que asiste a una oficina pública a efectuar un trámite, puede pensar que otras personas fueron al baño, luego de lo cual salieron y tocaron picaportes, mesas y sillas; por ende, sentir el ambiente contaminado. La reacción de desagrado se amplía desde los sentidos inicialmente involucrados, como el olor y el sabor, hacia la visión; de modo tal que algunas personas no pueden ver heces, mucosidades o incluso pelos.
El lector informado en psicopatología empezará ya a notar las similitudes con un diagnóstico bien estudiado y aún poco comprendido: el trastorno obsesivo compulsivo (TOC). En efecto, en algunas formas de este trastorno el sistema inmune conductual se torna hiperreactivo, generando gran parte de la sintomatología que observamos. La reacción de asco puede aumentar en la instancia del procesamiento, vale decir, en la etapa de asignación del significado. Nuevamente, el TOC nos sirve de ejemplo pues se trata de un cuadro en el cual el pensamiento equivale a las acciones. Es relativamente frecuente encontrar casos de pacientes con TOC que evitan pensar en objetos contaminados, o que ante la aparición de un pensamiento intrusivo relacionado con objetos contaminados, llevan adelante neutralizaciones variadas. Desde la contaminación física biológica de los objetos, muchos individuos fluyen hacia la contaminación moral; dando como resultado imágenes y verbalizaciones prohibidas; en efecto, el asco resulta también una reacción emocional frecuente ante la idea de actos inmorales. En el terreno del TOC, los ejemplos característicos son los subtipos con ideación sexual, TOC de pedofilia y TOC homosexual.
Finalmente, la tercera etapa del sistema inmune conductual también suele padecer de excesos. Los hábitos de higiene y limpieza constituyen uno de los grandes avances de la cultura en el sentido que un esfuerzo colectivo orientado a la erradicación de patógenos es más eficaz que uno llevado individualmente. Los microorganismos agresores viven predominantemente dentro de los seres humanos, con lo cual la supervivencia radica no únicamente en un esfuerzo individual, sino también en que los otros que conviven conmigo se esmeren en erradicar a los gérmenes. De ahí es que las prácticas culturales de higiene y esterilización se transmitan de generación en generación, muchas veces sin un conocimiento claro acerca del por qué se efectúan de cierto modo. Esto también explica por qué las personas que no adhieren adecuadamente a estos hábitos suelen ser objeto de discriminación y hasta ostracismo por parte de sus pares. En casi todas las culturas, a las personas con aspecto de enfermedad y/o suciedad se las discrimina. Como ya mencionamos, el sistema inmune conductual posee una fuerte relación con la psicología del prejuicio, pero este no es el tema de nuestro trabajo.
De la sobrerreacción a la psicopatología
Como tantas veces hemos comprobado, los sistemas que evolucionaron para protegernos pueden volverse en nuestra contra y, en efecto, lo hacen. Mucha de (tal vez casi toda) la psicopatología que observamos en la vida moderna tiene que ver con algún rasgo evolutivamente adaptativo proveniente de tiempos inmemoriales, el cual se exacerba y desregula en un ambiente nuevo para el cual no fue diseñado. El sistema inmune conductual no es ninguna excepción.
A medida que avanzamos en el artículo, el TOC surgió como un ejemplo obligado de la desregulación del sistema. Los centros involucrados en la reacción de asco se solapan muchísimo con los que se ven comprometidos en el TOC; de hecho, son los mismos: corteza cingulada anterior, corteza temporal anterior, córtex prefrontal medial, córtex visual, ganglios basales.
El TOC es un cuadro complejo, con muchas aristas y subtipos; probablemente en algunos años la entidad que hoy nosotros llamamos TOC se convierta en un abanico diferente de cuadros relacionados. En este sentido, hay formas del TOC que evidencian mucho más notoriamente el funcionamiento de un sistema inmune conductual reactivo. Se trata de los subtipos de contaminación, lavado y en general todos aquellos que en alguna medida engloban reacciones de asco ante gérmenes reales o imaginarios. También algunos casos de TOC más puramente evitadores, pues si bien no se encuentran obsesionados con los gérmenes, son estos agentes los que supuestamente se evitan. Algunas veces, las conductas de evitación y escape se encuentran tan incorporadas que el paciente pierde de vista el sentido inicial por el cual comenzó a ejecutarlas. En estos casos, basta tan solo con propiciar un poco de exposición como para observar que se disparan temores relacionados con microorganismos, enfermedades y contaminación. Algo similar sucede a veces con algunas formas de chequeo y verificación. Frecuentemente, las compulsiones de esta clase se encuentran orientadas a asegurarse de que los objetos se hallan limpios, pulcros, sanitizados o que, simplemente, no hayan tenido contacto con lo que se considera contaminado.
Una de las características más llamativas del TOC también se revela como una exacerbación de uno de los mecanismos protectores del sistema inmune conductual. Como hemos dicho, se reacciona con asco ante lo que se considera contaminado pero también ante lo que ha tomado contacto con aquello que se considera contaminado. Hasta cierto punto, tiene una lógica preventiva de salud; así, por ejemplo, si mi reloj ha caído en el piso sobre una montaña de comida en estado putrefacto, resulta natural que yo reaccione con asco y tome medidas correspondientes de higiene.
En el TOC esta pauta se lleva a límites extremos. Primariamente, muchos o todos los estímulos que el paciente considera contaminados no lo están objetivamente, vale decir, el paciente sobreexagera la probabilidad de transmisión de gérmenes. Pero esto es algo que ya sabemos. Lo que realmente a veces establece una patología sin límites es la exacerbación del mecanismo de contaminación por contacto, vale decir, la experiencia de que lo contaminado pasa de uno a otro objeto indefinidamente, en una cadena que no halla su final. Por supuesto, esto está en la mente de quien lo padece. Así, por ejemplo, se cree que la sal trae mala suerte, pero como la sal está sobre la mesa ya también la mesa trae mala suerte y de ahí todo lo que yacía sobre la mesa, por ende todo tiene que ser adecuadamente limpiado mediante compulsiones de lavado. En estos casos, aparte de la irracionalidad de las obsesiones, lo cual no es ninguna novedad en este cuadro, asistimos a la generalización de un mecanismo cuyo valor adaptativo y funcionalidad radica en el mundo físico, pero no en el plano del pensamiento. En otras palabras, los pensamientos no contagian, tampoco lo hacen las sensaciones.
El TOC de subtipo de religiosidad/moralidad constituye a veces otro ejemplo de desvirtuación del mecanismo. En estos casos, el sujeto experimenta la intrusión de un pensamiento blasfemo, ofensivo, moralmente punible; a partir del cual lo que está presente tanto en el ambiente físico, pero también mental, se considera contaminado y gatilla neutralizaciones. Podríamos continuar escribiendo muchas páginas sobre la relación del TOC con el sistema inmune conductual, pero nuestro objetivo se orienta únicamente a señalar el vínculo. Lo mismo afirmamos del grupo de patologías que mencionamos a continuación.
El ámbito de la ansiedad ante la salud es otro de los más relacionados con el tema en discusión. La expresión identifica a un conjunto de problemas cuyo denominador común radica en la interpretación catastrófica de señales corporales benignas; incluye desde diagnósticos formales como la Hipocondría hasta algunos objetos de estudio más novedosos como la Cibercondría. La mayoría de estos cuadros muestran algún grado de sobreactivación del sistema inmune conductual. Las reacciones no se manifiestan tan evidentes como en el TOC, pues en los desórdenes de la ansiedad ante la salud la respuesta predominante no es tanto el asco, sino el miedo o la ansiedad. Así, ante sensaciones corporales menores, las personas experimentan ideas como tener un infarto, estar desarrollando un cáncer o perder la vista. Frecuentemente, el miedo a las sensaciones se extiende hacia los posibles agentes imaginarios que pueden provocarlas; gérmenes y contaminantes de los cuales hay que defenderse para no enfermar. De este modo, la reacción de miedo se interpone como barrera defensiva primaria, generando conductas de evitación y escape de los elementos contaminados que, de ser confrontados, producirían asco y activarían el sistema inmune conductual.
Algunos individuos con ansiedad ante la salud se mantienen atentos a los signos de resfriado en los demás; no sienten asco, sienten miedo de ellos y, por lo tanto, los evitan. Otras personas presentan conductas de evitación de hospitales, sanatorios u otros entornos médicos, los cuales se valoran como potenciales transmisores de enfermedades. Sorprendentemente, muchas de las enfermedades que supuestamente se evitan no son de transmisión infectocontagiosa, como por ejemplo el cáncer. Esto por supuesto llama la atención respecto de potenciales relaciones con el TOC. Sin entrar en detalles, sí diremos que ambos grupos de entidades psicopatológicas mantienen fuerte relación; en gran medida por compartir tal vez un mecanismo subyacente, el sistema inmune conductual.
El actual COVID-19 es sin lugar a dudas una amenaza real e importante a la salud; como pandemia global requirió y requiere acciones colectivas para ser contenida hasta la implementación global y exitosa de las vacunas. No se puede negar la peligrosidad del virus: es nuevo y, por ende, nadie tiene anticuerpos, se transmite fácilmente, con un largo periodo de incubación que por varios días deja a su portador tanto asintomático como ignorante de que está esparciendo un agente infeccioso, y posee una alta tasa de letalidad: unas 10 veces más que la gripe común. Todo esto es más que claro, el COVID-19 es una amenaza muy seria. Ahora bien, ¿por qué los seres humanos no tomamos con la misma seriedad y, por ende, efectuamos las conductas de prevención para otras enfermedades que matan a más personas? ¿Por qué las tan necesarias medidas que se han llevado adelante para el COVID-19 no encuentran un reflejo en enfermedades cardiovasculares o el cáncer?
La respuesta ya se ha desarrollado claramente a lo largo de este trabajo. No hay preparación biológica para temer al cáncer o a las enfermedades cardiovasculares pues ellas no mataron a nuestros ancestros, quienes en su mayoría no eran lo suficientemente longevos como para desarrollarlas. Por otra parte, las conductas de prevención necesarias para las enfermedades modernas contrarían nuestros impulsos más básicos de alimentación.
El COVID-19 ha disparado el miedo y las consecuentes conductas de prevención; las razones de ello yacen en nuestras raíces biológicas y psicológicas atávicas que una vez más, en medio de un mundo tecnológico y globalizado, nos vuelen a proteger como hace millones de años; con una barrera defensiva, con un sistema inmune en el comportamiento.
Por: Carmela Rivadeneira, José Dahab y Ariel Minici.
Artículo publicado en CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.