Querría comenzar el tema de hoy con una anécdota personal. Al empezar mis estudios universitarios de psicología, en las épocas en las que la Tierra aún estaba caliente, me topé con una palabra que fue una persistente piedra en mis zapatillas: me refiero al término subjetividad. Mi alma mater era de orientación marcadamente psicoanalítica, por lo que la palabra aparecía constantemente en los textos y en las clases: comprender la subjetividad, respetar la subjetividad, intervenir sobre la subjetividad, etc.
Mi problema con el término era que nadie nos había transmitido claramente qué demonios quería decir subjetividad. El término se usaba profusamente, pero nadie nos proporcionaba una definición clara del concepto, explicitando de qué manera se diferenciaba de su sentido vulgar, las diferencias con conceptos similares como individualidad, etc. Los diccionarios no me eran de mucha ayuda, ya que no proporcionaban una definición técnica del término sino sus usos vulgares, e Internet en esa época era de más difícil acceso y contaba con menos recursos de esta índole, por lo que tampoco tenía a disposición una abundancia de fuentes digitales a las que consultar.
Si lo preguntaba directamente en clase solía obtener respuestas imprecisas o que ya suponían la definición, refiriéndose al papel del concepto dentro del corpus teórico –como si frente a la pregunta de qué es la conducta yo respondiera diciendo que la conducta puede ser reforzada o castigada: la respuesta no es errónea pero tampoco satisfactoria. No solo eso, sino que cierta expresión de perplejidad de mis docentes ante esa pregunta provocaba en mí la sensación persistente de que estaba preguntando algo que era completamente obvio y sabido por todos, como si frente a la expresión “la subjetividad es importante”, yo preguntara qué quiere decir “la”.
Eventualmente me di por vencido de encontrar una respuesta clara, aprendí a decir frases enteras que incluían la palabra subjetividad, y así aprobé las materias pertinentes (con buenas notas, agregaría para atestiguar la efectividad del procedimiento). Al día de hoy aún sospecho que tanto el alumnado como una parte no despreciable del cuerpo docente siguieron el mismo procedimiento, en general con buen éxito académico.
Ahora bien, al entrar en el mundo conceptual del conductismo y el análisis de la conducta tuve una sensación inicial similar con la palabra función. Como quizá hayan notado, también se trata de una palabra que usamos todo el tiempo: hablamos de la función de una conducta, de la función de un estímulo, de análisis funcionales, de contextualismo funcional, etcétera. Lo que no es tan sencillo es encontrar una definición y explicación precisa del concepto. Escuché al término ser utilizado coloquialmente como sinónimo de efecto, de intención voluntaria, de propósito implícito, de éxito, entre otros, pero a diferencia de otros términos, no suele estar definido en una buena parte de los textos básicos, que lo usan, pero generalmente sin definirlo explícitamente.
Durante un tiempo temí que se repetiría mi experiencia de la universidad, pero por suerte estaba equivocado. El universo conceptual conductual es extremadamente complejo, pero no confuso ni ambiguo, por lo que casi siempre es posible encontrar definiciones precisas de los conceptos utilizados –lo cual no significa que estén libres de debates ni tampoco que siempre sea fácil encontrarlos y entenderlos.
La idea de estas líneas es ahorrarles un poco de trabajo, o al menos señalarles la dirección en la cual pueden llevar a cabo sus propias investigaciones. Nos ocuparemos entonces del término función, de su origen, del impacto que significó su introducción en el corpus teórico conductual y de cómo la forma en que lo usamos cotidianamente se conecta con su sentido técnico. Con un poco de suerte, quizá salgan del artículo con una idea un poco más clara de qué quiere decir función o, más bien, con una idea un poco más clara de mis propias confusiones al respecto.
Antes de ocuparnos del tema es necesario señalar que la psicología, como otras ciencias, lidia con el problema de los términos prestados. Esto es, los conceptos de nuestras teorías usualmente se denominan con palabras que han sido tomadas del lenguaje común o del vocabulario técnico de otras disciplinas, a las que se les da un nuevo uso (por ejemplo con términos como depresión o resiliencia). El problema con eso es que las palabras de uso cotidiano con frecuencia son ambiguas y tienen varios sentidos que no siempre compatibles con el uso técnico, por lo cual si no se las selecciona y define claramente al incorporarlas a un aparato conceptual pueden ocasionar no pocas confusiones; lo mismo sucede si incorporamos un término técnico de otra disciplina sin especificar claramente de qué manera opera en la nuestra.
El ejemplo más notable que podría señalar sobre los problemas de los términos prestados es el término castigo en el análisis de la conducta: el concepto en sí es relativamente neutro –la presentación de consecuencias que reducen la probabilidad de una clase de conductas–, pero la fuerte connotación negativa (y vengativa) del término en el lenguaje vulgar hace que frecuentemente tengamos que aclarar de qué se trata, porque cotidianamente el término se usa de maneras que no siempre coinciden con el uso técnico que de él hacemos, tendiendo a evocar exclusivamente imágenes de latigazos o choques eléctricos.
Por este motivo, cuando lidiamos con un concepto técnico que se designa con alguna palabra de uso común es necesario andar con pies de plomo: el sentido vulgar puede proporcionarnos un indicio de su sentido técnico preciso, pero rara vez coinciden completamente. Cuando un físico habla de energía en un artículo especializado y cuando una mística refiere “sentir una energía”, están usando el mismo término, pero no el mismo concepto, esto es, no están diciendo la misma cosa.
Lo mismo aplica al término función, que tiene múltiples sentidos en el lenguaje cotidiano, algunos que son más compatibles con el uso conductual y otros que no –como cuando hablamos de una “función de teatro” o cuando hablamos de una “defunción”, (que significa literalmente que alguien dejó de funcionar). Para sumarle dificultad a la cuestión, a menudo incluso en los textos conductuales el término es utilizado de manera mezclada tanto en sus sentidos técnicos como en algún sentido vulgar, por lo cual hay que tener cuidado de no confundirse.
Hechas ya las introducciones, precauciones y amenazas, prepárense, que le sigue un texto aún peor.
Función y causalidad
El término función está relacionado con la forma particular en la cual el análisis de la conducta aborda la causalidad, por lo cual darle un poco de contexto al término puede ayudarnos a captar su importancia para nuestra ciencia. Un buen punto de partida es el siguiente fragmento en Ciencia y Conducta Humana:
“Los términos “causa” y “efecto” ya no son ampliamente utilizados en la ciencia. Han sido asociados con tantas teorías sobre la estructura y el funcionamiento del universo que significan más de lo que los científicos quieren decir. Los términos que los reemplazan, sin embargo, se refieren al mismo núcleo fáctico. Una “causa” se convierte en “cambio en una variable independiente” y un “efecto” en “cambio en una variable dependiente”. La antigua “conexión de causa y efecto” se convierte en una “relación funcional”. Los nuevos términos no sugieren cómo una causa causa su efecto; simplemente afirman que diferentes eventos tienden a ocurrir juntos en un cierto orden.” (Skinner, 1953, p. 23)
Dicho de otro modo, para Skinner, siguiendo a Ernst Mach, función viene a reemplazar el concepto de causación (a fines de brevedad tratemos a causalidad y causación como sinónimos, aunque no lo sean del todo). Ahora bien, ¿por qué sería deseable reemplazarla?
La causación tiene por fin explicar por qué sucede un evento. Decimos que “A fue causado por B”, es decir, que a cada evento le corresponde una causa, que hay una conexión necesaria entre B y A: “la chispa causó la explosión” señala no que la chispa y la explosión no son meramente eventos contiguos, sino que existe entre ellos una conexión necesaria: uno es la causa del otro, que es su efecto.
Esto puede parecer una obviedad inobjetable, pero esa idea de causalidad ha sido objeto de calurosos debates que llevan ya varios siglos. Una de las críticas más conocidas al respecto es la del filósofo inglés David Hume, quien postuló que la causalidad no existe en el mundo, sino que es un caso de asociación de ideas. García Morente(1992, p. 151) resume el argumento de Hume de esta manera: “si yo analizo la relación de causalidad, me encuentro con que algo A existe (…); luego tengo la impresión de algo B; pero no tengo nunca la impresión de que de A salga ninguna cosa para producir B. Yo veo que hace calor, tengo la impresión de calor; luego mido el cuerpo y lo encuentro dilatado; pero que del calor salga una especie de cosa mística que produzca la dilatación de los cuerpos, eso es lo que no veo de ninguna manera (…) Luego, esto de la causalidad es otra ficción.” Es decir, no podemos experimentar directamente que un evento cause el otro, sólo podemos decir que ambos ocurrieron en sucesión. La causalidad no es una conexión necesaria entre eventos, sino una conexión entre cogniciones: veo que sucede B antes de A, y digo que B causó A (no le muestren esto a alguien que se dedique profesionalmente a la filosofía porque me van a moler a palos, pero a los fines de este texto nos puede servir).
Esto es justamente lo que Skinner señala en el fragmento citado: una relación funcional no afirma que B causó a A, sino meramente que ambos “tienden a ocurrir juntos en un cierto orden” (op.cit.). En esto, el análisis conductual está siguiendo una tendencia compartida en las ciencias. La mayoría de las disciplinas científicas han abandonado la noción de causa, reemplazándola por alguna forma de correlación entre eventos. Basta con revisar publicaciones especializadas para percatarse que la palabra causa ha sido exonerada casi completamente del vocabulario científico. Bertrand Russell lo resume de manera devastadora:
“Todos los filósofos, de todas las escuelas, imaginan que la causalidad es uno de los axiomas o postulados fundamentales de la ciencia, sin embargo, curiosamente, en ciencias avanzadas como la astronomía gravitacional, la palabra ‘causa’ nunca aparece (…) Creo que la ley de la causalidad, como muchas de las cosas que pasan entre los filósofos, es una reliquia de una época pasada, que sobrevive como la monarquía, sólo porque se supone erróneamente que no hace daño.” (Russell, 1912).
Esta es en parte la propuesta de Skinner: hablar de relaciones funcionales en lugar de relaciones causales. Esta es una primera forma en la cual podemos pensar al concepto de función en el análisis de la conducta.
Ahora bien, si la propuesta de Skinner fuera meramente una sustitución de términos (sustituir “relación funcional” por “relación causa-efecto”), la cosa no tendría mayor trascendencia, ya que meramente estaríamos diciendo lo mismo con otras palabras, sería más una sinonimia que un cambio conceptual (véase Fryling & Hayes, 2011, p. 13). Pero el asunto tiene varias ramificaciones que explorar, de manera que, si no se han dormido aún… esperen un poco, porque esto va para largo y no les van a faltar oportunidades.
Reemplazar causa y efecto por relaciones funcionales señala para el análisis de la conducta una transición filosófica, más precisamente, el paso de una mirada mecanicista a una contextualista (Chiesa, 1992). Skinner no sólo está proponiendo un cambio de términos, sino que de contrabando introduce un cambio filosófico en la disciplina (no estoy afirmando que sea “el” momento de quiebre, sino uno de varios).
Permítanme explicar a qué me refiero. La idea de causación está más bien ligada a una posición filosófica mecanista(Hayes et al., 1988; Pepper, 1942). Para mejor entender esto, consideren una metáfora que suele utilizarse al hablar de causación, la metáfora de la cadena causal(Hanson, 1955). Ésta consiste en presentar a la causalidad como una sucesión de eventos secuenciales contiguos, como los eslabones en una cadena: A fue causado por B que fue causado por C que fue causado por D que fue causado por E. Según esta metáfora hay una cadena causal ininterrumpida de eventos que va de E hasta A, cada uno contiguo en el tiempo y en el espacio con el siguiente. De esta manera, para explicar la ocurrencia de A necesitamos rastrear la cadena hasta llegar a E –o incluso seguir y seguir hasta llegar a las causas primeras, allá en el inicio del universo. Si por algún motivo E no produce A, es por algún eslabón en la cadena que ha fallado.
Esta posición suena y es típicamente mecanista: si abordamos al mundo y a todos sus eventos como una máquina, cualquier evento puede ser rastreado causalmente sin interrupciones a otro evento en la máquina por medio de una sucesión de eventos contiguos entre sí: este engranaje mueve a este engranaje que mueve a este engranaje que mueve a este engranaje. La explicación de un evento requiere identificar la secuencia de eventos inmediatos anteriores de los que el evento es efecto, los eslabones de la cadena causal.
Pero un abordaje contextual ve al mundo de otra manera, y esto determina una forma diferente de pensar a la causalidad:
“Para un contextualista, la naturaleza de cualquier evento conductual es determinada sólo mediante la examinación de ese evento en el contexto en el cual ocurre. Cuando la totalidad de la interacción situada es descripta, la naturaleza de cada aspecto es definida en términos de todas los otros. Ningún aspecto es causalporque sus funciones dependen de otras características contextuales. Así, por ejemplo, el enunciado “la chispa causó la explosión”, asume que había suficiente material combustible, oxígeno, suficiente temperatura ambiente, y así (…) Ninguna de ellas causó el evento; más bien, la conjunción de todos estos participantes es el evento.” (Hayes, 1995, p. 59)
Es decir, una posición contextual rechaza la idea de que el evento a explicar sea causado por otro, ya que la explicación del evento depende de todo el contexto en el cual sucede. Si quisiéramos retener los términos de causalidad dentro de una mirada contextual, a lo sumo (y no es una buena idea) podríamos decir, no que “A fue causado por B”, sino que “A fue causado por B+C+D+E…” y así hasta el infinito, ya que los elementos del contexto no están determinados a priori. Pero aún así terminaríamos con una idea bastante diferente del uso tradicional de causalidad, por lo cual es preferible adoptar otra forma de hablar al respecto.
Consideren, por ejemplo, la siguiente pregunta: ¿Cuál fue la causa de la Primera Guerra Mundial? En la escuela la respuesta a esa pregunta consiste en describir una cadena de eventos que empieza con el asesinato del archiduque Francisco Fernando de Austria y que termina con el inicio de la guerra. Contrasten esa explicación con una mirada más contextual, que postule que el asesinato fue uno más de los eventos de un contexto mundial que incluía relaciones internacionales tensas y una carrera armamentista creciente con avances técnicos notables (como las armas químicas), entre otros. Esta idea de causación no requiere contigüidad temporal y espacial entre los eventos a explicar. Desde esta perspectiva diríamos que la Primera Guerra Mundial fue causada tanto por el asesinato del archiduque en 1914 como por la Entente Cordiale de 1904, sin que ambos eventos participen de la misma cadena causal –esto es, la Entente no fue un evento necesario para el asesinato del archiduque, sino que ambos fueron parte de la constelación de factores que participaron en el estallido de la guerra.
Es fácil apreciar de qué manera esto aplica al análisis conductual. Supongamos una rata en una caja de condicionamiento operante que está entrenada para presionar la palanca y así recibir comida cuando se enciende una luz verde en la caja. ¿Cuál es la causa de que presione la palanca? ¿La luz verde? ¿La comida? Señalar un solo elemento sería engañoso: la luz verde, la comida, y las contingencias entre ambas forman parte de un contexto que incluye la caja (ya que la rata no buscaría una palanca ante cualquier luz verde sin un entrenamiento específico), la historia de aprendizaje, su historia ontogenética y filogenética, etcétera (si les interesa el tema, vean este artículo sobre contexto, en donde desglosamos los principales elementos del contexto)
Si, por ejemplo, la rata ha sido alimentada unos minutos antes de ponerla en la caja, la luz verde ya no producirá el presionar la palanca, cosa inconcebible si la luz verde fuese la causa de la conducta.
La causa es todo el contexto. Cuando identificamos eventos particulares en un análisis, como la luz verde o la presentación de comida como consecuencia, no es porque sean las causas de la conducta, sino que estamos seleccionando algunos factores del contexto que pueden ser útiles para predecir e influenciar la conducta del organismo en cuestión.No es necesario tampoco que los eventos sean contiguos en tiempo y espacio: la historia de aprendizaje de la rata durante el mes anterior puede servirnos para explicar, por ejemplo, por qué hoy sigue presionando la palanca aun cuando ya no está recibiendo comida.
Esto nos puede ayudar a mejor el carácter eminentemente histórico del análisis de la conducta. El conductismo es la corriente psicológica que más énfasis pone en la metodología de caso único, en el seguimiento detallado de la historia individual como vía principal de explicar por qué un organismo actúa de tal manera en tal situación. La siempre impecable Mecca Chiesa lo dice mejor:
“(…) la mayor parte de la psicología (…) tiende a tratar su tema de manera episódica. Muchos tipos de investigación psicológica examinan episodios en la vida de los organismos, fragmentos de un proceso en curso y atribuyen la causalidad a las características inmediatas del episodio. Por el contrario, la investigación informada por el conductismo radical permite examinar los procesos conductuales extendidos en el tiempo y permite identificar las relaciones entre el comportamiento y otros eventos que también ocurren a lo largo del tiempo. Los patrones de comportamiento pueden establecerse durante un largo período de tiempo mediante patrones de consecuencias, y sin la exigencia de contigüidad el modo causal del conductismo radical permite múltiples escalas de análisis. Esto quiere decir que cuando los eventos conductuales y ambientales no revelan relaciones contiguas, el nivel de análisis puede ser cambiado a la abstracción de patrones” (Chiesa, 1992, p. 1291)
Hablar de relaciones funcionales representa entonces pasar de un modelo determinista de causalidad, en donde cada eslabón de la cadena determina al siguiente, a un modelo probabilístico de causalidad en el cual un evento no determina, sino que altera la probabilidad de que suceda otro. De esta manera, decimos por ejemplo que el reforzamiento de una conducta no determina que ésta se emita, sino que aumenta la probabilidad de que conductas de esa clase ocurran en el futuro frente a condiciones similares. También esto ayuda a entender por qué el contextualismo funcional sustituyó el lema skinneriano de “predicción y control” por “predicción e influencia”, porque sólo podemos influenciar probabilísticamente los eventos, no controlarlos de manera determinista, especialmente en contextos complejos y con extensas historias de aprendizaje.
Entonces, la introducción de las relaciones funcionales no es una mera sustitución de términos, sino que representa un cambio en la perspectiva filosófica, especialmente en las formas de pensar la causalidad en el conductismo radical, que sobre este tema ha tomado en préstamo una sustancial contribución por parte del interconductismo kantoriano.
Función en el uso cotidiano
Si por algún milagro han continuado la lectura, probablemente estén objetando que aún no he proporcionado una definición del término función, sino más bien hablando de su relevancia conceptual.
Ya voy, ya voy, ténganme paciencia.
Dicho de manera sencilla (y créanme, hay mucha tela para cortar sobre este punto, pero quisiera intentar una aproximación más o menos clara al concepto), cuando hablamos de función en el análisis de la conducta estamos hablando de una relación entre eventos, más específicamente las relaciones entre eventos del contexto y eventos conductuales.
Como quizá ya hayan notado, los conceptos del análisis conductual son en su mayoría relaciones. Por ejemplo, reforzamiento se refiere al establecimiento de una determinada relación entre una clase de conductas y una clase de consecuencias, y lo mismo sucede con castigo; hablar de un estímulo discriminativo involucra hablar de una relación entre un estímulo, una determinada consecuencia, y una conducta; una operación motivacional es la relación entre un evento, una conducta y su consecuencia, y así.
Entonces, cuando decimos que un estímulo o una conducta tienen una determinada función, estamos diciendo que participa en una determinada relación, ya sea con otra conducta o con otro estímulo. Por ejemplo, en clínica, decir que una conducta tiene una función de escape de los perros (supongamos, en una fobia), estamos señalando una relación entre esa conducta y esa clase de estímulos (digamos, correr, pero no en cualquier momento, sino cuando aparece un perro). Como vimos en la sección anterior, sería incorrecto decir que el perro causa la huida: la causa, en rigor de verdad, es todo el contexto actual e histórico de la persona. El perro, en ese contexto, es un estímulo que ha adquirido una determinada función, es decir, que tiene ciertas relaciones con cierta clase de conductas que ocasionan ciertas consecuencias.
De la misma manera, cuando hablamos de la transferencia (o transformación, en el lenguaje de RFT) de la función de un estímulo, lo que estamos diciendo es que un estímulo adquiere funciones similares a las que tiene otro estímulo, por ejemplo, cuando el sonido “pelota” adquiere funciones similares a las de una pelota, es decir, tiene similares relaciones con el resto de los eventos contextuales y conductuales.
Cuando decimos que intentamos modificar la función de un determinado estímulo, por ejemplo, de una emoción, estamos diciendo que no queremos modificar sus características formales sino modificar las relaciones que ese estímulo tiene con otros eventos del contexto y la conducta (por ejemplo, que en lugar de suscitar conductas de control suscite conductas de contemplación).
Función en el quehacer clínico
Identificar las relaciones entre los eventos del contexto y los eventos conductuales nos permite mejor predecir e influenciar la conducta para diversos fines. Este es el sentido de hacer un análisis funcional. Mientras que un análisis topográfico o formal describe las características de la conducta o estímulos involucrados, un análisis funcional describe las relaciones que esos eventos guardan entre sí.
Por ejemplo, al tomar como foco el autolesionarse de una persona, podemos llevar a cabo un análisis topográfico y describir entonces la intensidad de las lesiones, la zona del cuerpo, el tiempo empleado, etc. Pero meramente describir la forma de la conducta no nos ayuda a comprender por qué sucede, es decir, no nos deja en condiciones de predecir e influenciar su ocurrencia. Para lograr ello necesitamos analizar las relaciones que esa conducta tiene con elementos clave del contexto, es decir, realizar un análisis de las funciones que tiene, un análisis funcional.
Al examinar entonces las relaciones que tiene con el contexto podemos establecer la función que tiene el autolesionarse –por ejemplo, si tiene como consecuencia generar alivio de emociones dolorosas o si tiene como consecuencia alterar la atención de otras personas, entre otros posibles escenarios. Es decir, analizamos las relaciones que las autolesiones tienen con el contexto: cuáles son sus antecedentes, cuáles son sus consecuencias. La función que las autolesiones tuvieren no es algo intrínseco a las mismas, sino que puede variar en diferentes contextos. Dicho más precisamente: una misma conducta puede tener distintas funciones en distintos contextos. Consumir alcohol en un contexto puede tener la función de aliviar un malestar, mientras que en otro contexto puede tener la función de suscitar aprobación social –pero en cualquier caso no puedo saberlo sin examinar el contexto en que sucede el consumo.
Esta es la razón de buena parte de las críticas que el análisis conductual hace a los modelos de psicoterapia que asignan funciones fijas a conductas –cuando dicen cosas como por ejemplo, que las autolesiones son (siempre) un llamado de atención. La crítica conductual a ese tipo de afirmaciones no es que sean falsas, sino más bien que, hasta tanto no se determine para ese caso y en ese contexto en particular, qué relaciones guarda esa conducta con ese contexto, no es posible saber a ciencia cierta cuál es su función. Es suponer que una forma determinada está siempre asociada a una función determinada, como si después de haber visto trabajar a un bombero diría que la función del agua es siempre apagar fuegos, en todo contexto y situación. Podría ser que sí tuviera esa función, podría ser que no, pero asignarle una función fija, para todos los casos, en todos los contextos, de manera apriorística, es parte de un pensamiento mecanista, descontextualizado.
Ahora bien, si una serie de análisis funcionales y evidencia de otros tipos convergen en una dirección, podemos hipotetizar que una conducta probablemente tenga una determinada función en ciertos contextos, en el momento y situación en que lo afirmo. Pero ese probablemente es una apuesta operativa, no una certeza mecánica que afirma que siempre es así y no de otra manera.
Por ejemplo, a partir de varios análisis funcionales y de otros tipos de evidencia convergente sobre los intentos de suicidio que apuntan en la misma dirección, podemos realizar la apuesta operativa de que, en nuestro entorno sociocultural y en este momento histórico, su función principal quizá sea el alivio del malestar, pero no podemos afirmarlo con certeza, solo sostenerlo como hipótesis de trabajo a comprobar por medio de examinar las ocurrencias particulares de esos eventos. Es un conocimiento local, probabilístico, provisorio, no una certeza universal inmutable.
Ese es el corazón de terapia de aceptación y compromiso, de hecho: a partir de la inducción de numerosos análisis funcionales y de otra evidencia convergente se sostiene, como hipótesis de trabajo, que en el corazón de varios fenómenos clínicos radican conductas con función de evitación (entre otras), como si se tratara de una suerte de análisis funcionales prefabricados que de manera probabilista e hipotética empleamos en la clínica con fines prácticos. Al trabajar con una persona con un trastorno de ansiedad, en lugar de testear todas las posibles funciones que alguna conducta clínicamente relevante pudiera tener, tarea de una envergadura descomunal para el ámbito clínico, testeamos la hipótesis de que tiene función de evitación (y el resto de los procesos).
Esto resulta útil y necesario porque en rigor de verdad, en la clínica no podemos realizar análisis funcionales propiamente dichos. Esto se debe no sólo a que no podemos controlar el contexto de los pacientes con fines de experimentación, sino a que además no tenemos acceso al contexto en el que suceden la mayoría de las conductas de interés clínico, sino que sólo podemos acceder al relato de ese contexto por parte de nuestra paciente.
Por ejemplo, generalmente las autolesiones que analizamos no suceden durante la sesión, sino que son relatadas días después de ocurridas, y ese relato suele ser estar nublado por la distancia, suele ser fragmentario y omitir detalles cruciales, por lo cual suplementar ese relato con la evidencia que surge del estado del arte nos permite mejor navegar la actividad clínica, hipotetizando que esas conductas tienen ciertas funciones, y explorando si se trata de esas funciones en particular en lugar de explorar todas las posibles.
Los múltiples sentidos de función
Como señalé al principio, el uso cotidiano de los términos suele ser más impreciso que su uso técnico. Función suele utilizarse como sinónimo de efecto, intención, propósito, entre otras, y quizá en este punto se pueda entender mejor la relación entre esos usos y el sentido más preciso del término función entendido como relación entre eventos. Efectivamente, la función de una conducta incluye el efecto que tiene, es decir, sus consecuencias, y la función elicitante de un estímulo incluye el efecto que tiene sobre una conducta.
También podemos hablar de función como la intención, refiriéndonos al efecto habitual que tiene una cierta clase de conductas, aunque es erróneo asumir que se trata de una intención conciente y voluntaria: una conducta puede perfectamente adquirir una función sin que sea emitida de manera voluntaria y sin que la persona se percate de ello (por ejemplo, pueden ver este artículo que publicamos hace un tiempo, que reseña una investigación sobre el tema de Hefferline et al., 1959)
Estos sinónimos de función son útiles para la comunicación cotidiana y en tanto tal, perfectamente lícitos. Basta con tener en cuenta que el concepto en sí tiene una densidad propia, más precisa que esos usos coloquiales.
Espero que estas líneas, también imprecisas porque intentan explorar y transmitir más que determinar sentidos, les hayan sido de utilidad.
Artículo publicado en GrupoACT y cedido para su republicación en Psyciencia.
Referencias:
- Chiesa, M. (1992). Radical behaviorism and scientific frameworks: From mechanistic to relational accounts. American Psychologist, 47(11), 1287–1299. https://doi.org/10.1037/0003-066X.47.11.1287
- Fryling, M. J., & Hayes, L. J. (2011). The concept of function in the analysis of behavior. Revista Mexicana de Análisis de La Conducta, 37(1), 11–20. https://doi.org/10.5514/rmac.v37.i1.24686
- García Morente, M. (1992). Lecciones preliminares de filosofía. Editores Mexicanos Unidos.
- Hanson, N. R. (1955). Causal chains. Mind, 64(255), 289–311. http://www.jstor.org/stable/2251073
- Hayes, S. C. (1995). Why cognitions are not causes. The Behavior Therapist, 59–60. http://scholar.google.com/scholar?hl=en&btnG=Search&q=intitle:Why+cognitions+are+not+causes#0
- Hayes, S. C., Hayes, L. J., & Reese, H. W. (1988). Finding the philosophical core: A review of Stephen C. Pepper’s World Hypotheses: A Study in Evidence. Journal of the Experimental Analysis of Behavior, 50(1), 97–111. https://doi.org/10.1901/jeab.1988.50-97
- Hefferline, R., Keenan, B., & Harford, R. (1959). Escape and avoidance conditioning in human subjects without their observation of the response. Science, 130(3385), 1338–1339. http://www.sciencemag.org/content/130/3385/1338.short
- Pepper, S. C. (1942). World Hypotheses.
- Russell, B. (1912). On the Notion of Cause. Proceedings of the Aristotelian Society, 13, 1–26. https://doi.org/10.2307/2910122
- Skinner, B. F. (1953). Science and Human Behavior (1st ed.). Macmillan Pub Co.