Frecuentemente, las personas sufren no por lo que realmente sucede, sino por lo que piensan, pero que no sucede nunca. Tales pensamientos generadores de malestar pueden encontrarse muy alejados de la realidad, sonar incluso absurdos algunas veces; no obstante, siguen acarreando angustia, miedo, tristeza u otras emociones negativas. ¿Por qué pasa esto? ¿Y cómo debe proceder el terapeuta cognitivo conductual en estos casos?
- Marta imagina que su hijo tiene un accidente mientras conduce hacia su trabajo, imagina el auto estrellado sobre la autopista, bomberos y sirenas. Desde que su hijo sale de casa hasta que llega al trabajo y le manda a ella un mensaje, ella se preocupa amargamente con frases como “y si se mata…”. Su hijo tiene 25 años, lleva 7 años manejando y jamás tuvo un accidente. Marta padece un Trastorno de Ansiedad Generalizada.
- Diego piensa que va a padecer un infarto en la calle cuando, debido al calor, se sofoca un poco y siente taquicardia. Se imagina desvanecido en la acera, con gente alrededor llamando una ambulancia. Piensa en su familia esperando afuera de un quirófano debido a una intervención coronaria de urgencia. “Los voy a dejar sin padre tan chiquitos”, se dice a sí mismo. Pero Diego es un hombre de 40 años, sano, quien se ha efectuado estudios médicos que no han detectado ninguna patología. Jamás tuvo un problema cardíaco. Diego padece de un Trastorno de Pánico.
- Daniela duerme tapada con la sábana hasta la cabeza y la luz prendida pues, si no lo hace, se le representa la imagen de una figura de aspecto zombi, con un cuchillo en la mano, que viene a asesinarla. Ella reconoce plenamente la irracionalidad de su temor pero, no obstante, le resulta imposible superarlo. Ella padece una Fobia Específica.
- Gabriel tiene 38 años, vive con sus padres, no trabaja, tiene un solo amigo con el cual se ve apenas dos o tres veces al año. Se le presentan ideas acerca de que los demás lo van a criticar por su voz si lo escuchan hablar; que se burlarán de él y lo expondrán en público por algún defecto. Imagina a otras personas mofándose de él. Sin embargo, esto sólo sucedió unas pocas veces en sus primeros años de escuela secundaria, como parte de bromas muy características en la adolescencia. Nunca le ha ocurrido algo similar desde los 16 años hasta su actual vida adulta. Pero él lo piensa insistentemente, lo cual lo inhibe de efectuar casi cualquier interacción social. Gabriel padece de un Desorden de Ansiedad Social.
La lista de ejemplos podría seguir, multiplicarse infinitamente. Si bien hemos ido mencionando los diagnósticos en los diferentes casos, ello se efectúa con fines didácticos y organizativos. Las personas que sufren por lo que SÍ piensan pero que NO sucede, trasvasan cualquier categoría diagnóstica. No es acá lo importante el nombre que los manuales le hayan dado a sus variantes, sino el fenómeno cotidiano, simple y extraño a la vez: sufrir por lo que se piensa aunque ello nunca ocurra.
El suceso se torna aún más sorprendente cuando uno considera que quien lo padece, a menudo, posee plena conciencia de que eso que piensa no pasa. ¿Por qué no se puede sin más dejar esto a un costado, apoyándonos en la simple razón de que no es correcto? ¿Por qué alguien le tiene miedo a la falta de aire en el subte a pesar de saber perfectamente bien que sólo se trata de una sensación? ¿Por qué sigo revisando la cerradura de la puerta si ya comprobé que está cerrada? ¿Por qué continúo angustiándome ante la posibilidad de una ruptura con mi pareja cuando me siento seguro de que nos amamos y estamos juntos hace años? ¿Por qué estas personas afirman: “ya sé que es absurdo, pero no puedo evitar sentirme mal”?
Las respuestas a estas preguntas yacen en la naturaleza parcialmente irracional de nuestro cerebro.
En un reciente artículo hemos discutido el concepto de emoción y una posible clasificación de los eventos que las gatillan (Emociones: ¿qué son y qué las dispara?). Ahí hemos distinguido entre tipos de estímulos que pueden disparar las emociones; entre ellos, diferenciamos a los eventos ambientales objetivos de los fenómenos mentales internos. Los primeros consisten en estímulos provenientes del medio ambiente del sujeto; los cuales, por su naturaleza o por asociación con otros estímulos, han adquirido una valencia emocional. Por supuesto, estos pueden convertirse en disparadores de estados emocionales patológicos, como cuando las puertas del subte cerrándose generan ansiedad por vincularse a sensaciones de asfixia; o el sonido del teléfono gatilla una reacción de estrés por asociación con contenidos laborales. En este caso, sucede que eventos ambientales inicialmente neutrales (las puertas del subte o el ring del teléfono) han adquirido una valencia emocional negativa por asociarse con sucesos aversivos (sensación de asfixia o situaciones laborales estresantes).
En el análisis funcional de la conducta, denominamos a los primeros “estímulos condicionados” pues han adquirido la capacidad de activar a los sistemas emocionales a través de la asociación con otros estímulos, los incondicionados, los cuales originalmente desencadenaban la respuesta. En el presente artículo, vamos a discutir el rol de los fenómenos mentales internos capaces de disparar emociones negativas que se convierten en patológicas, así como de su abordaje terapéutico desde la Terapia Cognitivo Conductual.
La capacidad de los seres humanos de representarnos escenarios no reales ni presentes constituye definitivamente una ventaja adaptativa superlativa, gracias a la cual en gran parte nos hemos vuelto la especie dominante del planeta. Esta habilidad nos permite armar mentalmente la lista del supermercado que compraremos el fin de semana, sin estar en el lugar y con varios días de anticipación, calcular la hora de salida para buscar a nuestro hijo en la escuela o modelar el movimiento de las partículas subatómicas. No obstante, también acarrea la posibilidad de pensar en que los precios del supermercado subirán hasta un punto en que el dinero no nos alcance, imaginar que alguien secuestra a nuestro hijo a la salida del colegio o fantasear con un apocalíptico fin del mundo por una guerra nuclear. En pocas palabras, y como sucede con tantos rasgos humanos, su función adaptativa puede desvirtuarse, acarreando problemas psicológicos.
La capacidad de los seres humanos de representarnos escenarios no reales ni presentes constituye definitivamente una ventaja adaptativa superlativa, gracias a la cual en gran parte nos hemos vuelto la especie dominante del planeta. Pero esa función puede desvirtuarse, acarreando problemas psicológicos.
La representación de escenarios catastróficos no reales resulta un elemento central en muchos de los problemas psicológicos que los terapeutas vemos en los consultorios. En verdad, casi podríamos terminar por definir a la psicopatología sobre la base de este rasgo; al menos los trastornos de ansiedad y los depresivos conllevan siempre algún grado de pensamiento catastrófico sobre hechos altísimamente improbables, los cuales, en efecto, no sucedieron nunca o casi nunca en la vida del paciente; de todas maneras, y a pesar de ello, el paciente no logra dejar de traerlos a su consciencia y sufrir en consecuencia.
En este punto, vamos a trazar la primera diferencia en relación a las representaciones mentales catastróficas vinculadas a la psicopatología. Las mismas pueden articularse de modo verbal o imaginal, una diferencia no menor. Así, por ejemplo, alguien que padece de ansiedad ante la salud siente un leve malestar estomacal, el cual dispara cogniciones catastróficas. Esta persona podría decirse a sí misma, en un diálogo interno, algo así como “¿por qué me molesta la panza? ¿Y si es una infección grave? ¿Y si es un tumor en el colon? ¿Si después se esparce por todo el cuerpo y me muero?”. O, alternativamente, podría imaginar visualmente sus propios intestinos sangrando, deformándose por la invasión de células malignas y, a continuación, verse a sí misma en una cama, completamente demacrada y agonizando por un cáncer que se ha tomado todo su cuerpo. ¿Cuál es la diferencia entre los ejemplos?
En el primer caso, el material se articula de modo verbal, con una cadena de palabras; es decir, la persona se habla a sí misma, mientras que en el segundo caso el mismo contenido se conforma con imágenes mentales las cuales involucran a su vez algún soporte sensorial. La imaginación siempre conlleva alguna modalidad sensorial. Típicamente, producimos más fácilmente representaciones mentales visuales y auditas pues constituyen los sentidos predominantes, pero también podríamos imaginar con base en los otros sentidos. Así, fácilmente traemos a nuestra mente el aroma de la persona que nos gusta o la sensación percibida al tocar su piel, pues el vínculo erótico compromete más a los sentidos del olfato y el tacto que cualquier otro. Claro está que también podemos generar la imagen sensorial del dolor al quemarnos. Sea cual fuera el caso, la diferencia radica en una representación imaginal sensorial o en la articulación verbal del material. ¿Por qué es esto importante?
Pues bien, las figuraciones en imágenes acarrean una reacción fisiológica más rápida e intensa, lo cual se traduce más fuerte y velozmente en un estado emocional congruente. Opuesta y comparativamente, las verbalizaciones del material redundan en una respuesta de activación fisiológica menos intensa, más lenta y, por ende, también emocional. Así las cosas, vamos con un ejemplo simple para entenderlo: si yo tengo miedo a quedarme atrapado en un ascensor, hablar y pensar sobre esto (con frases como “si me quedo adentro de un ascensor me muero”) producirá un estado de tensión emocional menor que si me imagino visualmente a mí mismo ahí dentro atrapado, experimentando las sensaciones que temo. Mi corazón va a latir más rápido o mis músculos se van tensar más si lo visualizo que si lo verbalizo.
Al reflexionar un poco sobre este diseño humano (obviamente, sólo es humano pues somos los únicos capaces de representarnos las cosas con un lenguaje articulado) nuevamente la evolución nos otorga un marco de referencia. En otras especies, la información sensorial gatilla de modo directo las respuestas específicas de las que se trate. Asimismo, se encuentra ampliamente documentado que los animales no humanos forman representaciones, algunas incluso complejas, de eventos motivacionalmente relevantes del ambiente. Si bien no sabemos, y tal vez nunca sepamos con exactitud, cómo vivencian esas representaciones, todo apunta a que habrán de tener algún soporte en la sensorialidad. No cabe duda de que no son verbales, de hecho, no hablan. Y hasta este punto es donde podemos trazar un paralelo con nosotros.
“El lenguaje permite el pensamiento y este último constituye una sala de ensayo de prueba y error de las acciones antes de ser efectuadas”
En efecto, los humanos poseemos gruesamente las mismas estructuras nerviosas con las cuales otras especies han sobrevivido y se han representado rudimentaria pero eficazmente el entorno. Pero, en nuestro caso, sobre esas estructuras se han sobreimpuesto nuevas redes neurales que permitieron la evolución de un lenguaje articulado y, así, una nueva clase de representaciones. Por tanto, la sensorialidad (ya sea real o figurada en imágenes) evolutivamente se ha vinculado más fácilmente con reacciones fisiológicas y motoras adaptativas específicas. La aparición del lenguaje verbal introdujo un nuevo conjunto de posibilidades; entre ellas, demorar la latencia entre la sensorialidad real o representada y la respuesta. Es decir, a la conexión directa entre eventos sensoriales y motrices se le interpuso un nuevo adminículo, el cual no sólo permite una comunicación más detallada y precisa, sino un análisis lógico-racional capaz de ralentizar o incluso detener por completo el circuito sensorial-motor, abortando totalmente la respuesta. En efecto, el lenguaje es un medio de comunicación, pero es mucho más que eso. Claro que se trata de un tema demasiado alejado y extenso como para este artículo, pero la idea que queremos transmitir puede resumirse en “el lenguaje permite el pensamiento y este último constituye una sala de ensayo de prueba y error de las acciones antes de ser efectuadas”. Volvamos ahora a nuestro tema principal.
Diferentes procesos, diferentes mecanismos, diferentes procedimientos terapéuticos
Retomando: las representaciones mentales de los sucesos (reales o inventados) se construyen de manera verbal o imaginaria; lo que impacta diferencialmente en el plano fisiológico – emocional. Ahora bien, esta distinción verbal vs. imaginario, abre nuevos interrogantes y trae múltiples consecuencias más allá de las señaladas. Particularmente, para el trabajo en la clínica psicológica de la Terapia Cognitivo Conductual, ¿implica esto una diferencia en la intervención?
El material articulado de modo verbal ocupa áreas del cerebro más evolucionadas, las cuales permiten formulaciones de significado más precisas. Damos por sentado que las palabras construyen un significado, lo cual seguramente es correcto pero, a su vez, muy difícil de explicar. Obviamente, no vamos a entrar nosotros en este campo tan complejo que compete a la psicolingüística, aunque sí mencionaremos que una de las ideas que tácitamente a veces se deriva puede no ser siempre correcta, a saber: suele asumirse que si un pensamiento se formula con verbalizaciones, puede entonces ser modificado también con verbalizaciones.
Suele asumirse que si un pensamiento se formula con verbalizaciones, puede entonces ser modificado también con verbalizaciones
Esta premisa atraviesa no sólo a las terapias racionales que efectúan discusión cognitiva como técnica, sino también a los debates filosóficos, políticos o ideológicos. En efecto, suena lógico, y también muy ideal, que una argumentación sólida pueda modificar las ideas erradas de otra persona; sin embargo, observamos que a veces esto sencillamente no sucede. Pero en otras ocasiones, sí. En efecto, las técnicas verbales que se aplican en el entorno de la Terapia Cognitivo Conductual nos muestran a diario que las personas cambian total o parcialmente sus cogniciones disfuncionales a partir del debate racional verbal.
De hecho, ya sabemos que “el uso de palabras para modificar palabras” constituye la base de un conjunto de procedimientos terapéuticos, como la discusión cognitiva, el entrenamiento en autoinstrucciones o la psicoeducación. Por consiguiente, cuando una persona que padece ansiedad ante la salud piensa “y si tengo un cáncer…”, el terapeuta cuestiona la evidencia y utilidad de esta idea, enseñando también una reinterpretación no catastrófica de las molestias físicas. En todo momento el psicólogo interviene de modo verbal, y hay pruebas sobradas de que este modus operandi es eficaz. Pero no infalible. ¿Por qué?
Pues bien, por todas las razones que venimos esgrimiendo desde el inicio del artículo. No todo lo que pasa en nuestra mente son palabras, ni tampoco las mismas operan siempre de modo semántico coherente y ordenado. Las técnicas verbales son muy apropiadas para combatir problemas basados verbalmente, pero incluso ahí tienen un límite. En la presente revista ya hemos abordado este tema con un artículo llamado Los límites de la terapia hablada.
Las imágenes basadas sensorialmente activan de modo más directo la fisiología del cuerpo, como ya hemos estado afirmando. En la jerga más psicológica de la Terapia Cognitivo Conductual, estas imágenes sensoriales se entienden como Estímulos Condicionados encubiertos, en tanto y en cuanto han adquirido su poder de evocar una respuesta por aprendizaje asociativo directo o vicario. En este punto vale la pena efectuar algunas aclaraciones. Primero, que haya un aprendizaje asociativo no significa que haya habido una experiencia de condicionamiento real y traumático, sino que, por el contrario, como ya ha descripto hace varios años Hans Eysenck, los estímulos condicionados perpetúan e incrementan incluso su valencia afectiva mediante un proceso denominado “incubación”.
- Así, Marta, quien presenta el miedo a que su hijo tenga un accidente, jamás ha vivido una experiencia ni lejanamente parecida. Lo que sí vivencia diariamente es un estado de angustia elevado mientras piensa que su hijo tuvo un accidente, imagen que entra y sale de su consciencia varias veces. Con cada “contacto” con la imagen catastrófica, Marta sufre un estado subjetivo de malestar tan intenso que perpetúa el condicionamiento y le impide reorientar el foco atencional. Esto es, no hace falta que reciba ningún evento punitivo ambiental real, ni golpes ni choques eléctricos, pues la emoción naturalmente derivada de la imagen resulta suficientemente potente y sobra para perpetuar el aprendizaje del miedo.
En segundo lugar, no menos importante, la activación emocional derivada de la percepción amenazante genera un círculo vicioso con los procesos atencionales. En esto radica una de las grandes diferencias entre las amenazas reales e imaginarias, a saber: si encontrándome en casa observo por la ventana que hay una persona desconocida parada en la terraza de un vecino, probablemente se dispare mi sistema de alarma (ansiedad y miedo) ante la posible intrusión de un ladrón. Por ende, voy a mantenerme con la vista fija en ese desconocido en la azotea de mi vecino, todo el lapso que esté ahí pues constituye una amenaza inminente. Afortunadamente, al cabo de unos minutos, el desconocido resulta ser un trabajador de la empresa de Internet quien con un conjunto de herramientas se pone a solucionar un problema de conectividad en la casa; la amenaza se terminó, yo dejo de prestar atención. Nuestros antepasados primitivos habrán experimentado infinidad de situaciones similares; quietos y atentos a una manada de leones u otro grupo humano enemigo, concentrados, focalizando sus recursos atencionales hacia la amenaza potencial pues ello representaba la diferencia entre vivir y morir. Pero tanto en el caso del trabajador de Internet en la azotea del vecino como en el grupo de humanos primitivos, el peligro dura lo que dura la presencia del estímulo, independientemente de que yo preste atención o no. En otras palabras: cuando el hombre de la terraza de enfrente se devela como un trabajador o los leones se van caminando en otra dirección, se pone fin a la situación de riesgo, yo dejo de prestar atención a estos estímulos y punto. Mi atención no provoca ni atrae ningún fenómeno riesgoso, ni acarrea de suyo un estado emocional.
Justamente, esto lo remarcamos pues difiere respecto de lo que acontece cuando la atención se orienta hacia estímulos amenazantes internos. Como Marta, quien tiene la imagen de su hijo estrellándose en la autopista, una representación que le provoca una angustia enorme y que es el motivo por el cual ella sigue atendiendo firmemente a la fuente de amenaza, es decir, su imagen catastrófica. Así, esta última sigue generando angustia y renovando el flujo atencional en un ciclo sin fin o, al menos, hasta que se recibe una señal del exterior capaz de cortarlo; en este caso, el mensaje de su hijo “mamá, ya llegué”.
En otra palabras, a diferencia de la respuesta de ansiedad disparada por un evento externo, la ansiedad gatillada por eventos internos dirige los recursos atencionales hacia los mismos estímulos disparadores, creando un círculo vicioso capaz de perpetuarse pues, cuanto más atención, más saliente la imagen y mayor su poder de evocar emociones negativas. Este circuito que acá sólo mencionamos gruesamente es uno de los mecanismos causales de muchos desórdenes emocionales, sus bases cerebrales se encuentran hoy claramente documentadas.
Así las cosas, las imágenes catastróficas constituyen Estímulos Condicionados que gatillan emociones negativas y atraen los recursos atencionales, generando un circuito que se autoperpetúa. Finalmente, el panorama se completa con las conductas de evitación y escape, vale decir, con los intentos que efectúan las personas de aliviar o neutralizar las emociones negativas que se derivan de los Estímulos Condicionados – imágenes catastróficas. Ahora bien, dado que no se trata de eventos externos de los que se pueda físicamente huir, como de un león o un ladrón, las conductas de evitación y escape adquieren otras formas, lo cual a veces las hace difíciles de reconocer.
Por ejemplo, Marta se preocupa verbalmente y, entre las frases que aparecen en su diálogo interno, se dice “va a llegar bien, no te preocupes; si choca no va a ser grave”. Esto es, Marta disminuye su malestar emocional con palabras, estas últimas generan un malestar menor que las figuras sensoriales, un mecanismo muy propio, pero no exclusivo, del TAG.
El Trastorno de Ansiedad Generalizada tal vez sea el máximo ejemplo de los desórdenes en los cuales las personas sufren por lo que no sucede, pero sí recurrentemente imaginan. Justamente, se trata de un cuadro en cuya etiología se halla un mecanismo relacionado con la diferencia antes explicada acerca de la activación distinta que acarrean imágenes sensoriales por oposición a las verbalizaciones. De este modo, en el TAG, las preocupaciones conforman un medio para aliviar la ansiedad intensa derivada de imágenes catastróficas. Por supuesto, las preocupaciones acarrean a su vez una cuota importante de malestar y sobre todo se tornan excesivas e incontrolables; no obstante ello, nuestro cerebro computa más el alivio a corto plazo que generan en la activación fisiológica, y esto perpetúa el proceso.
Las conductas de evitación y escape pueden adquirir miles de variantes, y eso no importa mucho pues, al fin y al cabo, lo que las define es su función: disminuir o evitar un estado de malestar emocional patológico disparado por un evento interno que no es objetivamente peligroso. Siguiendo la línea de los ejemplos presentados al principio de este artículo:
- Diego, quien padece crisis de pánico, efectúa excesivos chequeos médicos, no hace actividad física intensa y procura no alejarse solo de su zona de seguridad, especialmente en un día caluroso. Esto evita que se dispare la ansiedad y eventualmente una crisis, así como también la imagen de sí mismo tirado en la calle o en el quirófano.
- Daniela evita la imagen catastrófica del zombi al taparse con la sábana y dejar la luz prendida. La Fobia Específica es uno de los cuadros donde más fácilmente se observan las conductas de evitación y escape así como su irracionalidad.
- Gabriel, quien padece Fobia Social, finge tener una tos severa durante las pocas veces en que tiene que interactuar con otros, así no se ve obligado a hablar. En cualquier situación social finge enviar mensajes por celular a fin de evitar la mirada de los otros y, así, una posible interacción.
En cualquiera de los casos, observaremos un mismo patrón. Las conductas de evitación y escape habrán de coartar el proceso natural de extinción de la ansiedad, el cual tendría lugar si la persona tomara contacto con los estímulos que la disparan. Pero un momento, ¿cómo es tomar contacto con una imagen que mi propio cerebro genera? De hecho, “está adentro mío”, en mi cerebro, ¿qué más contacto se requiere? Al mismo tiempo, la he tenido tantas veces, infinidad de ocasiones ha cruzado mi consciencia, ¿no es eso acaso tomar contacto?
La terapia de exposición para las imágenes catastróficas
Si bien alguien que padece TAG ha tenido infinidad de veces las imágenes catastróficas en su mente, ello ha sido por breves segundos pues las mismas se han visto interferidas por frases, algunas tranquilizadoras, o distracciones; todo en pos de obtener un alivio momentáneo. Vale decir, Marta, la paciente de nuestro ejemplo, nunca se ha dispuesto expresamente y durante un periodo largo a pensar en la figura terrible de su hijo estrellado en la autopista sin buscar alivio de la angustia sino que, por el contrario, la imagen catastrófica aparece sólo por unos segundos, interrumpida por distracciones y verbalizaciones como “y si se mata…” o “ya va a llegar y me avisa, tranquila”. En otras palabras, Marta intenta “escapar” de las imágenes, persigue un alivio del malestar emocional con lo que tiene a mano. En verdad, este hábito suena muy razonable, vale decir, resulta muy lógico procurar rehuir de lo que nos causa sufrimiento.
Si creo que mi molestia en la garganta proviene de un cáncer de pulmón, me desespero y corro a ver un profesional que indique los estudios médicos para descartar algo tan aterrador. Si tengo la impresión de que en las reuniones la gente se burla de cómo hablo, seguramente tenderé a ausentarme con una excusa o fingir una afonía si no me queda otra opción más que ir. Pero justamente esta clase de actitudes mantienen el miedo a las imágenes así como su componente atencional asociado, dado que impiden un proceso natural de extinción del miedo, el cual ocurriría si los individuos afrontaran sus miedos en lugar de rehuir de ellos. Aunque, en realidad, esto difícilmente ocurre motu proprio de quien padece pues, contrariamente y como se ha señalado ya, casi todos tendemos a alejarnos de lo que nos provoca alguna forma de malestar emocional, más aún si se trata de miedo o ansiedad. Precisamente este es el lugar en donde interviene la Terapia Cognitivo Conductual, con técnicas que ayudan a adoptar una actitud algo contraintuitiva. De modo general, el procedimiento aplicado se conoce como Terapia de Exposición.
La terapia de exposición ha sido validada para el uso de cualquier forma de ansiedad patológica. Tiene muchas variantes, a una de las cuales nos referimos ahora: la exposición a las imágenes catastróficas.
- Pedro tiene un TOC de verificación. Invierte unas dos horas revisando la casa cada vez que tiene que salir. Entre todas las conductas de verificación que realiza, sobresalen particularmente las llaves del gas, a las cuales tiene que aplicar un estricto hábito de supervisión, que le genera dudas y reinicios interminables. Indagado sobre ello, Pedro dice que una falla le acarrea la idea de una explosión en cadena, que haga volar por los aires varias manzanas de su barrio. Sabe que su temor es irracional, pero no puede evitarlo. Si él se va de su departamento sin las habituales verificaciones, las imágenes de la explosión continúan en su cabeza por horas, con los obvios intervalos de distracción e intentos cognitivos de neutralización.
¿Cuál será el estímulo crítico al cual hay que exponer a Pedro? A esta imagen, la que él tanto teme, “una llave de gas mal cerrada en tu casa da una pérdida, la cual inicia una reacción en cadena hacia el edificio, luego hacia la manzana y el barrio entero; todo va explotando y se va quemando”. Como ya conocemos la diferencia que ocasiona en la fisiología la articulación verbal o imaginal del material, sabemos que el formato que requerimos es el segundo, pues de este modo logramos la máxima activación. Asimismo, vamos a procurar prevenir cualquier conducta de reaseguro, como distracciones o que él se diga a sí mismo que “esto no es verdad”.
La lógica planteada anteriormente vale para casi cualquier ejemplo de trastorno de ansiedad que contenga el elemento que venimos acá discutiendo: “imágenes de sucesos catastróficos que no suceden por imposibles o por bajísima probabilidad”. El cuadro en el que más se utiliza este procedimiento es el TAG, pero no exclusivamente. Constituye un recurso muy valioso en la Ansiedad por la Salud, en el TOC, en la Fobia Social cuando se temen hechos sociales altamente improbables o, incluso, en las Fobias Específicas, cuando lo que se teme son eventos que no existen en el mundo real, como muertos, fantasmas y aparecidos.
- Veamos otro ejemplo. Ricardo padece un cuadro de Ansiedad por la Salud. Entre sus temores, se destaca el de sufrir una insuficiencia renal que lo lleve a dializarse. Si bien él no tiene ningún signo de esta enfermedad, sí la ha padecido su padre, hecho que seguramente sirvió como modelo de sus miedos actuales. Ricardo tiene miedo de hacerse estudios que puedan develar la condición médica temida, como análisis de orina o ecografías de riñón. A pesar de ello, sí se ha efectuado los estudios médicos mencionados varias veces en su vida, pero con gran sufrimiento, especialmente a la hora de recibir los resultados.
Mediante la Terapia de Exposición el paciente puede lograr disminuir (o incluso eliminar) episodios de malestar emocional crónicos que duran, a veces, toda una vida.
¿Cuál es un objetivo terapéutico razonable para plantearse en el caso de Ricardo? Un error común consiste en centrar el objetivo en términos de conducta lograda, vale decir, que la meta sea que el paciente se someta a los estudios médicos y punto. De hecho, él lo ha efectuado varias veces en el pasado y a pesar de comprobar una y otra vez que los resultados no arrojan ningún signo de enfermedad, Ricardo vuelve a ponerse ansioso cuando se aproxima la fecha de repetirlos. En la línea de lo que venimos discutiendo, queda claro que Ricardo teme a una idea y no a un suceso real. Él reacciona con ansiedad ante la representación de un médico urólogo dando el diagnóstico de problemas renales o ante la representación de sí mismo conectado a una máquina de diálisis. Eventualmente, la proximidad de estudios médicos gatilla la aparición de estas imágenes, pero no son los primeros sino estas últimas, las imágenes mentales, las que operan como estímulos condicionados de ansiedad. Así las cosas, la terapia habrá de dirigirse a ellas, como eventos mediatizadores, y no tanto al logro de la conducta per se. Aquí, nuevamente, deberemos aplicar terapia de exposición a las imágenes catastróficas.
Ahora bien, ¿cómo se lleva a cabo este procedimiento de exposición a las imágenes catastróficas? ¿No seremos tan brutos de pedirle al paciente que se ponga a pensar ininterrumpidamente en algo muy doloroso, que le resulta grave y terrible? Pues bien, la Terapia de Exposición es un procedimiento técnico con varios pasos, entre ellos, la Psicoeducación y la Construcción de Jerarquía de Estímulos. Al aplicar Terapia de Exposición seguiremos un conjunto de pautas de modo tal que sea asequible al paciente y no una intervención salvaje. Pero, a decir verdad, la Terapia de Exposición nunca es agradable, algo que también le explicaremos al paciente. Si nos exponemos a estímulos internos o externos que no generan nada de malestar, como una playa caribeña o una obra de arte, no hay activación emocional negativa, pues no hay nada que curar. Si, opuestamente, lo llevamos a que imagine sus ideas más temidas, de menor a mayor nivel de intensidad, experimentará algunos momentos puntuales de malestar emocional, controlados y delimitados al ejercicio. Con ello, logrará disminuir o incluso eliminar episodios de malestar emocional crónicos que duran, a veces, toda una vida. Parece un trueque saludable.
En síntesis, la intervención en las patologías de la ansiedad nos conducirá casi invariablemente a imágenes catastróficas no realistas, que el paciente teme y evita. Ellas funcionan como mediatizadores, variables cognitivas intervinientes entre los eventos ambientales y las respuestas emocionales y conductuales del sujeto. En virtud de ello, no basta con plantearse los objetivos únicamente en términos de conductas efectuadas, sino que habremos de dirigir también la intervención hacia estos eventos mediatizadores. La Terapia de Exposición vuelve a mostrar su efectividad terapéutica, en este caso, como “exposición a las imágenes catastróficas”.
Artículo publicado en la revista de CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.