¡Sonrían, digan whisky..!
A lo largo del día experimentamos diferentes emociones que muchas veces son gatilladas por una situación específica que nos toca vivir. Si debemos visitar a un familiar enfermo y muy querido que está internado en un hospital, nos sentiremos tristes y apesadumbrados. Por el contrario, si vamos a una divertida fiesta, experimentaremos alegría y hasta posiblemente euforia. Si vamos a una feria de ciencia, es probable que nos embargue el asombro.
En algunas ocasiones, las emociones que espontáneamente aparecen, facilitadas por las circunstancias que nos tocan vivir, trascienden el presente inmediato y se generalizan a otras áreas o aspectos de nuestra vida.
Por ejemplo, es más probable que estemos dispuestos a dar limosna a un indigente que mendiga en la calle si acabamos de escuchar un sermón en la iglesia sobre la compasión y el altruismo, que si acabamos de salir de la casa de nuestra suegra.
Por otra parte, existen situaciones que exigen que nos sintamos de determinada manera y que responden a convencionalismos sociales. En estos casos, podemos llegar a percibir la emoción como poco espontánea, como algo artificial que se nos impone desde afuera.
Por ejemplo, si debemos visitar en el hospital al familiar antes mencionado, pero por quien no sentimos precisamente un gran aprecio; o cuando debemos fingir complacencia en una fiesta que nos resulta insoportablemente aburrida.
En algunos casos, éste imperativo cultural cobra dimensiones desproporcionadas e inapelables, como sucede en determinados cargos laborales que implican un intercambio social permanente con el cliente, tal el caso de quienes se dedican a la venta u ocupan puestos de atención al público.
Al gerente de una empresa como de comida rápida no le importará demasiado si una empleada tiene ganas o no de atender al cliente esbozando una amplia sonrisa en su rostro, se le exigirá que lo haga de todas maneras. Una emoción positiva estampada en su cara, más allá de su real estado anímico interno, forma parte de su trabajo, y así se lo hacen saber en los fuertes procesos de inducción o entrenamiento que las grandes organizaciones imparten a su fuerza de trabajo.
La premisa que subyace a esta dinámica es que un rostro feliz contribuye a la satisfacción del cliente, la cual a su vez propiciará sucesivas compras del producto o servicio en cuestión, que elevarán los réditos de la empresa.
Veamos otro ejemplo que apunta en la misma dirección: una madre estará encantada si la maestra de su hijo habla en la reunión anual utilizando un lenguaje corporal positivo, aunque lo que tenga para decir sobre la socialización del niño no sea precisamente muy alentador.
De la misma manera, un mesero deberá mostrarse solícito y condescendiente con los desplantes del cliente más caprichoso y reprimir sus instintos asesinos que de manera natural luchan por emerger una y otra vez.
Y hay más. Un vendedor de seguros deberá exhibir su sonrisa más persuasiva frente a un cliente renuente, y barrer debajo de una alfombra psíquica esa tristeza que quiere surgir como consecuencia de una ruptura amorosa aún muy reciente como para ser olvidada.
Los ejemplos pueden multiplicarse de manera exponencial, y lo cierto es que en todos los casos la obligación de sonreír permanentemente y dar un trato amable al cliente, bloqueando el verdadero estado anímico interno puede tener efectos nocivos no solo sobre la salud psicológica de la persona, sino también sobre su salud física y en consecuencia sobre su estado global.
Sonrisas rígidas, ventas que se esfuman
En recientes investigaciones, se ha comprobado que aquellas personas que ocupan puestos de trabajo que se caracterizan por una interacción permanente con el cliente, muestran en general una mayor predisposición al abuso de alcohol y drogas ilegales, y presentan un mayor consumo de psicofármacos como ansiolíticos y antidepresivos.
El problema no son las emociones que genuinamente puede mostrar un empleado cuando ingresa en la tienda que tiene a su cargo un viejo cliente de años con quien a esa altura ya ha establecido una relación firme y de mutua confianza, que no requiere mayor esfuerzo mental.
Las dificultades, por el contrario, aparecen cuando tanto el humor como la fisiología no coinciden o se encuentran llanamente en las antípodas de la emoción que un jefe o un supervisor inmediato le obliga a fingir, generándose un desgaste físico e intelectual extra que se suma al malestar psicológico y la sensación de desasosiego producto de la contradicción, el choque de intereses, y la disonancia cognitiva.
Por otra parte, cuando una persona muestra una emoción que no se corresponde con lo que verdaderamente siente en su interior, aumenta notablemente la probabilidad de que su interlocutor perciba inconscientemente que “algo no está bien”, lo cual abonará el terreno para la suspicacia, llevándolo a adoptar instantáneamente una postura defensiva, cerrándose a cualquier ofrecimiento (si se trata de un producto) o ayuda (si se trata de un servicio) que se le pueda hacer, aunque sea con la más sincera de las intenciones.
La amabilidad fingida y la sonrisa impostada pueden, como corolario, ser detectadas como falsas por el cliente, lo cual lo llevará a deducir que probablemente “haya gato encerrado” o que se le está tratando de vender algo contrario a sus intereses.
Por supuesto, nada de esto ocurriría si la persona pudiera expresar en forma genuina sus emociones, sin tener que recurrir a estrategias o maniobras represoras. En este sentido, la sonrisa auténtica de una empleada feliz que atiende un puesto de informes en un centro comercial, tampoco representa ningún problema.
Rumbo a la enfermedad
Lo que estoy sugiriendo es la conveniencia, para aquellas personas que trabajan en contacto permanente con el público, de un estado de ánimo positivo que se vehiculice de manera natural y espontánea en una genuina sonrisa hacia los demás.
Claro que esto no siempre es sencillo de conseguir.
Pero lo contrario, la sonrisa impostada y la simulación permanente de una emoción positiva suelen derivar en cuadros de fatiga física y mental, que si se prologan en el tiempo pueden hundir al infortunado actor en una depresión profunda o dispararle alguna enfermedad psicosomática.
Esto es especialmente válido para quienes trabajan en puestos de atención al cliente, donde la amabilidad constante y el interés por la otra persona son un requerimiento esencial.
Algunos consejos útiles
A continuación enumero algunos consejos que pueden ayudar a propiciar un estado de ánimo positivo en el lugar de trabajo, y a mantener la cabeza fría en situaciones difíciles o de fuerte estrés.
- Si usted es gerente de recursos humanos, o el jefe de un equipo de trabajo, la premisa general a tener en cuenta es que la represión de la emociones de los empleados no es una buena idea a mediano y largo plazo. Trate de crear las condiciones necesarias para que se genere en su equipo un sentimiento positivo real y duradero. Solo las emociones reales son contagiosas.
- Siempre que pueda, apele a un toque de humor para descomprimir situaciones tensas. Minimice los conflictos, no los dramatice más allá de lo estrictamente necesario.
- Si el punto anterior no fuera posible, trate de reestructurar mentalmente la situación difícil tomando cierta distancia interna que le permita conservar la operatividad y el profesionalismo.
- Premie periódicamente a su gente con pequeñas recompensas emocionales que revitalicen su autoestima.
- Explique claramente las normas de comportamiento ante las diferentes situaciones problemáticas posibles que pudieran presentarse. Establezca un manual de procedimiento. Esto reducirá la ansiedad del empleado ante la incertidumbre por no saber que hacer cuando perciba que un conflicto se le escapa de las manos.Asimismo, de cierto margen de libertad de acción o garantice cierta flexibilidad para hacer cambios.
- Convierta su lugar de trabajo en un ambiente cálido y acogedor. Dótelo de un confort y estética que favorezcan la agradabilidad tanto para quienes trabajan allí como para los potenciales clientes. Este es el punto de partida físico contextual para el buen humor.
- Propicie en sus colaboradores el desarrollo de la empatía. Este punto implica no solo aprender a colocarse en el lugar del otro, sino además experimentar en carne propia, al menos en parte, la misma emoción que nuestro interlocutor está sintiendo. La falta de ajuste o adecuación en este sentido, puede acarrear serios problemas a la persona poco empática. Para ilustrar este punto, basta con imaginar a un médico que comunica indiferente, o lo que es peor, sonriente, una mala noticia a los familiares de una persona enferma.
- Propicie recreos mentales entre sus empleados, para que puedan hablar entre ellos e intercambiar anécdotas sobre sus clientes.
Una red social de apoyo mutuo contribuye a descomprimir emociones bloqueadas.