Una de nuestras hormonas más famosas es la Sra. Dopamina: la “mina” (mujer, en lunfardo) que te “dopa” (te droga). Aunque también el término podría aludir a minas de oro, o de guerra, cosa que también tendría su lógica. Lejos estamos de que éstas sean sus raíces etimológicas, pero es muy real que particularmente los hombres (aunque no en forma exclusiva) somos altamente vulnerables a quedar dopados por… minas.
Cuando los niveles de dopamina son óptimos somos la mejor versión de nosotros mismos: estamos motivados, alegres, satisfechos, nos relacionamos bien con los demás, nuestra libido es buena, sentimos amor, tomamos riesgos a conciencia y estamos entusiastas, pero no febriles.
Asimismo, si nuestra dopamina está muy alta nos sentimos obligados a conseguir lo que sea sin que nos importen las consecuencias; nos ponemos exigentes y de mentalidad fija. Esto era muy bueno hace 150.000 años cuando lo que teníamos que obtener era comida, abrigo o pareja, comandados por nuestra genética.
Sin embargo, si los niveles están muy bajos puede venir el desgano, la depresión, libido baja, disfunción sexual y la búsqueda de adicciones para restablecer lo perdido.
Cuando los niveles de dopamina son óptimos somos la mejor versión de nosotros mismos
No malinterpretemos: no es solamente la dopamina la responsable de estos cambios, pero sí influye enormemente. Es que a la hora de entendernos, si fuéramos un guiso, las hormonas serían algo así como los condimentos. Así como hay mil formas de condimentar un guiso, variando las cantidades y proporciones de las distintas especias, hay también innumerables posibilidades de combinar cantidades y tipos de hormonas dentro de nosotros.
A los guisos que comemos los sazonamos a voluntad, en cambio nuestro “guiso” emocional se adereza casi siempre sólo, guiado por funciones inconscientes. De hecho, algunos huelen exquisito y otros, horrible; los hay incomibles, picantes, salados, desabridos, etc. Asimismo, están los que tienen mal aspecto pero saben bien, o los que por más ricos que parezcan son intragables. En fin, las combinaciones son incalculables y las sorpresas están siempre a la vuelta de la esquina.
Lo que no deja de sorprender es el hecho de que por más que sepamos que somos nosotros los que fabricamos nuestros cócteles hormonales, solemos responsabilizar a otros por el estado de nuestro ánimo, asumiéndonos como máquinas reactivas, únicamente manejados por el entorno.
Pero volvamos a la dopamina y las minas (no me refiero a las que explotan, ni a las de oro.) Venimos con una orden genéticamente programada que puede resultarnos súper estresante: reproducirnos. Como sabrán, nacemos con todo un paquete de órdenes ancestrales como, por ejemplo, conseguir territorio, establecer jerarquías, alimentarnos, ahorrar energía y perpetuar la especie, entre muchas otras. Pero ya que pasamos tantas horas con el sexo dándonos vuelta por la cabeza, sea consciente o inconscientemente, veremos cómo la Sra. (o Srta.) Dopamina puede intervenir para arraigar ciertos patrones de comportamiento.
Nuestras primitivas redes emocionales del cerebro activarán fuertemente el circuito dopaminérgico de recompensa, premiándonos con placenteras descargas cuando nos movemos en dirección a su pedido de encuentro sexual. Nos premia cuando se nos pasa por la cabeza, e incluso más si hacemos algo para conseguirlo, y nos recontra gratifica cuando lo logramos. Y después: ¡Hasta la vista, baby! Chau premios por un buen rato. A no ser que…
Las hormonas serían algo así como los condimentos
Pasemos primero a los ratones. Los científicos ponen un ratón macho con una hembra receptiva y al cabo de un tiempo (y antes de que “concrete”) le miden sus niveles de dopamina y ven ―como es de esperarse dentro del paquete de cambios hormonales que inducen a un macho a procrear― que los valores de dopamina suben hasta que logra copular con ella (hay que estar muy atentos, porque es uno de los actos más veloces y cortos que conozco ―admiro profundamente la paciencia científica―). Acto seguido le vuelven a medir su dopamina y se observa que el número cayó por debajo de lo normal y puede mantenerse así por varios días. No obstante, si lo colocan junto a una nueva hembra receptiva, la cifra inmediatamente vuelve a subir como parte del paquete hormonal de conducta procreativa, para luego volver a hundirse una vez alcanzado el objetivo de copular. ¡Pobre ratón! Uno imagina que ya no da más… Sin embargo, cuando aparece a su lado otra nueva hembra receptiva… ¡Dale que va! Lo mismo. Y si le siguen presentando ratonas, el final del cuento puede llegar a ser muy triste. Quizás en el cielo de los ratones lo reciban como a un héroe, pero en la tierra su misión habrá terminado.
Como se puede ver con los ratones, intercambiar genes es absolutamente prioritario para la naturaleza. Cada vez que los hacemos, los nuevos individuos recombinan caracteres, se reparan cadenas de ADN averiadas y se da también la posibilidad de que ocurran mutaciones que pueden mejorar la especie.
El placer recibido por una “auto dosis” de dopamina es sumamente adictivo
Los humanos no estamos exentos de este tipo de comandos genéticos, pero nuestros comportamientos sexuales, alterados por el aprendizaje social, son mucho más complejos y variables. Sin embargo, no es poco común quedar atrapado en el primitivo patrón de comportamiento del tercero en discordia, y la dopamina tiene mucho que ver en este escenario. Tendemos a repetir patrones de conducta que nos producen placer y al hacer esto los reforzamos y solidificamos hasta creernos que son nuestra única posibilidad.
El placer recibido por una “auto dosis” de dopamina es sumamente adictivo y, a veces, simplemente quedamos pegados a los comportamientos que nos hicieron conseguirla.
Al igual que con cualquier adicción, hay un período de “subidón” y otro de “resaca” que nos hace anhelar restablecer los niveles dopamínicos anteriores, cosa que generalmente buscamos a través de los patrones de comportamientos que ya conocemos. La dopamina sube durante los coqueteos para luego caer después del orgasmo. Claro que algunos sienten esta resaca como desesperante y hacen lo que sea por recuperarlos. De hecho, si buscar un tercero es la única opción que conocemos para lograrlo, no es de sorprenderse que quedemos atrapados en una adicción sexual. Somos adictos a lo que no podemos dejar de hacer. Si nuestro cerebro no conoce otra opción, no puede elegirla.
Hay distintas formas de abordar el sexo. Si polarizamos la manera en la que encaramos nuestra vida sexual podemos encontrar dos extremos: por un lado, la lujuria, por el otro, el amor. En la lujuria total el otro es un objeto usado para obtener el placer de un orgasmo, mientras que en el amor total la ecuación se invierte y lo importante es lo que damos y el orgasmo deja de ser el fin primordial. Oscilamos combinando ambas variables.
En el extremo del amor, el nivel de dopamina se mantiene más estable al no caer abruptamente después del orgasmo.
No estamos diciendo que la única forma de ser felices es evitando el orgasmo .Pero, ¿por qué no expandir nuestras posibilidades? Usar nuestra sexualidad como forma de comunicación íntima y de expresión de afecto profundo ―y no sólo con un fin de descarga― amplía las opciones de nuestro cerebro. Instalar nuevos patrones de comportamiento nos ayudará a independizarnos de nuestros comandos biológicos ancestrales, y nos dará la posibilidad de elegir cómo sentirnos bien.
Ésta no es una cuestión menor: reentrenar nuestro sistema de recompensa, ayudarlo a aprender a esperar y postergar la gratificación (o encontrarla circulando caminos nuevos) puede ser uno de los desafíos más liberadores de nuestra vida.
Instalar nuevos patrones de comportamiento nos ayudará a independizarnos de nuestros comandos biológicos
Aprender a independizarnos de nuestros comandos emocionales primitivos y reconocernos más que ellos nos proveerá de una enorme fortaleza. Dejar de ver los pedidos de nuestro cerebro emocional como órdenes y entender que son simplemente opciones que conscientemente podemos ignorar o tomar nos dará una gran entereza:
¿Por qué no usar al sexo como herramienta para enseñarle a nuestro sistema emocional a circular por otras opciones?
Cambiar hábitos no es algo que se aprenda en un abrir y cerrar de ojos. Esto no nos produce una satisfacción inmediata, y a nuestro sistema emocional no le gusta esperar: está en cada uno elegir. Las recompensas más grandes son las que más cuestan conseguir. Para obtener logros nuevos es necesario hacer las cosas de una forma distinta de la que venimos funcionando: paso a paso, pero con determinación y paciencia.
Como bien dijo Albert Einstein: “Locura es hacer una y otra vez lo mismo esperando un resultado diferente”. O como lo expresó una anciana sabia: “Es mejor aprender a remar que seguir cambiando de botes”. Si no sabes remar un bote, tampoco sabrás hacerlo en otro. Aprender es, a largo plazo, un mejor negocio para bajar nuestra cuota de estrés y crecer durante el proceso.
¡Qué tengan una hermosa semana, con niveles óptimos de dopamina, para mantener nuestra energía alta, nuestra mente calma y nuestro corazón contento!