Creo que esta es una de las frases que más les cuesta verbalizar a mis pacientes, no sé tanto si por el hecho de que otro las oiga y les juzgue (en este caso yo) o por si les da miedo oírselas decir en voz alta. Hay verdades duras, frías, contundentes y demoledoras como una viga de acero forjado. Pero como decía el gran Fritz Perls “lo que es, es” y es absurdo juzgarlo como correcto o incorrecto, cuando simplemente, es una jodida verdad. Un hecho. La descripción honesta y observadora de un fenómeno.
Nos cuesta entender los motivos para esa frase, que más bien es la verdad profunda que experimentan (yo también la experimenté) todas aquellas personas que tienen que acompañar durante un proceso doliente a un ser querido que está muy enfermo y supura dolor y sufrimiento por cada poro de la piel. Si te paras a pensarlo, lo jodidamente ilógico sería que uno no experimentase liberación cuando esa persona fallece. En primer lugar, por el difunto, que estaba pasando la mundial, sufriendo, viéndose impedido (y muchas veces vejado y humillado, que las enfermedades y cómo nos lastran y limitan tienen tela) y quizás con ganas, o no, de aferrarse a la vida, pero desde luego pasándolo mal e incluso sufriendo alteraciones de carácter o personalidad, que van asociadas a muchas enfermedades… Cuando se llega a las fases crónicas o finales de la enfermedad, donde enfrentar el dolor puede sí tener un sentido espiritual o personal (que eso cada uno decide si se lo da o no) pero no clínico, porque no hay mucho más que pueda hacerse para evitar lo irremediable, luchar contra el dolor y el sufrimiento puede parecer algo que no renta o no tiene un por qué claro, y ahí suele ser mejor acabar de una jodida vez.
Si lo miramos por parte de los seres queridos, o más bien si intentamos empatizar con ellos, pues es normal que una parte de ellos sienta liberación: porque no quieren ver sufrir al enfermo, pero también porque ellos sufren en esa situación. Poco más doloroso que ver como alguien se apaga entre retortijones de dolor, por experimentar esa impotencia frustrante de ver a un ser amado sufriendo y no poder hacer una puta mierda para aliviarle el dolor, por tener que aguantar el tipo y “ser fuerte” y negando su propio dolor para echarse a la espalda el problema, que alguien tiene que tirar del carro en estos momentos difíciles, reprimiendo emociones de tristeza, ansiedad o ira, teniendo el vértigo de tener que asumir responsabilidades, de tomar decisiones en las que no hay respuesta clara y sobre qué es lo adecuado. Es algo difuso. O cargar con el bienestar de otros que se apoyan en uno en un momento de extrema debilidad. Como decía John Stevens hay “(…)una debilidad que reside en el hecho de ser fuerte”.
Y luego está la autoexigencia y la culpa, claro que sí, no vaya a ser que en un momento de extrema dificultad aflojemos un poco con nosotros mismos, nos demos un puñetero respiro. Así que ahí estamos, reprochándonos que debiéramos hacerlo mejor, que no debería afectarnos o que se nos notase, torturándonos sobre si se pudiese haber evitado…
El caso es que aparece esa verdad interna: “uf, menos mal que se ha muerto, que me he liberado de esta carga, que ya no siento esta presión y frustración” y es difícil no sentirse terriblemente mal. Nos culpabilizamos por algo que es ajeno a nuestro control, por lo que sentimos. Y esto me parece importante recalcarlo: no tenemos absolutamente ningún control sobre nuestras emociones. Es imposible decidir sobre ellas, igual que sobre cualquier otra función fisiológica (hambre, sueño, fiebre, dolor…) simplemente, podemos reprimirlas e ignorarlas o decidir darle salida de una forma más o menos coherente, a veces ni eso. Pero parece que eres mala persona, parece que si sientes eso es que no le querías o que no te importaba realmente… Parece, en suma, que nos cuesta entender que las personas tenemos diferentes partes de nosotros, y una puede sentir pena y desgarro por lo perdido y otra liberación, hasta júbilo, no por la pérdida del ser querido, sino de la situación que en ese momento estaba ligada a su existencia. Entender que sobre las emociones, lo cortés no quita lo valiente y que debemos aprender a darle un espacio a cada una de nuestras partes y de sus necesidades, que podemos responsabilizarnos de las decisiones que tomamos, pero no de lo que sentimos.
Por desgracia, se sigue hablando mucho de permitir la tristeza en el duelo y la pérdida, de cuidar al cuidador, pero poco de no juzgarlo y de permitirle expresarse y sentir honestamente, puede que desde fuera nos choque, pero siempre hay un motivo para ello…
Artículo publicado en el blog de Buenaventura del Charco Olea y cedido para su republicación en Psyciencia.