Los trastornos de salud mental son más comunes entre los presos que en la población general (Eaton, Joseph Bienvenu, Nestadt, Volk, & Anthony, 2019) (Reingle Gonzalez & Connell, 2014). Y los presos con enfermedades mentales no tratadas tienen más probabilidades de ser arrestados nuevamente después de ser liberados (Feder, 1991).
Pero el acceso de los presos a la atención médica, incluida la atención de salud mental, varía de una prisión a otra. Esto se debe en parte a que la financiación varía anualmente debido a restricciones presupuestarias y políticas cambiantes que requieren el uso de fondos para otros fines. Y el apoyo público para la rehabilitación fluctúa constantemente. El acceso a la atención de la salud mental puede ayudar a los internos a recuperar el control sobre sus vidas y puede conducir a mejores resultados de seguridad individual y pública al salir de prisión.
Pero a pesar de que las enfermedades mentales se asocian constantemente con el comportamiento delictivo, estas condiciones no suelen ser abordadas por los sistema penitenciario. Las cárceles fueron diseñadas para incapacitar a los reclusos, no para rehabilitarlos. No cuentan con fondos suficientes y proporcionan condiciones de trabajo deficientes para los proveedores de atención médica y entornos que pueden exacerbar (o incluso provocar) enfermedades mentales.
“Las cárceles serán sanas y limpias…”
El artículo primero de la ley argentina de Ejecución de la Pena Privativa de la Libertad (No. 24660), establece que “la ejecución de la pena privativa de libertad, en todas sus modalidades, tiene por finalidad lograr que el condenado adquiera la capacidad de respetar y comprender la ley, así como también la gravedad de sus actos y de la sanción impuesta, procurando su adecuada reinserción social, promoviendo la comprensión y el apoyo de la sociedad, que será parte de la rehabilitación mediante el control directo e indirecto. El régimen penitenciario a través del sistema penitenciario, deberá utilizar, de acuerdo con las circunstancias de cada caso, todos los medios de tratamiento interdisciplinario que resulten apropiados para la finalidad enunciada” («Ley 24660», s. f.).
Y el derecho internacional cuenta con muchas normas con principios que guían aquél espíritu: “todo individuo que haya sido privado de su libertad tiene derecho (…) a un tratamiento humano durante la privación de su libertad,” establece la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre en su artículo XXV (OEA, 2009).
“Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano. (…) El régimen penitenciario consistirá en un tratamiento cuya finalidad esencial será la reforma y la readaptación social de los penados. Los menores delincuentes estarán separados de los adultos y serán sometidos a un tratamiento adecuado a su edad y condición jurídica,” indica el artículo 10 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos («ACNUDH | Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos», s. f.).
Por su parte, la Convención Americana sobre Derechos Humanos en su artículo 5 consagra el derecho de toda persona a que se respete su integridad física, psíquica y moral, y continúa: “nadie debe ser sometido a torturas ni a penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes. Toda persona privada de libertad será tratada con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano. (…) Las penas privativas de la libertad tendrán como finalidad esencial la reforma y la readaptación social de los condenados” (Montero, s. f.).
Más específicamente, las Reglas Mínimas para el tratamiento de reclusos, dictadas en el Primer Congreso de Naciones Unidas para la Prevención del delito y el tratamiento del delincuente, de Ginebra, en 1955, establecen una serie de principios y reglas de organización penitenciaria y de la práctica relativa al tratamiento de los reclusos.
La Corte Interamericana de Derechos Humanos ha establecido que “una de las obligaciones que ineludiblemente debe asumir el Estado en su posición de garante, con el objetivo de proteger y garantizar el derecho a la vida y a la integridad personal de las personas privadas de libertad, es la de procurar a éstas las condiciones mínimas compatibles con su dignidad mientras permanecen en los centros de detención” (cfr.: considerando 7 del caso “Penitenciarías de Mendoza”, del 30/3/06).
Y para culminar las referencias normativas de este artículo, cito la última parte del artículo 18 de la Constitución Nacional Argentina, que dice que “las cárceles de la Nación serán sanas y limpias, para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas, y toda medida que a pretexto de precaución conduzca a mortificarlos más allá de lo que aquélla exija, hará responsable al juez que la autorice” («Infoleg», s. f.).
Salud mental en la cárcel
Dado el entorno laboral, reclutar profesionales de la salud que estén dispuestos a brindar atención de calidad en las prisiones puede ser difícil. Están más expuestos a enfermedades infecciosas (como la tuberculosis o la gripe) que la población en general. Las amenazas o el miedo a la violencia física están siempre presentes en el entorno penitenciario. Y, por cuestiones presupuestarias, muchas cárceles cuentan con un solo médico de atención primaria que es responsable de tratar las condiciones de salud mental y física de todos los reclusos.
La ausencia de atención en salud mental contribuye a que los presos fracasen cuando vuelven a entrar en sus comunidades y círculos sociales. Puede que salgan de la prisión sin estar equipados para manejar su estado de salud mental lo que los lleva continuar a través de la “puerta giratoria” del encarcelamiento durante gran parte de su vida. Este ciclo costoso es difícil de detener, como se ha visto con décadas de investigación en justicia penal. Para que la atención de salud mental en las cárceles sea una prioridad, nacional e internacional, se necesita una transformación en la forma en que vemos el papel de las prisiones.
Debido a la inversión que hacen los contribuyentes en el sistema de justicia penal, es razonable concluir que el público espere un retorno de su inversión en forma de menor actividad delictiva reiterada. Un paso en esta dirección sería utilizar el tiempo que pasa en prisión para abordar la mayor cantidad posible de factores de riesgo de delincuencia, incluidas las condiciones de salud mental.
Referencias:
ACNUDH | Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos. (s. f.). Recuperado 1 de octubre de 2019, de https://www.ohchr.org/SP/ProfessionalInterest/Pages/CCPR.aspx
Eaton, W. W., Joseph Bienvenu, O., Nestadt, G., Volk, H. E., & Anthony, J. C. (2019). The Burden of Mental Disorders. Public Mental Health, pp. 3-32. https://doi.org/10.1093/oso/9780190916602.003.0002
Feder, L. (1991). A Profile of Mentally Ill Offenders and their Adjustment in the Community. The Journal of Psychiatry & Law, Vol. 19, pp. 79-98. https://doi.org/10.1177/0093185391019001-206
Infoleg. (s. f.). Recuperado 1 de octubre de 2019, de http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/0-4999/804/norma.htm
Ley 24660. (s. f.). Recuperado 1 de octubre de 2019, de http://servicios.infoleg.gob.ar/infolegInternet/anexos/35000-39999/37872/texact.htm
Montero, F. J. (s. f.). :: Tratados Multilaterales > Departamento de Derecho Internacional > OEA :: Recuperado 1 de octubre de 2019, de https://www.oas.org/dil/esp/tratados_b-32_convencion_americana_sobre_derechos_humanos.htm
OEA. (2009). OEA – Organización de los Estados Americanos: Democracia para la paz, la seguridad y el desarrollo. Recuperado de http://www.oas.org
Reingle Gonzalez, J. M., & Connell, N. M. (2014). Mental health of prisoners: identifying barriers to mental health treatment and medication continuity. American Journal of Public Health, 104(12), 2328-2333. https://doi.org/10.2105/AJPH.2014.302043
Fuente: The Conversation