Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.
Como ya habrán notado, en los últimos diez o cinco años nuestra disciplina se ha instalado progresiva –y pareciera que irremediablemente– en las redes sociales digitales (Twitter, Facebook, Instagram, TikTok, etcétera). Este nuevo territorio profesional, como el dios romano Jano, tiene dos caras: una que mira hacia adentro, hacia la comunidad profesional, y una que mira hacia afuera, hacia la sociedad en general. La primera consiste en los innumerables espacios en las redes sociales digitales que están dirigidos a nuestro propio campo profesional: grupos y páginas para intercambio de materiales académicos y clínicos (libros, artículos, recursos terapéuticos), grupos informales de terapeutas y estudiantes brindándose mutuamente apoyo y guía, redes informales de derivaciones clínicas, entre otras.
La segunda cara de este fenómeno es un poco más reciente, y está compuesta por cuentas dirigidas al público en general que ofrecen información sobre psicología (sobre tal o cual fenómeno o diagnóstico, divulgación de recursos terapéuticos, reflexiones generales, etc.) o sugerencias psicológicas de algún tipo. En la mayoría de los casos se trata de cuentas de profesionales o de instituciones profesionales que utilizan las redes como forma de difusión de sus servicios –es decir, usualmente son cuentas con fines de lucro. Si bien la línea divisoria entre los contenidos orientados a la comunidad profesional y los orientados hacia el público general no es muy nítida, usualmente en una cuenta o página podemos identificar un énfasis en una u otra dirección –los contenidos de mis cuentas, por ejemplo, aunque no de manera exclusiva, están más orientados a la comunidad profesional que al público general. Se han creado así dos grandes espacios virtuales: uno que funciona como una suerte de academia informal paralela, en el cual se realizan intercambios de todo tipo (y con varios grados de violencia) entre profesionales, y otro que en rigor de verdad una nueva forma de interacción entre la disciplina y el público general.
Hace algún tiempo me he ocupado un poco torpemente de los intercambios online entre profesionales (click aquí para ir al artículo), es decir, de las redes del primer tipo. Hoy me interesa examinar algunos aspectos del segundo espacio, las cuentas y páginas orientadas a divulgar conceptos de psicología al público general. En particular, me interesa explorar la responsabilidad profesional en esos espacios, esto es: ¿qué involucra ser profesionalmente responsables al comunicarnos con el público general en las redes sociales? Pasemos artículo adelante y veamos qué sale de esto.
De enunciaciones y comunidad
Querría empezar señalando algo que es obvio pero cuyas consecuencias no siempre son señaladas: todo profesional de la psicología ineludiblemente forma parte de una comunidad profesional que legitima su práctica. Ningún psicólogo vive en un frasco.
Ese “Lic.”, “Ps.”, “Dr.”, o cualquiera sea la abreviatura que obtuvieron tras completar sus estudios de grado, indica al resto de la sociedad que han atravesado con éxito el mínimo de las exigencias que la comunidad profesional establece para formar parte de ella. Esa pertenencia es importante ante todo porque confiere algunos privilegios. La sociedad ha delegado en la comunidad psicológica ciertas tareas (el cuidado de la salud psicológica, entre otras) y para ello nos ha asignado ciertas potestades –usualmente especificadas en las competencias profesionales establecidas por las leyes de ejercicio profesional. La legitimidad de nuestro accionar depende de la pertenencia a esa comunidad profesional que goza de esas atribuciones.
Por este motivo cuando nos identificamos como profesionales de la psicología estamos usufructuando una suerte de prestigio prestado, un prestigio o autoridad que no surge de nuestras acciones, sino del mero hecho de pertenecer a una comunidad profesional que cumple un cierto papel social. Incluso una profesional con sólo un mes de experiencia en la profesión goza, en asuntos pertinentes a la psicología, de un grado de credibilidad a priori mayor que, por ejemplo, alguien que se haya dedicado a la cartografía. Por eso nos invitan a podcasts o programas de radio y tv: nuestras palabras reciben una credibilidad extra porque la sociedad supone que estamos en posesión de vaya a saber qué conocimientos sobre los seres humanos. Ese reconocimiento social a nuestra profesión es una suerte de bien común para quienes participamos de la comunidad, algo que todos usufructuamos.
Esto implica que, al hablar de psicología, el sujeto de enunciación no es solamente uno mismo, sino también la comunidad profesional. El “yo digo”, cuando es proferido por alguien esgrimiendo un “Lic.” en su nombre, opera como un “nosotros decimos”. Cuando actuamos profesionalmente no sólo nos presentamos a nosotros mismos, sino que también, nos guste o no, representamos a toda una comunidad profesional.
A su vez, en última instancia el reconocimiento social de la comunidad profesional en conjunto depende de nuestro accionar colectivo –es decir, nuestras acciones, sean individuales o colectivas, impactan en cómo nuestra comunidad es percibida por la sociedad. Entonces, al formar parte de la comunidad profesional obtenemos ciertos privilegios derivados de su reconocimiento social, pero esa autoridad depende en última instancia de la sumatoria de las acciones de sus integrantes. Dicho con una analogía, la legitimidad profesional es una alcancía de la cual todos tomamos y a la cual todos aportamos con nuestras acciones.
De redes y responsabilidades
De lo anterior se desprende que, al actuar desde el ámbito psicológico, tenemos una responsabilidad no sólo individual sino también colectiva. Nadie habla completamente por su cuenta cuando habla profesionalmente.
Esto ha sido así desde siempre, por supuesto, pero se ha amplificado con la adopción masiva de redes sociales digitales. Gracias a ellas, como nunca antes en la historia nuestra comunidad se encuentra frente a la sociedad como expuesta en una vidriera. Una década atrás una persona de a pie usualmente solo tenía contacto con alguien de la psicología si hacía terapia o en alguna nota en un medio masivo de comunicación. Hoy le basta con abrir Twitter o Instagram para tomar contacto con el espectro completo de la profesión, con sus luces y sus sombras. Proliferan las cuentas y páginas que brindan consejos de psicología, que explican conceptos de psicología, que ofrecen servicios de psicología.
Ahora bien, si lo expuesto en la sección anterior tiene algún sentido, todo esto involucra un aspecto de la responsabilidad profesional que rara vez se discute con detenimiento. Cada vez que publicamos algo sobre psicología en las redes, estamos involucrando a la comunidad profesional, gozando de la legitimidad que concede la pertenencia a ella y al mismo tiempo representándola en alguna medida ante la sociedad. Y esto, como diría Spider Man, es un gran poder, pero conlleva una gran responsabilidad.
Las redes han puesto un megáfono en manos de cada profesional, lo cual tiene un costado positivo, como es el de permitir que se escuchen voces dentro de la comunidad que antes estaban silenciadas o postergadas (estudiantes, o terapeutas trabajando con psicología basada en evidencia). Pero eso ha sucedido sin regulación, sin diálogo previo, sin un análisis de sus posibles consecuencias problemáticas para la sociedad.
Es por este último punto que estoy escribiendo estas líneas. Las acciones de divulgación que llevamos a cabo en las redes en tanto profesionales, nos afectan colectivamente. Dicho de otra manera, cuando hablamos como profesionales de la psicología, nuestras palabras no son sólo nuestras y, como siempre que manejamos algo prestado, debemos hacerlo con especial cuidado porque no es sólo nuestro pellejo el que está en juego. Si un psicólogo publica en Facebook que una buena manera de lidiar con el pánico es sacrificar una cabra a Odín, el impacto social de esa publicación afectará indirectamente a toda la comunidad. Y mientras una publicación aislada probablemente no destruya nuestra credibilidad social, no deberíamos subestimar el impacto de la banalización masiva y constante de la psicología y la psicoterapia.
Lo cierto es que basta darse una recorrida por las cuentas y páginas profesionales para notar que el rigor académico suele estar ausente en una buena parte de las publicaciones circulantes. No hablo de seriedad, claro está –adoptar un gesto serio no es en absoluto un freno para decir estupideces surtidas– sino del sustento lógico y empírico de lo que se afirma. Circulan todo tipo de afirmaciones arbitrarias, conceptos confusos, interpretaciones salvajes, y un florido panorama de desatinos para todos los gustos. Y, de nuevo, esto es un problema porque socava la credibilidad de la profesión en general e indirectamente nos perjudica a todos.
A este respecto, muchas veces he leído quejas contra el intrusismo profesional, el ejercicio ilegal de la psicología que con cierta frecuencia sucede por parte de prácticas como el coaching, counseling, y similares. Si bien el problema es grave y debe ser resuelto de manera específica, hay un aspecto del mismo que rara vez es señalado: si alguien sin formación puede hacerse pasar exitosamente por un profesional de la psicología durante extensos períodos, cabe sospechar que quizá nuestra imagen pública no se diferencia demasiado de la que ofrecen quienes ejercen dichas prácticas. Creo que décadas de profesionales en revistas y televisión ofreciendo irresponsablemente interpretaciones salvajes, consejos burdos, y afirmaciones temerarias han venido a delinear una imagen social del psicólogo como una suerte de charlatán ilustrado, difícil de distinguir de otros.
Creo que hay algunos tipos de contenido que suelen circular en la difusión de la psicología que son frecuentemente problemáticos en este sentido, y que vale la pena examinar con detenimiento.
Mensajes y prácticas problemáticos
Querría señalar tres aspectos problemáticos de la divulgación de psicología en redes: en primer lugar, la divulgación de prácticas pseudo o anticientíficas, en segundo lugar lo que podríamos llamar protoconceptos, y finalmente, los mensajes moralizantes. Por supuesto, la lista no es exhaustiva, sino que son algunos de los puntos que más frecuentemente he notado.
Prácticas reñidas con la ciencia
Por supuesto, el problema más grave de la divulgación de psicología en redes sociales es la difusión de prácticas y conceptos pseudocientíficos o anticientíficos (es decir, aquellos que se hacen pasar por científicos, o los que directamente rechazan todo abordaje científico). Basta recorrer un poco las redes profesionales de psicología para encontrarse con menciones a contenidos sobre astrología, tal o cual planeta retrógrado (lo retrógrado está en otra parte), constelaciones, homeopatía, y otras prácticas que carecen de sustento empírico para las aplicaciones propuestas. En algunos casos esas prácticas directamente se ofrecen y venden como recursos terapéuticos, mientras que en otros casos sólo se las menciona bajo una luz favorable.
La difusión de este tipo de contenidos por parte de profesionales psi es dañina por partida doble: no sólo son actividades sin sustento científico que pueden acarrear consecuencias negativas para los pacientes, sino que deterioran la respetabilidad de la comunidad psicológica en su conjunto.
Y frente a la remanida objeción de “hay que abrir la cabeza porque esas cosas les pueden servir a algunas personas”, permítanme recordarles que el problema no es que las personas realicen esas prácticas. No estoy objetando a que una persona consulte la sección del horóscopo del diario. Cada cual tiene derecho de consumir lo que quiera y a vivir su vida como más le plazca dentro de los límites de la sociedad. La cuestión es que, como profesionales, no tenemos derecho a ofrecer esas actividades. Para usar una analogía: puedo ingerir alimentos que hayan pasado su fecha de vencimiento o que estén en mal estado, e incluso puede resultarme útil, pero un supermercado o un restorán no tienen derecho a vendérmelos (y menos aún sin avisarme que está en mal estado).
Lo único que tenemos derecho a ofrecer, y en esto coinciden las regulaciones profesionales de distintos países, son recursos y procedimientos que cuenten con algún grado de soporte empírico riguroso, procedimientos que hayan sido razonable y cuidadosamente examinados para corroborar su efectividad para determinadas condiciones clínicas, su eficiencia relativa a otros tratamientos, sus efectos a largo plazo y posibles complicaciones. Nada de eso está presente en esas prácticas.
Por supuesto, en nuestras vidas personales podemos hacer y adherir a lo que se nos cante: podemos consultar el horóscopo, hacernos imponer las manos, tocar madera, o rezarle a El Zorro para que nos libre de todo mal. Pero al actuar y hablar profesionalmente – al usar ese “Lic.”– estamos asumiendo derechos y responsabilidades para con la comunidad y la sociedad en general, y eso va a contramano de recomendar con ligereza prácticas de dudosa solidez.
Las personas pueden rezar a su divinidad favorita, utilizar drogas recreativas, flores de Bach, homeopatía, hacerse la carta natal, imponerse las manos, cubrirse de bosta, constelarse, o martillarse un dedo del pie. A cada cual lo suyo. Pero los profesionales estamos imposibilitados de indicar esas actividades como recurso clínico, ya sea porque no entran dentro de nuestras competencias (por ejemplo, no podemos administrar ni sugerir el consumo de ninguna sustancia, más allá de nuestra opinión personal al respecto), porque carecen de sustento empírico que avalen su eficacia, o por ambas razones a la vez. Esto no es así por mero capricho, sino que cuando un procedimiento está razonablemente investigado nos brinda un grado de confianza sobre su posible efectividad para el caso que estamos abordando. En cambio, una intervención que no cuenta con un soporte empírico sólido (como lo relacionado a astrología, energías, vidas pasadas, constelaciones, y demás), funciona como ingerir comida vencida: podría alimentarnos, pero hay una posibilidad muy real de intoxicarnos.
Por eso no podemos ni legal ni éticamente ofrecer tratamientos sin soporte empírico: es apostar con la salud psicológica y el sufrimiento de otras personas –y todos saben que es de mal criollo apostar con dinero ajeno.
Banalización de términos y conceptos
Otra práctica problemática de la divulgación en psicología es la trivialización del discurso psicológico. Esto es, generar “contenido” (la expresión me parece espantable) de baja calidad, haciendo afirmaciones injustificadas o aplicando incorrectamente conceptos psicológicos. Creo que esto tiene dos caras: la utilización de conceptos pre-científicos de la psicología popular, y la aplicación indiscriminada e injustificada de conceptos más rigurosos.
Por la primera parte podría señalar la utilización acrítica de términos que pertenecen a la denominada psicología popular –el conjunto de nociones psicológicas que utilizan las personas en su día a día. Pueden tratarse de términos de sentido común o de términos psicológicos que son reapropiados por el público general: gaslighting, síndrome del impostor, love-bombing, breadcrumbing, el adjetivo “tóxico” aplicado a cuanto existe bajo el sol, y un interminable etcétera. Es decir, ideas y conceptos que andan bastante flojos de papeles si los examinamos de cerca.
Esos términos pueden ser problemáticos por varios motivos. Ante todo, tienden a ser más bien simplistas y generalizantes (como es el caso con expresiones tales como “emociones tóxicas”), y cuando proceden del campo de la psicología, con frecuencia son mal entendidos (como suele pasar con el término “reforzamiento”, que se confunde con “recompensa”). Tampoco suelen contar con un sustento empírico sólido (como la repetida afirmación de que usamos el 10% del cerebro, o las conclusiones derivadas de tests como el HTP). Para peor, suelen tener una fuerte carga de juicios morales implícitos –más se utilizan para juzgar que para comprender. Digamos, decir que una persona es “tóxica” es menos un análisis psicológico que un juicio moral–creo que no es necesario que enumere los argumentos por los cuales calificar con un término tan extremo a un ser humano es algo éticamente cuestionable.
La situación es similar a la del caso anterior: no se trata de impedir ni de juzgar el uso de esos términos por parte del población. Cada época y sociedad acuña sus propios conceptos para lidiar con las situaciones que se le presentan, y sería en vano esperar que eso no ocurriera. El problema es que los profesionales de la psicología adopten y difundan esos términos de la psicología popular sin más análisis ni desarrollo, sin considerar las consecuencias de su uso ni adoptar una postura crítica hacia ellos. Estos términos pueden causar daño y por tanto merecen ser tratados con sumo cuidado. Puedo mencionar como ejemplo el caso del calificativo de “tóxico”, que no pocos profesionales de la salud psicológica aplican liberalmente a emociones o incluso a personas
No estoy afirmando que sea necesario deshacerse completamente de esos términos, y tampoco creo que sea deseable. Creo que nos estaríamos condenando a la irrelevancia si no participásemos de los diálogos e intercambios que tienen lugar en la sociedad que habitamos, y esos intercambios incluyen esos términos. No creo que debamos exonerarlos completamente de nuestro vocabulario, pero sí creo que antes de usarlos debemos pensar un poco. No mucho, no vaya a ser que se nos haga costumbre, pero sí al menos considerar con cuidado las posibles implicaciones de emplearlos, aclarar malentendidos, reducir su importancia. En otras palabras, creo que conviene adoptar una actitud crítica y ligeramente defusionada hacia ellos –ya bastante difícil está siendo relacionarse con el mundo y con otras personas en estos tiempos, y no parece una idea muy buena lanzarse a navegar las relaciones y el mundo social de manera completamente fusionada con términos que son ambiguos, con pobre evidencia, y con fuerte carga moralizante.
La otra cara de la banalización del discurso psicológico es la aplicación indiscriminada de conceptos que, en el ámbito de la psicología, sí son rigurosos. El ejemplo más claro de esto es la emisión de juicios diagnósticos hacia terceros, sin evaluación alguna. Calificar de oídas a una persona de “obsesiva”, “histérica”, “psicópata, es, tristemente, casi una tradición en nuestra comunidad, que, de hecho en muchos países está penada por las regulaciones profesionales (la regla Goldwater en USA, por ejemplo). Esta práctica suele funcionar como un juicio disfrazado al que se le brinda una pátina de legitimidad utilizando la jerga profesional.
Creo que lo más grave a largo plazo es la banalización de la psicología que esto conlleva. Por supuesto, la divulgación requiere adaptar nuestro lenguaje para mejor comunicarnos con el público al que nos dirigimos, y esto requiere simplificar términos, deslizar algunos sentidos, y decir algunas cosas por las que nos increparían si las dijéramos en un congreso. Digamos, la película “Intensamente” (Inside out), maneja una teoría sobre las emociones que es, cuanto menos, cuestionable (usaría palabras más fuertes, pero no es este el lugar), pero puede ser útil para ilustrar algunos aspectos de las emociones en un ámbito clínico. Esto es inherente a toda divulgación científica.
Pero hay una diferencia entre comentar un concepto de la psicología popular y utilizarlo acríticamente como un hecho. Hay una diferencia entre explicar un diagnóstico y aplicarlo a una persona.
La psicología es una ciencia de matices. Nuestros conceptos y fenómenos son contextuales, dinámicos, interdependientes. Un leve cambio en un programa de reforzamiento puede determinar patrones conductuales muy diferentes a largo plazo, así como conductas muy similares entre sí pueden tener funciones dramáticamente diferentes con un cambio de contexto. Por este motivo, la simplificación nos resulta particularmente perniciosa, porque elimina las sutilezas que con frecuencia son vitales para un análisis psicológico efectivo. Por desgracia, la masividad y formato de las redes tiende a destrozar las sutilezas (es difícil transmitir algo delicado en el espacio que brinda un tweet o una foto).
Lo que esto implica es que tenemos una tensión dialéctica entre rigurosidad y simplificación que es necesario manejar con cuidado al divulgar contenido en las redes.
Haz lo que yo digo
Otro aspecto frecuente de la divulgación de la psicología en redes digitales es algo que he mencionado en el resto del texto pero que ahora quisiera poner en primer plano: la tendencia moralizante.
Es notable cómo la divulgación en psicología suele adoptar un cariz moral, de predicar al público general sobre lo que está bien y lo que está mal. Por supuesto, esto no es exclusivo de esta época, varias áreas de la psicología se dedican entusiastamente a emitir juicios morales más o menos velados desde hace décadas sobre todo tipo de conductas y situaciones. Lo que es nuevo es el alcance que las redes le han brindado a este fenómeno.
Los conceptos de la psicología popular encajan perfecto con esta tendencia porque permiten emitir afirmaciones morales afectando aires de verdad científica. Digamos, con frecuencia (aunque no siempre) hablar de gaslighting o conceptos parecidos está más al servicio de juzgar que de comprender un determinado patrón relacional. Lo que se quiere es reprobar algo que nos ha lastimado, más que realizar un análisis psicológico. Hay un viejo chiste de Andrew Lang: los políticos usan las estadísticas de la misma manera que un borracho usa un poste de luz –más como apoyo que como iluminación. Algo similar pasa con el uso de este tipo de conceptos: suelen emplearse más para aprobar o censurar que para obtener alguna comprensión sobre el evento en cuestión.
El problema, claro está, no es tener una posición sobre algo, el problema es enmascararla de consejo profesional. Puedo estar en desacuerdo con un candidato político (muchas veces se lo merecen), pero emitir un juicio moral disfrazado de diagnóstico profesional es abusar de la legitimidad profesional. Por eso, fuera del ámbito psicológico, prefiero una buena puteada antes que un psicologismo: al menos es más honesto y no se escuda detrás de la comunidad profesional.
Creo que a este respecto es necesario tener presente que, a fin de cuentas, no está dentro de nuestras potestades actuar como árbitros universales del bien y el mal. Insisto, podemos tener una opinión y una determinada posición moral, después de todo somos prácticamente seres humanos, el problema es meterlas de contrabando en nuestras opiniones profesionales.
Cerrando
Si algo querría que retuvieran de esta larga perorata es lo siguiente: al compartir contenido de psicología hay una responsabilidad intrínseca que surge del pertenecer a una comunidad profesional. Cuando hablamos por otros, es necesario tomarse en serio esa responsabilidad, tanto como la responsabilidad que tenemos hacia el público general, de brindar información confiable y considerando las posibles ramificaciones de lo que estamos por compartir.
Esquivar conceptos y prácticas pseudocientíficas, utilizar con cuidado los conceptos de la psicología popular, tener en cuenta el contexto en el que empleamos conceptos psicológicos rigurosos, preservar la sutileza de los conceptos, evitar mensajes moralizantes, entre otras, pueden ayudarnos a divulgar psicología de una manera más responsable y en última instancia más útil para la comunidad.