Guillermo Lahera para El País:
El trastorno bipolar es, probablemente, el trastorno mental grave más banalizado. En contraste con los términos esquizofrenia o anorexia nerviosa, que evocan algo sórdido y oscuro, la llamada “bipolaridad” sugiere una divertida alternancia entre lo expansivo o genialoide y lo triste, entre lo amable y lo colérico. “Mi jefa debe ser bipolar” o “yo es que soy un poco bipolar” ―seguido de una carcajada cómplice― son ya clásicos de las conversaciones triviales contemporáneas. Este malentendido es especialmente injusto con los pacientes y familias que sufren este grave trastorno, que supone la séptima causa de discapacidad mundial.
Y agrega:
El trastorno bipolar es otra cosa. Afecta en torno al 1,5% de la población y es la alternancia de fases de depresión (de verdad, enfermedad depresiva, no “bajones” ni frustraciones) con episodios de manía, en los que el sujeto está anormalmente expansivo o irritable, con verborrea, pensamiento acelerado, ideas megalómanas de omnipotencia, reducción en las horas de sueño (no hay insomnio: al paciente no le hace falta dormir), impulsividad, conductas de riesgo, gastos desorbitados y, casi en la mitad de los casos, delirios y alucinaciones (pueden creer tener poderes o escuchar voces). Es cosa seria: el paciente en absoluto cree tener ningún problema ―es habitual que se niegue a ingresar o tomar medicación― y el cuadro puede acabar de cualquier manera. Afortunadamente, existen fármacos útiles para “bajar” estos cuadros y otros ―las benditas sales de litio, a las que responde totalmente al menos un tercio de los pacientes― que previenen recaídas. Tenemos más problemas para tratar la depresión bipolar, hay menos herramientas y son menos eficaces, y a ella se asocia gran parte de la discapacidad del trastorno.