En el día a día, las emociones forman parte de nuestro repertorio conductual, nos orientan en nuestra búsqueda permanente de satisfacción y bienestar, y nos ayudan a evitar el perjuicio y el malestar que pueden atentar contra nuestra salud física y psicológica.
Sin embargo, tan importantes beneficios conllevan algunos efectos secundarios. Hay ocasiones en que las emociones nos juegan una mala pasada, aún si gozamos de plena salud mental.
Un ejemplo típico de esto último es lo que en el ámbito de la psicología se conoce como razonamiento emocional.
Hacer un razonamiento emocional implica, como su nombre lo indica, razonar en función de cómo uno se siente.
Imaginemos que nos ha ido mal en un examen de matemáticas, o que hemos sido despedidos del trabajo. En tales circunstancias, es probable que “sintamos” que hemos fracasado, si eso es lo que “sentimos”, entonces tiene que ser porque efectivamente “somos” unos fracasados. Cuando caemos en la trampa del razonamiento emocional, llegamos a conclusiones aparentemente verdaderas pero sin seguir una secuencia de razonamiento lógico, sino poniendo atención únicamente a cómo nos sentimos.
Luego, se hace una generalización excesiva a partir de un hecho anecdótico o muy puntual. Que nos haya ido mal en un examen de matemáticas no indica, necesariamente, que hayamos fracasado en la vida. Y esto es algo en lo que incurrimos permanentemente; extraemos conclusiones apresuradas y, por lo general, tajantes, sin que exista alguna prueba válida y objetiva que las justifique.
En el mismo sentido, si nos sentimos solos, podemos llegar a pensar que nos lo merecemos, que no somos dignos de ser queridos, o que tenemos algún defecto que aleja a las personas. De allí, a creer que vamos a quedarnos solos para toda la vida, hay un paso.
El razonamiento emocional tiene otra vertiente enfocada hacia el exterior. También solemos juzgar las conductas o los estados emocionales de los demás de acuerdo a cómo nos sentimos nosotros en ese momento.
Si estamos enfadados porque un superior nos niega un aumento, es mucho más probable que le atribuyamos malicia al vecino de al lado que está escuchando rock a todo volumen, o que tomemos como un agravio personal las maniobras imprudentes al conductor del auto que va delante nuestro en la autopista.
Cuando nos sentimos iracundos vemos ira en los demás, y somos incapaces de darnos cuenta de que somos realmente nosotros los que estamos enfadados y proyectamos nuestras emociones en los demás.
Todo esto no debe llevarnos a pensar que las emociones en sí son dañinas para nosotros. Me gusta pensar en el conjunto de emociones humanas como un sistema primitivo de comunicación intra e interpersonal. Esto puede sonar excesivamente sofisticado, pero en realidad es bastante simple.
Vayamos por partes, veamos palabra por palabra.
Digo primitivo sistema porque las emociones, tal cual las conocemos, dentro del marco de la evolución de la especie humana, son muy anteriores al lenguaje. Cuando éramos apenas poco más que primates que vivían en la copa de los árboles saltando de rama en rama y completamente incapaces de articular cualquier sonido ni remotamente parecido a lo que hoy conocemos como la palabra humana, ya contábamos con la posibilidad, sin embargo, de expresar una gama amplia de emociones.
Y esto nos lleva al segundo concepto: sistema de comunicación. Cuando alguien nos sonríe y se le ilumina el rostro al vernos, nos está diciendo (antes de que articule cualquier palabra) que le regocija nuestra presencia. O bien que le agradamos en algún aspecto, o que no tenemos por qué temerle, ya que no guarda intenciones hostiles hacia nosotros. Estas interpretaciones son válidas, por supuesto, dependiendo del contexto.
Si, en el otro extremo, alguien nos clava la mirada, frunce la nariz levantando el labio superior, nos está haciendo saber, sin que lo exprese verbalmente, que nos desprecia, nos detesta, o por alguna razón se siente lo suficientemente motivado para hacernos daño. De hecho, nuestros compañeros de evolución, los simios, exhiben los colmillos como una forma de amenaza hacia otros. Ostentar el arsenal de ataque suele ser un elemento intimidatorio eficaz, o una forma de disuadir al otro de su intención de atacarnos.
Por eso es posible afirmar que la principal función de las emociones es comunicar estados, actitudes y predisposiciones conductuales, tanto a nosotros mismos como a los demás.
No hace falta que nuestra pareja nos diga si le gustó o no el regalo de aniversario que le compramos; antes de que emita alguna palabra ya lo sabemos por la expresión de su rostro. De la misma forma, sabemos si nuestro jefe nos va a dar un aumento o nos va a despedir cuando nos manda a llamar para hablar en privado e ingresamos en su oficina.
Cuando vemos a alguien con el rostro surcado por la tristeza, sin que lleguemos a preguntarle nada, tenemos la certeza de que está pasando por un mal momento, de que hay algo que lo está haciendo sufrir. Eso despierta nuestro interés, nuestra compasión… su emoción actúa como un facilitador que nos empuja a actuar, a hacer algo para ayudarlo.
La cooperación entre los seres humanos ante la adversidad, o en pos de la consecución de un objetivo común, es uno de los principales componentes que permitieron nuestra evolución y progreso como especie.
El carácter primitivo e interpersonal de las emociones no se da sólo en el plano filogenético (la evolución darwiniana de una especie a otra), sino también en el plano ontogenético, es decir, durante el desarrollo individual de la persona. Para ver esto solo hay que observar cómo se comporta un bebé antes del primer año de vida, antes de que pueda articular palabras sueltas.
Desde el mismo nacimiento, los diferentes llantos del bebé le comunican al adulto que tiene hambre, que está con cólicos, o molesto porque quiere que le cambien los pañales. Toda madre más o menos hábil para decodificar emociones aprende a reconocer los sutiles matices del lloriqueo de su hijo y lo que estos indican durante sus primeros meses de vida.
El razonamiento emocional es una estafa mental, un engaño, una ilusión creada por un mago demoníaco que aparece como resultado de cierta dificultad para interpretar y gestionar correctamente las propias emociones, y que oculto en el anonimato puede llegar a dirigir completamente la vida de la persona afectada, haciéndole creer cosas que no son ciertas, como por ejemplo que no vale nada como persona, que el mundo es un lugar peligroso, e incluso que no hay esperanza alguna de que pueda salir de ese estado.
Es decir, el razonamiento emocional genera ilusiones partiendo de la emoción.
Pero las emociones, en sí mismas, no son ni dañinas ni un error de la naturaleza. En líneas generales, todas ellas, las que resultan agradables y especialmente las desagradables, son muy beneficiosas para el ser humano, ya que desempeñan un rol fundamental para la supervivencia. Nos ayudan a entablar relaciones, estrechar vínculos, y a que nos alejemos de los peligros.