María Paredes escribió un muy buen ensayo sobre el silencio en el diario El País, que explica por qué nos molesta tanto el silencio; cómo es interpretado en otras culturas y cómo genera emociones:
Nuestro afán por hablar (hasta cuando no es necesario) nos ha alejado tanto de silencio que nos ha llevado a un punto en el que hemos llegado a temerle. El Homo agitatus —término con el que nos define Jorge Freire, filósofo y autor de Agitación, por esa ansia constante por vivir cosas novedosas— “tiene pavor al silencio”. El filósofo culpa a la sociedad de la información, que nos tiene constantemente conectados a algo. “Si estás permanentemente asediado por un sinfín de estímulos, no puedes pensar en serio”, dice. Y lanza una recomendación: “Ante la promoción del bullicio constante —que siempre lleva a la idiotización— no hay mayor desacato que mantenerse quieto y en silencio”.
Y también explica cómo el silencio es signo de una buena relación:
Pero callar cuando el silencio produce pánico e incomodidad se torna complicado, tanto que mejorar esta relación con la aparente nada es trabajo de expertos. “Algunas personas creen que tener buenas relaciones implica estar constantemente hablando y saber lo que piensa el otro. Sin embargo, resulta muy positivo poder estar juntos, relajados y sin necesidad de decir algo en todo momento. De hecho, una buena relación es aquella en la que se producen espacios de silencio y aburrimiento sin que los miembros cuestionen la calidad de la misma”, apunta María José Catalina, psicóloga sanitaria. Así, el silencio se convierte en un termómetro de la confianza y la intimidad: cuando estamos a gusto, nos abandonamos placenteramente a él; cuando no, surgen esos que denominamos como incómodos.