La personalidad es uno de los constructos más estudiados por la Psicología. No obstante, hasta el día de hoy no tenemos una definición clara y ampliamente aceptada. Ni que hablar de los “trastornos de la personalidad”, pues si no acertamos a definir adecuadamente lo que es la personalidad, menos aún podremos decir cuándo ella es sana y cuándo patológica. Aun así, hay intentos, muy buenos intentos, que en el camino de llegar a una comprensión más cabal de los procesos patológicos de la personalidad nos van aportando guías y pautas para trabajar en la clínica con los tan temidos “trastornos de la personalidad”.
Las primeras aproximaciones al estudio de la personalidad se remontan ya a la Grecia Antigua con el médico griego Hipócrates, quien propuso una visión basada en cuatro grandes temperamentos. Desde ahí, el término ha pasado por muchas vicisitudes hasta que, hacia mitad del siglo pasado, el conocido psicólogo Gordon Allport propuso una definición científica bastante aceptada: “…la personalidad es una organización dinámica, dentro de la persona, de sistemas psicosociales que crean sus patrones característicos de comportamiento, pensamiento y sentimiento…”.
La investigación actual de la personalidad se encuentra fuertemente guiada por un enfoque conocido como tradición léxica. En esta línea, la hipótesis básica y más importante sostiene que los lenguajes naturales, a lo largo de miles de años, han creado un conjunto muy amplio de palabras para describir a las personas; por ende, si nos tomamos el trabajo de capturar esas palabras y armar una lista exhaustiva, lograremos tener un buen conjunto de calificativos para describir a la personalidad. El método parece haber tenido éxito cuando se combinó con un procedimiento estadístico llamado análisis factorial, el cual permite encontrar los denominadores comunes que subyacen a los conjuntos de adjetivos que describen a las personas. Así, hemos llegado a tener cinco grandes factores de personalidad, a saber: neuroticismo, extroversión, apertura, acuerdo y escrupulosidad. A su vez, esto cinco grandes dominios contienen 6 facetas, dando así un modelo jerárquico de personalidad que se puede caracterizar en función de 5 grandes dominios y 30 facetas, un total de 35 puntajes.
El gran éxito del modelo de los “Cinco Factores” ha sido encontrar un conjunto de rasgos que se replican una y otra vez en diferentes culturas con diferentes idiomas.
Uno de los grandes apoyos a este modelo tuvo lugar cuando la misma estructura de personalidad se replicó en diferentes lenguajes y diferentes culturas; lo cual nos hace pensar que más allá de las diferencias en las maneras de vivir y actuar, nos estamos aproximando a una estructura universal de la personalidad humana; un conjunto de rasgos básico que todos los seres humanos tendríamos pero en diferentes cantidades y combinaciones. Vale decir, la personalidad humana consistiría en una estructura básica de dimensiones, esto sería universal, independientemente del lugar de nacimiento, crianza, la forma de vida de nuestros primeros años, la lengua que hablamos al nacer o la que aprendimos luego a través de la educación formal; más allá de todas las contingencias individuales, siempre podremos describir a la personalidad en estos cinco grandes factores y sus seis facetas; lo que va a variar, y lo que finalmente nos dará la individualidad de cada personalidad, es la cantidad que se tenga de cada uno de ellos. Así, las diferencias individuales radican en la cantidad de cada rasgo que cada uno posee.
Ahora bien, ¿qué es un rasgo? Constituye un concepto central en la psicología de la personalidad, mucho antes de la introducción del modelo de los cinco factores. Un rasgo es una cualidad humana en la forma de pensar, sentir o hacer, sobre la cual las personas nos diferenciamos, siendo esta cualidad en cada individuo estable por largos periodos de tiempo y en una variada gama de situaciones. Un rasgo es por ejemplo, el grado de sociabilidad de una persona. Así, todos tenemos el rasgo, todos poseemos el rasgo de sociabilidad (estamos “rasgados”, se dice en el lenguaje propio del terreno), pero en diferentes cantidades todos somos más o menos sociables, es una marca estructural sobre la cual las personas nos diferenciamos a partir de la cantidad. Pero quien tienen un elevado rasgo de sociabilidad lo manifestará en muchas situaciones y por periodos largos de tiempo; no es algo que vaya a depender del contexto puntual en el cual esté.
Justamente, el gran éxito del modelo de los “Cinco Factores” ha sido encontrar un conjunto de rasgos que se replican una y otra vez en diferentes culturas con diferentes idiomas.
¿Cuándo la personalidad es sana y cuándo es patológica?
Pues bien, como la mayoría de los modelos psicológicos científicos contemporáneos, el de los “Cinco Grandes” es subsidiario de una visión evolucionista. Así, se entiende que los diferentes rasgos de personalidad, sus cantidades y combinaciones posibles, son adaptaciones a problemas evolutivamente relevantes que nuestros antepasados primitivos afrontaron en el ambiente arcaico. También, como sucede en los desórdenes sintomatológicos, lo que otro fue adaptativo, hoy puede no serlo.
Así, por ejemplo, un nivel elevado de impulsividad y agresividad pudo ser una ventaja evolutiva en un ambiente primitivo, donde la supervivencia se jugaba mucho en la capacidad de defenderse físicamente de ataques violentos por parte de “los otros”, los diferentes y distintos a “nosotros”. Estos valores hoy son fuertemente repudiados por la sociedad contemporánea. Veamos un ejemplo más polémico aún. El rapto, la violación y la esclavitud sexual de mujeres por parte de los pueblos guerreros y más agresivos fue una práctica relativamente común hasta la creación de los estados modernos; desde un punto de vista evolutivo fue una estrategia eficaz de reproducción cuyo final, al menos como método sistemático, llegó hace menos de mil años; lapso que representa un parpadeo de ojos en términos evolutivos.
Así, muchas características de esas personas que violaron agresivamente a sus víctimas pasaron a las generaciones siguientes y hoy las vemos en desórdenes como el trastorno límite de personalidad, el trastorno antisocial de personalidad o el paranoide. Tal vez no nos haga sentir muy bien pensar en que algún tátara-tátara abuelo lejano abusó sexualmente de nuestra lejanísma tatara-tátara abuela, pero esto es un hecho; muchos de nosotros que hoy repudiamos una práctica tal, somos los descendientes. Nuestros valores han cambiado, pero nuestra biología no. Y si la familia no se elige… menos aún los antepasados…
Así las cosas, la definición de personalidad patológica no puede desconocer el lecho evolutivo desde el cual venimos pero tampoco debería sólo remitirse a eso; al fin y al cabo, parece claro que la definición de salud (especialmente la mental) siempre termina conteniendo elementos sociales propios de la cultura que la define.
La combinación del neuroticismo alto con un elevado nivel de extroversión es característica del desorden antisocial de la personalidad y toda su sintomatología concomitante
Uno de los intentos más prometedores ha sido relacionar la patología de la personalidad con los niveles extremos, muy extremos, de algunos rasgos. En este sentido, el primer candidato es el neuroticismo. Por su misma naturaleza, se lo considera como el ámbito más propicio para la germinación de psicopatología en general y la de la personalidad en particular. Los estudios empíricos han apoyado fuertemente esta hipótesis. Respecto de los demás dominios y facetas, el panorama es menos claro. Se ha intentado relacionar con qué otro dominio muy alto o muy bajo debería combinarse el neuroticismo como para dar diferentes desórdenes de personalidad. Esta vía ha dado algunos frutos aunque definitivamente, está lejos de ofrecer un panorama amplio. Así, por ejemplo, la combinación del neuroticismo alto con un elevado nivel de extroversión es característica del desorden antisocial de la personalidad y toda su sintomatología concomitante, consumo de sustancias, gasto irrefrenado de dinero y derroche de todos los recursos. La escrupulosidad muy elevada es prototípica del trastorno obsesivo compulsivo de la personalidad. Un nivel extremadamente bajo de Acuerdo es propio del desorden paranoide.
La definición de personalidad patológica no puede desconocer el lecho evolutivo desde el cual venimos pero tampoco debería sólo remitirse a eso
Uno de los aportes más sobresalientes a la discusión acerca de la demarcación del campo de la psicopatología proviene del concepto de “disfunción dañina” propuesto por Wakefield. De acuerdo a este planteamiento, lo que define a la psicopatología tiene dos aristas: por un lado, la disfunción, un concepto científico; por otro, el costado dañino, signado por una valoración social. Así, por ejemplo, un cuadro depresivo mayor cumple el criterio de disfuncionalidad, pues pone al organismo en posición de no ejecutar conductas para las cuales simplemente está diseñado. La depresión también cumple el criterio de daño, pues claramente amenaza incluso hasta su misma supervivencia. Pero no todo es tan simple.
Primero, en el campo médico-biológico resulta relativamente sencillo afirmar que hay un proceso patológico basándonos en la idea de que un órgano o sistema deja de cumplimentar su función; así si un riñón no procesa adecuadamente los líquidos o la glándula suprarrenal no fabrica suficiente noradrenalina; diremos que hay una disfunción. El problema al pasar esta idea al campo psicológico radica en que nadie sabe con certeza cuántas y cuáles son las funciones psicológicas que debería llevar adelante un cerebro sano como para luego, desde ahí, conceptualizar la disfunción. De todos modos, el concepto resulta muy útil y sobre todo, prometedor a medida de que vayamos alcanzando una comprensión más cabal del mapa de las funciones psicológicas sanas.
Nadie sabe con certeza cuántas y cuáles son las funciones psicológicas que debería llevar adelante un cerebro
Por otro lado, ya hemos insistido en la idea de que nuestro cerebro ejecuta funciones que fueron adaptativas hace miles de años, pero que dudosamente lo son hoy. ¿Qué diremos en ese caso? Si una persona reacciona desmayándose ante la vista de su propia sangre, no podemos decir que tal característica es disfuncional, pues ha protegido a la especie de desangrarse en tiempos ancestrales donde no existían los coagulantes, las gasas y las vendas. No obstante, sí es dañina y, en este sentido, tratable como condición clínica, tan solo porque genera incomodidad. Vale decir, estamos frente a una función evolutivamente adaptativa, no una disfunción, pero que sí es dañina; cumplimos sólo el segundo criterio de la conceptualización. ¿Podemos encontrar el caso opuesto, esto es, una disfunción que no sea dañina? Por supuesto que sí. En tiempos ancestrales, un marido víctima de una infidelidad habría simplemente matado a su pareja, al amante y seguramente a los hijos frutos probable de tal relación; definitivamente en la carrera evolutiva esto fue una estrategia para favorecer la reproducción de los propios genes y no los de otros; de hecho aún hoy puede verse esta conducta en muchas especies no humanas (y a veces en los humanos también…). Claro está, los valores culturales de nuestra era rechazan de cuajo cualquier tipo de reacción vengativa de esta clase con lo cual, la conducta opuesta, la de saber contener el enojo y agresión, canalizarlo hacia medios más institucionalizados como un divorcio, es en sentido evolutivo una disfunción, pero no es dañina.
Así, sintéticamente dicho, Wakefield ha propuesto, y la comunidad científica ha aceptado bastante bien, la idea de que necesitamos ambos criterios, el de disfunción y el de daño, para dictaminar con claridad que hay psicopatología. ¿Cuán aplicable es esto a los desórdenes de la personalidad? Parece que el criterio es al menos parcialmente aplicable. Por el lado de la disfunción, los desórdenes de personalidad pueden ser vistos como disfuncionales tanto desde un modelo categorial como desde uno disfuncional. Desde ambos enfoques, se entiende que los desórdenes de personalidad son sistemas cerrados, casi inmunes a la retroalimentación experiencial, lo que les impide aprender de los ejemplos más simples de la vida. Esto es sin duda una disfunción, pues si hay algo que un cerebro necesita hacer es aprender de la experiencia a fin de modificar los hábitos y no cometer sistemáticamente los mismos errores. Los sistemas dimensionales enfatizan más el conjunto de rasgos que en cada caso daría déficits específicos, pero no deja de entender al cuadro como una disfunción. Respecto del criterio de daño, tampoco caben muchas dudas, salvo nada menos que para quien lo padece. En efecto, algunos desórdenes de personalidad se caracterizan por el daño y complicación que generan al entorno relaciones interpersonales. El desorden antisocial brilla en primera fila por el daño que causa a los demás sin ser ningún problema para quien lo padece. Pero no es el único, pues muchas veces cuadros como el histriónico, narcisista o límite constituyen una fuente de problemas para familia y amigos pero con ninguna consciencia por parte de quien lo lleva.
la comunidad científica ha aceptado bastante bien, la idea de que necesitamos ambos criterios, el de disfunción y el de daño, para dictaminar con claridad que hay psicopatología
En síntesis, La mayoría de los investigadores ven la “disfunción dañina” como un buen criterio para demarcar la psicopatología. Aparte, se acuerda que los niveles muy extremos de algunos rasgos pueden ser un ingrediente necesario pero no suficiente para definir a la personalidad patológica y, particularmente, a los trastornos de la personalidad. Otros componentes implicados refieren a una cognición desordenada, incapacidad de aprender de la experiencia y algún grado de disfuncionalidad en la sociabilidad personal y/o la generación de conflictos sociales al entorno más cercano. El componente de sufrimiento subjetivo, tan críticamente sobresaliente para algunos desórdenes sintomatológicos, no ocupa en las definiciones de trastornos de la personalidad un rol tan destacado pues muchas veces, se trata de cuadros egosintónicos.
Los desórdenes de la personalidad
Históricamente, se ha realizado una distinción entre los “desórdenes sintomáticos”, como por ejemplo una depresión o un trastorno de pánico, respecto de otros desórdenes más severos, estables y crónicos, los llamados “desórdenes de personalidad”. Siempre han sido categorías elusivas, complejas de definir, que han generado polémica. Ni que hablar de su tratamiento; si no podemos definirlas adecuadamente, menos aún podremos tratarlas clínicamente. Hasta la versión anterior del DSM los “desórdenes de personalidad” se clasificaban en un eje diferente de los desórdenes sintomatológicos; algo que desapareció con la eliminación de la clasificación multiaxial a partir de la quinta y vigente versión del manual. No obstante, esta última ha dejado intactos los criterios de diagnóstico y clasificación de los desórdenes de personalidad, pese a l hecho de las sugerencias de cambio y la fuerte polémica que caracteriza al terreno. En el DSM 5, los desórdenes de personalidad son categorías discretas, como en todo el resto del manual. Así, una lista de diez trastornos compone la nosología actual oficial. No obstante, y como una manera de hacer lugar al fuerte debate presente, el manual ha incorporado una forma alternativa de clasificación como parte de los criterios y guías para investigaciones futuras. Tales criterios poseen una base dimensional vinculada directamente con el modelo de los “Cinco Grandes Factores”, sus dominios y facetas.
Sea cual fuera la definición y manera de clasificar a los desórdenes de personalidad, y más allá de las complejidades propias del campo de estudio, los psicólogos que hacemos terapia cognitivo conductual no deberíamos olvidar algunas de nuestras premisas básicas, que hacen a la esencia del modelo y su efectividad. Entre ellas, la adecuada evaluación y construcción de un análisis funcional y formulación clínica del caso, que luego guiará nuestra intervención. Asimismo, la medición sistemática de la efectividad de nuestras aplicaciones, lo que nos da un criterio claro para incluir o no las nuevas formas de tratar a estos desórdenes. En este sentido, nuevas aplicaciones deberán ser al menos igual de efectivas que las viejas para ser incluidas, o ser más simples o amigables para pacientes y terapeutas, o habrán de contener algún componente novedoso que no sea tan sólo una reedición (o un nuevo nombre) de prácticas anteriores que únicamente se organizaron y rebautizaron de otro modo. Eso es hacer terapia cognitivo conductual.
Artículo publicado en la revista del Centro de Terapia Cognitiva Conductual y Ciencias del Comportamiento, y cedido para su publicación en Psyciencia.