Cuestionar los paradigmas que han ordenado y dirigido nuestras acciones y pensamientos tiende a ser una experiencia perturbadora, angustiante y disruptiva. Los supuestos analíticos que proporcionan los paradigmas nos brindan el andamiaje necesario para encontrar respuestas a las preguntas que nos hacemos, orientando nuestra mirada hacia los datos que deben ser considerados como relevantes para que luego, podamos realizar nuestro trabajo metódicamente.
Mientras nos mantengamos dentro de estos parámetros (preguntas adecuadas, métodos específicos y unidades analíticas claras) sentiremos que estamos realizando “buena ciencia”. Así, el practicante (ya sea clínico o investigador) y el paradigma se vuelven, en cierta medida, inseparables. Como es fácil de imaginar, en momentos donde los supuestos que nos orientan son señalados y examinados críticamente, el velo de la desorientación nos recubrirá progresivamente.
Durante décadas, asumimos que el norte de nuestra práctica, para llevar el estandarte de calidad “tratamientos basados en la evidencia (TBE)”, debía estar guiado por los resultados de la inmensa cantidad de pruebas experimentales a través de protocolos focalizados en síndromes psiquiátricos impulsados por el afán que resaltaban la importancia de la utilización de los manuales diagnósticos.
Desde sus orígenes, el DSM, nos brindó un lenguaje común entre clínicos, investigadores y funcionarios de la salud pública. Nos ofreció detalladas definiciones de los distintos trastornos permitiendo limitar y disminuir la ambigüedad subjetiva inherente al proceso diagnóstico (Regier et al., 2013). Junto a ellos, la terapia cognitiva conductual (TCC) progresó fuertemente con la creación de modelos que buscaban explicar la aparición y mantenimientos de síntomas para cada uno de los trastornos.
Durante “la era de los protocolos” las ideas de mejoras y beneficios se vio impulsada por la producción de una gran cantidad de información científica relacionada a los síndromes. Así, las investigaciones avanzaron identificando un número creciente de trastornos con sus características específicas y definiciones diagnósticas cada vez más estrechas. El auge y éxito del enfoque específico para cada trastorno se evidenció en el incremento significativo de tratamientos con soporte empírico para diagnósticos específicos (Schaeuffele et al., 2020). Junto al auge de los sistemas clasificatorios de los problemas mentales, los clínicos comenzamos a ser entrenados para desarrollar una mirada topográfica y médica del sufrimiento humano que pudiera detectar y cuantificar signos y síntomas presentes en la persona (Hayes & Hofmann, 2020). Así, al cumplir con ciertos pasos determinados, el psicoterapeuta podía acceder a un conocimiento profundo del funcionamiento psicopatológico de la persona, identificar los déficits que conformaran la diátesis de un trastorno, para luego aplicar el conjunto de técnicas (mecanismos de cambio) adecuadas según los diversos protocolos y estudios controlados (Barlow, 2004; Laska et al., 2014).
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Pero los resultados imaginados y prometidos no se produjeron. A pesar de los cuantiosos recursos invertidos, las investigaciones no lograron identificar patologías subyacentes a los problemas psicológicos. Por ejemplo, dados los supuestos existentes detrás de razonamiento “de enfermedad” fue ciertamente desalentador que el mapeo completo del genoma humano no brindara información consistente sobre genes o sistemas de genes identificables que pudieran explicar de una manera sólida y directa a la psicopatología (Hayes et al., 2019). Este paisaje ordenado y predecible, con el paso del tiempo, comenzó a ser cuestionado por un significativo aumento de contradicciones y preguntas sin respuestas lo suficientemente satisfactorias.
El paso del tiempo fue evidenciando numerosos y significativos síntomas e incongruencias que socavaron lentamente la confianza en el paradigma, ente los que se destacan: 1) la pérdida de información importante por no cuadrar dentro de las categorías diagnósticas, 2) la alta tasa de comorbilidad, y 3) la falta de apoyo al carácter distintivo de las categorías (Meidlinger & Hope, 2017).
En la práctica clínica no resulta inusual ver personas con diagnósticos subclínicos que, por no cuadrar dentro de las categorías diagnósticas, no reciben el tratamiento adecuado o estos son finalizados a pesar de la existencia de síntomas residuales, lo que se estima, que favorecerá el desarrollo de futuras recurrencias. Por ejemplo, se estima que la depresión subumbral o subdrómica presenta una prevalencia, en adultos, que oscila entre 2,9% y el 9,9% en atención primaria y entre el 1,4% y 17,2% en entornos comunitarios. No solo se ha demostrado que personas que sufren este tipo de cuadros depresivos experimentan importante deterioro funcional, ven empeorada su calidad de vida y utilizan servicios de salud en mayor medida que personas sin síntomas depresivos sino que también, representa un importante factor de riesgo para el desarrollo de un futuro trastorno depresivos (Lee et al., 2019).
Paralelamente, siendo posiblemente uno de los síntomas mas significativos, la inflación diagnóstica dejó en evidencia la adicción persistente y continua de trastornos expandiendo progresivamente las barreras de los desórdenes psicológicos.
Se calcula que aproximadamente el 5% de la población general tiene un desorden mental (WHO, 2008) y que, entre 15 y 20% adicional, tiene condiciones más leves y/o temporales que son sensibles al placebo y a menudo, difíciles de distinguir de los problemas esperables de la vida cotidiana (Frances, 2013). Este movimiento se vio acompañado por el desarrollo de un nuevo y letal síntoma para las premisas básicas del paradigma: la comorbilidad.
La comorbilidad se ha transformado en la norma y no en la excepción llevando a que como terapeutas debamos aportar cada vez mayor grado de creatividad para evaluar y tratar a los problemas de los pacientes
Se estima que, aproximadamente el 40% de los pacientes presentan más de un diagnóstico (Schaeuffele et al., 2020). Por ejemplo, la mayoría de las personas que cumplen los criterios diagnósticos de un trastorno cumplirán los criterios diagnósticos de un segundo trastorno. A su vez, la mayoría que cumplen los criterios para dos diagnósticos los cumplirá para un tercero (Caspi & Moffitt, 2018).
Las categorías diagnósticas comenzaron a verse cómo agentes extraños y la realidad de la persona fácilmente descriptible comenzó a perder fuerza. Nos encontramos ante la realidad cotidiana de que las personas rara vez encajan claramente en las categorías diagnósticas definidas en los TBE. La comorbilidad se ha transformado en la norma y no en la excepción llevando a que como terapeutas debamos aportar cada vez mayor grado de creatividad para evaluar y tratar a los problemas de los pacientes.
Para completar el cuadro, en las últimas décadas, los protocolos basados en la evidencia proliferaron a tal punto que, lentamente fueron superponiéndose entre distintas variantes y versiones resignando, en muchos casos, parte de la especificidad de los tratamientos y de la energía para identificar componentes y procesos claves del cambio.
La propagación de alternativas para el tratamiento de las diversas afecciones se vio acompañada al mismo tiempo por el aumento de competencia entre las distintas marcas terapéuticas por ser quien presentará mayor efectividad en los distintos tratamientos.
Por ejemplo, tanto la TCC, la terapia interpersonal y la terapia de activación conductual han intentado mostrarse como el camino más efectivo para el tratamiento de los trastornos depresivos (Cuijpers, 2016). A pesar de presentar diferentes premisas que explican cómo se desarrollan los problemas y como estos pueden ser tratados, no han logrado hasta el momento, diferenciarse significativamente en cuanto a la efectividad.
Ante esta realidad no es de sorprendernos que aquello supuestos, que tiempo atrás parecía tan consolidado y estable, comenzara a crujir y verse movilizado. Así fue como, el discurso unificado dentro de la TCC comenzó a sentirse desactualizado dando lugar al surgimiento de otras y nuevas visiones alternas (quizás, potencialmente complementarias). La hipótesis de que ciertos procesos cognitivos y conductuales se encuentran presentes en una amplia gama de trastornos fue ganando terreno lentamente (Mansell et al., 2009). Así, la conceptualización de la comorbilidad cómo la coexistencia de trastornos comenzó a ser dejada de lado cobrando fuerza la idea de que esta es el resultado de una base subyacente común compartida entre los distintos trastornos (Caspi et al., 2014).
Lentamente la era de los protocolos vio iniciada su puesta dirigiéndose nuevamente la atención del mundo científico hacia los procesos de cambio (Hofmann & Hayes, 2018).El aumento de interés por comprender la interacción dinámica entre distintos procesos y la psicopatología comenzó a ser eje de los estudios y las investigaciones.
La identificación y clasificación de los distintos procesos transdiagnósticos pasó a ser el eje central de discusión favoreciendo su rápido crecimiento. Por ejemplo, desde el pionero trabajo de Ingram (1990) que nos proporcionó una visión completa del papel relevante que juega “la atención centrada en uno mismo” en el desarrollo de una amplia gama de trastornos (como por ejemplo: la depresión, una variedad de trastornos de ansiedad, abuso de alcohol, esquizofrenia y psicopatía) al comienzo del milenio, Harvey et al. (2004) publicó uno de los primeros libros que recolectaba los desarrollos producidos hasta ese momento en los distintos trastornos. En su libro logro identificar más de 100 procesos. Número que, con el paso del tiempo continúo creciendo a gran velocidad generando el interés y la necesidad de desarrollar modelos descriptivos que integraran conjuntos de procesos pudiendo así guiar la selección y el desarrollo de las intervenciones. Por ejemplo, se ha intentado clasificar los procesos según su especificidad (evitación experiencial, neuroticismo, emociones desadaptativas), amplitud (los procesos más amplios pueden ser entendidos como procesos de orden superior o subyacentes que se expanden a distintos procesos específicos), según su flexibilidad o rigidez (siendo esta ultima la que determinará, más que los procesos en sí, el desarrollo de la psicopatología) (Morris & Mansell, 2018) o según los contenidos mentales de los procesos (ya que después de todo, las creencias y los pensamientos de los pacientes son centrales para la terapia). (Dalgleish et al., 2020).
Lentamente (pero seguro), una agenda alterna comenzó a surgir y tomar mayor impulso con el norte fijado en dar herramientas a los clínicos para que puedan brindar tratamientos efectivos basados en la ciencia e individualidades para satisfacer las necesidades de cada paciente.
En resumen, las investigaciones sobre procesos transdiagnósticos están, aun, en fase de desarrollo y con ellos, sistemas clasificatorios alternos como el RDoC (Insel et al., 2010) o el HITOP (Kotov et al., 2017). Y si bien, hasta el momento, no existe un marco teórico completo que explique la interacción, organización jerárquica y la relación entre los distintos procesos, la formulación de caso ideográfica y el desarrollo de hipótesis sobre qué mecanismos subyace al problema que presenta la persona, ha demostrado brindar un entendimiento global del contexto y de la presentación del problema, dotando al clínico de la flexibilidad para planificar un tratamiento específico para cada persona (Meidlinger & Hope, 2017).
En cuanto a los tratamientos, si bien hoy en día, no existe una clara y uniforme definición, como denominador en común podemos decir que estos dirigirán sus esfuerzos a modificar procesos subyacentes y compartidos por una amplia gama de trastornos sin tener así que adaptarse a los distintos trastornos. Esta definición deja en evidencia un incremento en la modulación e individualización de las intervenciones (es decir, el pasaje de lo nomotético a lo ideográfico).
Modelo transdignóstico: el inicio de la era de los procesos
En la última década, la literatura emergente sobre procesos y tratamientos transdiagnósticos fueron ganando relevancia en los espacios académicos. Pero ¿Qué se entiende por procesos?
Los procesos transdiagnósticos pueden ser entendidos como procesos cognitivos (p. ej., atención, memoria, pensamiento) y conductuales (p. ej., evitación manifiesta) subyacentes que favorece el desarrollo y mantenimiento de la sintomatología en una amplia gama de trastornos. Muchas veces, alguno de estos procesos pueden recibir el nombre de “estilo”, como por ejemplo, “estilo de respuesta rumiativa” el cual puede ser utilizado para indicar la naturaleza repetitiva del proceso (Morris & Mansell, 2018).
Podemos continuar diciendo que los procesos terapéuticos son como un conjunto de cambios basados en una teoría (mecanismos), dinámicos, progresivos y multinivel que ocurren en secuencias predecibles establecidas empíricamente y orientadas hacia los resultados deseables (objetivo de tratamiento deseable).
Según la perspectiva transdiagnóstica los procesos psicológicos comunes conducen a trastornos clínicos aparentemente diferentes y al mismo tiempo, estos procesos podrán ser vinculados a determinados procedimientos terapéuticos que colaboren en la mejoría de la persona promoviendo su prosperidad. Sin embargo, los procesos en sí no ofrecerán un enfoque verdaderamente individualizado e integral para comprender y tratar a la persona detrás del problema que presenta. Solamente podrá ser llevado a cabo a través de la reflexión y formulación de casos.
A través de ella, se buscará identificar las vulnerabilidades subyacentes y patrones de respuestas que, generar hipótesis que expliquen la problemática de la persona, cómo se desencadenan y mantienen sus síntomas cognitivos, conductuales, emocionales y fisiológicos.
Frank and Davidson (2014) desarrollaron una poderosa guía con el fin de organizar la información relevante y orientar al clínico para que logre identificar los mecanismos de vulnerabilidad y respuestas que participan en los problemas de las personas. Ambos mecanismos estarán interconectados contribuyendo a la generación de ciclos de retroalimentación continua que perpetuarán el problema y a menudo, podrán generar problemas adicionales.
Los mecanismos de vulnerabilidad son construcciones similares a rasgos que predisponen a los individuos a padecer problemas psicológicos como resultado del inter-juego de factores de riesgo genéticos, predisposiciones fisiológicas, déficit regulatorio y experiencias aprendidas tempranas. Estos podrán ser cognitivos, emocionales, perceptuales, comportamentales o multidimensionales y habitualmente, tienden a co-ocurrir. Estos mecanismos, susceptibles a estresores internos como externos, desencadenarán respuestas de comportamiento desadaptativas (es decir, mecanismos de respuestas) que le permitirán a la persona mitigar y hacer frente a la vulnerabilidad psicológica.
Por su parte, los mecanismos de respuestas serán el intento que realice la persona de hacer frente o evitar estados emocionales displacenteros compensando el desequilibrio generado en el individuo. Por ejemplo, si la persona presenta intolerancia a la incertidumbre, esquemas negativos y dificultades en la regulación emocional (como mecanismos de vulnerabilidad) podrá intentar hacer frente al malestar a través de evitación experiencial y pensamientos negativos repetitivos (rumiación/ preocupación).
Al lograr identificar ambos mecanismos el clínico tendrá la posibilidad de contemplar los diferentes componentes del problema de la persona y la propia dinámica generada para hacer frente al malestar producido por los mecanismos de vulnerabilidad responsable de favorecer la creación de un bucle de retroalimentación positiva que perpetuará el problema y con el tiempo, posiblemente vaya agregando nuevas dificultades.
Contextos + procesos
Resultará indispensable comprender a los procesos como un grupo coordinado de cambios o sucesos en la estructura de la realidad vinculados de manera sistemática entre sí, ya sea de una manera causal o funcional (Rescher, 1996). Al igual que nuestra existencia, son contextuales y longitudinales por lo que, pensar en procesos nos requerirá que prestemos atención tanto al individuo como al contexto.
Esto es, más allá de los componentes activos del tratamiento, las personas experimentaremos una variedad de circunstancias por fuera del mismo. El contexto y los factores sociales influirán sobre la dirección y los resultados del tratamiento, como así también, el tratamiento la hará sobre el contexto y los factores sociales (Hayes et al., 2019).
Nuestro punto de vista y nuestras descripciones del mundo dependerán directamente de nuestra cultura, interés, historia y naturaleza de nuestro lenguaje. Nuestros conceptos y acciones relacionadas se irán desarrollando a través de procesos continuos de interacción con el mundo. Así, nuestro universo será un conjunto de relaciones entre relaciones dinámicas que irán permaneciendo y variando a lo largo del tiempo.
El marco de referencia que utilizamos para construir el mundo permitirá y restringirá (al mismo tiempo) el proceso de interacción. A través de dicho marco de referencia es que definiremos lo que percibimos como problema y de qué manera solucionarlo. Es decir que, por ejemplo, ante el aumento de malestar por una situación determinada, nuestra mente llevará a cabo una serie de acciones que intentarán disminuir el sufrimiento.
Este primer ensayo de solución, denominado “solución, cambio de primer orden o de tipo 1”, representará el intento, más o menos efectivo que haremos para alejarnos de aquello que nos genera dolor y sufrimiento (Fraser, 2018). Nuestra mente aprenderá, a través de reiteradas experiencias positivas de resolución que, cuando el incremento de sufrimiento se haga presente, existirá en nuestro bagaje de acción una serie de respuestas que podremos ejecutar para disminuir el sufrimiento y neutralizarlas.
Generalmente estas acciones serán efectivas y logrará disminuir el malestar. Sin embargo, cuando no lo logren se iniciará un desafío mayor. Ante el fracaso en la resolución del conflicto, los patrones de solución continúan ejecutándose, redoblando la apuesta ante la amenaza, pero obteniendo el mismo resultado negativo. Así, se iniciará el desarrollo de un círculo vicioso que se irán cronificando y exacerbando el problema que intentan solucionar. Este circuito se irá convirtiendo en un patrón auto organizado en función de una meta y dominio específico.
Soluciones diferentes a las planteadas por nuestro marco de referencia serán vistas, (siempre) como intentos contra intuitivos o paradojales por lo que, no las veremos como una opción válida a pesar de que puedan resolver o redirigir nuestros problemas. Este tipo de solución se denominarán “cambio de segundo orden o tipo 2”.
Al poder conocer una muestra de procesos de interacción presente en la persona en un momento determinado (los cuales tenderán a repetirse en el tiempo) el terapeuta tendrá la oportunidad de conocer el sistema de patrones más amplio permitiéndole observar el bosque más allá del árbol.
El entendimiento y la formulación de círculos viciosos activos en la persona permitirá al terapeuta realizar intervenciones que busquen generar pequeños cambios en dichos patrones, buscando generar movimientos en cascada (bucle de feedback positivo) distintos a los ya activados en la persona.
De esta manera, el ambicioso objetivo de la perspectiva basada en procesos será el generar una plataforma que permita integrar todas las psicoterapias que funcionan alrededor de principios de contexto, de proceso y de cambio.
Intervenciones
A medida que fue proliferando la identificación de constructos responsables del mantenimiento de los síntomas en una variedad de trastornos (y con ello, la nosología transdiagnóstica y la ciencia basada en procesos), los esfuerzos por generar intervenciones efectivas que mantengan la esencia de los principios transdiagnósticos, ya mencionados con anterioridad, han ido incrementando. El progresivo desarrollo y constante aumento de interés por comprender los procesos implicados en los distintos trastornos han ido complejizando la formulación y el entendimiento de la psicopatología.
Este movimiento progresivo estimuló la elaboración de protocolos de intervención (fiel a los fundamentos y búsqueda) que abordarán la heterogeneidad de la clínica y sus comorbilidades. En términos generales podemos decir que, la búsqueda central de las intervenciones transdiagnósticos será reducir paulatinamente el bucle de retroalimentación positiva existente entre distintos mecanismos de vulnerabilidad y resistencia.
Desde las primeras propuestas de intervenciones generalizadas y unificadas, se han ido desarrollando nuevas propuestas más individualizadas y modulares, resaltando la importancia del juicio clínico y el análisis de datos (Schaeuffele et al., 2020). Dentro de este mundo diverso, encontraremos enfoques que mantienen una postura psicopatológica intrínsecamente transdiagnósticos, como por ejemplo ciertas teorías psicodinámicas, otros que pueden ser aplicados de forma transdiagnósticos, como muchos de los enfoques de la tercera ola y otros que fueron desarrollados específicamente desde esta perspectiva siendo esta su marca distintiva.
En los últimos años se han realizado distintos intentos por dar ciento orden y claridad al nuevo campo emergente de intervenciones transdiagnósticos. Por ejemplo, Sauer-Zavala et al. (2017) propusieron organizarlas en tres categorías generales: la primera (1) de estas, denominada Principios terapéuticos aplicados universalmente, se encuentran conformadas por intervenciones que involucran principios terapéuticos generalmente vinculados a una escuela o tipo de terapia específica (p. ej., psicodinámica, cognitivo conductual, humanístico) y contiene estrategias (p. ej., reestructuración cognitiva, trabajo transferencial) que se aplican a una amplia gama de problemas psicopatológicos
Aquí, las teorías proporcionarán las explicaciones de cómo se deberá realizar la terapia y las intervenciones representarán el esfuerzo “top-down” de aplicar una técnica terapéutica a múltiples trastornos, sin considerar explícitamente a los procesos (similares) que mantengan a los trastornos tratados.
La segunda categoría (2) estará conformada por los “tratamientos modulares”. Si bien los principios terapéuticos aplicados universalmente suelen representar el enfoque tradicional de los tratamientos transdiagnósticos, han surgido nuevos métodos para tratar múltiples trastornos. Las intervenciones modulares, también conocidas como intervenciones de elementos comunes, se destacan por presentarle al clínico la posibilidad de desarrollar un tratamiento único para cada paciente mediante la selección de un amplio abanico de estrategias terapéuticas con soporte empírico. Los tratamientos modulares pueden considerarse un enfoque empírico más que teórico ya que estos, intentan reducir la sintomatología sin abordar necesariamente los mecanismos psicopatológicos básicos.
El clínico listará los problemas del paciente y seleccionará las estrategias terapéuticas que relevantes para cada uno de estos, permitiendo generar un tratamiento específico para cada uno de sus consultantes, independientemente del diagnóstico. Por ejemplo, en la clínica infantojuvenil es posible destacar el tratamiento modular para problemas de ansiedad, depresión y/o problemas de conducta desarrollado por Chorpita and Weisz (2009) denominado MATCH ADTC. Años más tarde, Evans et al. (2020) demostraron la efectividad del protocolo para trabajar en niños con irritabilidad severa. También es posible destacar el protocolo para la prevención de la ansiedad y depresión en la infancia, desarrollado por Essau and Ollendick (2013). En adultos, el protocolo llamado Shaping Healthy Minds desarrollado por Black et al. (2018) ha mostrado efectividad para tratar la misma gama de problemas o el tratamiento modular CETA para abordar adultos con problemas de ansiedad y de ánimo (Murray et al., 2014).
El “tratamiento de mecanismos compartidos” serán la tercera categoría de los tratamientos transdiagnósticos. Estos estarán conformados por trabajos que intentan identificar los procesos que están implicados en el desarrollo y mantenimiento de una clase de trastornos psicológicos. Los tratamientos incluidos en esta categoría representarán un intento de cambio en la concepción de la psicopatología, la formulación del problema y el tratamiento. Por lo tanto, las estrategias estarán explícitamente diseñadas para dirigirse a las características centrales que generan el desarrollo de los trastornos.
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