Sam Brinton para The New York Times:
A principios de la década de los 2000, cuando estudiaba la secundaria en Florida, me sometieron a un trauma que tenía como propósito borrar mi existencia como bisexual recién salido del clóset. Mis padres eran misioneros bautistas sureños que creyeron que la práctica peligrosa y desacreditada de la terapia de conversión podría curar mi sexualidad.
Me senté en un diván durante dos años y aguanté sesiones emocionalmente dolorosas con un orientador. Me dijeron que mi congregación rechazaba mi sexualidad, que yo era la abominación de la que habíamos escuchado hablar en la escuela dominical, que yo era la única persona homosexual en el mundo, que era inevitable que contrajera VIH y tuviera sida.
Sin embargo, el asunto no terminó con estas hirientes sesiones de charlas terapéuticas. El terapeuta dio instrucciones para que me amarraran a una mesa y me pusieran hielo, calor y electricidad en el cuerpo. Me obligaron a ver en un televisor videos de hombres homosexuales que se tomaban de las manos, se abrazaban y tenían sexo. Se suponía que asociaría esas imágenes con el dolor que estaba sintiendo para hacerme heterosexual de una vez por todas. Al final no funcionó, pero yo decía que sí solo para dejar de sentir dolor.
Sam Brinton representa a cientos de miles de personas que han sufrido de algún tipo de terapia de conversión y que no han podido recibir ningún tipo de contención.
Este tipo de terapias todavía son “legales” dentro de 41 estados de Estados Unidos. Otros países como Argentina, Inglaterra y Australia, han tomado el problema con la responsabilidad que merece y las han prohibido totalmente y la OMS también se ha pronunciado argumentando que no tienen ningún tipo de justificación médica y que atentan contra la salud de las personas, causando epresión, suicidio, etc.
Un punto muy interesante del artículo del testimonio, es que las terapias de “conversión” no solo son aquellas que son dirigidas por un “especialista” en un centro, sino cualquier acto de querer cambiarlos como: el castigo recurrente que sufre un niño de sus padres por ser demasiado femenino o llevarlo a sesiones de oraciones para eliminar la homosexualidad.