Por: Lic. José Dahab, Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. Ariel Minici
En el año 1984, las investigaciones efectuadas con la tercera versión del DSM (la Biblia de la Psiquiatría) estimaron que entre el 2 y el 4 % de la población padecía a lo largo de su vida un trastorno de ansiedad. En el año 2003, nuevos estudios (de igual rigurosidad pero realizados con criterios de la cuarta versión del mismo manual) concluyeron que aproximadamente un 29 % de la población sufría un trastorno de ansiedad en algún momento de su vida. ¿Qué sucedió en estos 23 años? ¿Será que los problemas de ansiedad se multiplicaron por 10? Quizás…
Asimismo, en el año 1973, el mismo manual había dejado de considerar a la homosexualidad una enfermedad. ¿Podríamos entonces afirmar que en ese momento entre el 5 y 10 % de la población, es decir, millones de personas simplemente se curaron de esta “enfermedad”? Hay algo en estos números que no está bien.
Estructuralismo y funcionalismo en el concepto de enfermedad
La demarcación de las enfermedades en el terreno médico/biológico resulta mucho más sencilla que en el psicológico. En efecto, podemos identificar con relativa facilidad la función biológica que un sistema determinado ha de ejecutar en el organismo; si tal función no se cumple, o se logra parcial o defectuosamente, el sistema está enfermo. Este concepto es aplicable a todos los sistemas, desde los más minúsculos (como las células o, incluso, los organelos como mitocondrias y ribosomas) hasta los grandes órganos formados por múltiples tejidos (como un riñón o un pulmón).
Así, por ejemplo, la función principal de los riñones consiste en el procesamiento de los líquidos y, con ello, la excreción de toxinas a través de la micción. Si uno o ambos riñones no logran cumplimentar esta misión, el organismo no libera los líquidos, lo cual acarrea múltiples consecuencias negativas, graves, incluso la muerte. De este modo, se vuelve bastante evidente saber si un riñón se encuentra enfermo, esto es, cuando no procesa los líquidos. El mismo razonamiento se aplica a casi cualquier órgano; vale decir, si no cumple su función, está enfermo. Con una sola gran, muy gran excepción; nuestro elefante en el living, .
¿Cuál es la función del cerebro? Pensar, sentir, creer, recordar, interpretar al mundo, dar sentido, pero también defenderse de los microorganismos y jugar al fútbol. Cada una de las funciones de nuestro cerebro puede a su vez abrirse en un abanico de múltiples aristas. Recordar es traer a mi presente momentos de mi infancia, los tiernos y felices pero también los que me hacen sufrir. ¿Es el mismo proceso? Puedo pensar en el rostro de mi madre o en el concepto de salud mental, o en cómo serán los miles de millones de planetas que hay en el universo, los cuales nunca conoceré de modo directo; no obstante puedo imaginar que camino sobre alguno de ellos. Todas son funciones del cerebro.
Es una función de mi cerebro estar angustiado porque me han diagnosticado una enfermedad grave, así como también lo es la angustia por una enfermedad grave que no tengo pero creo que algún día podría desarrollar. Mi cerebro siente tristeza porque ha fallecido mi mascota al igual que porque creo que, luego de los 51 años que cumplí, la vida ya no tiene sentido. Las tareas que lleva a cabo el cerebro son tan variadas y virtualmente infinitas que nadie dispone al día de hoy de una lista exhaustiva de cuántas y dudosamente alguien la tenga al menos en el corto plazo. ¿Cómo saber entonces cuándo ha dejado de cumplir su función y está enfermo?
Entonces, lo que resulta relativamente simple de demarcar en cualquier sistema biológico (esto es, un órgano está enfermo si no cumple bien su función) se torna extremadamente complejo en relación con el cerebro humano, pues éste tiene múltiples funciones, muchas de las cuales no alcanzamos aún a entender y, menos aún, a saber cuándo han dejado de cumplimentarse correctamente.
Ahora bien, ¿qué implica esto para la psicología? En especial, ¿qué tiene esto que ver con la psicología clínica y especialmente con la terapia cognitivo conductual?
Desde hace muchos años y hasta la actualidad, han existido reiterados intentos de aplicar el modelo médico/biológico a los problemas psicológicos. Así, desde una tal perspectiva, estos últimos se entienden como enfermedades médicas objetivables y clasificables, como si dependieran del fallo de un órgano al ejercer su función. De este modo, se espera que la enfermedad “mental” se manifieste con signos y síntomas distintivos, los cuales permitirían un diagnóstico unívoco, seguiría un curso, tendría una evolución, un pronóstico y un tratamiento. Es el estructuralismo aplicado a la psicopatología, representado máximamente en nuestros días por dos manuales diagnósticos: el DSM(Manual Diagnóstico y Estadístico de los Desórdenes Mentales), publicado por la Asociación Psiquiátrica Americana y la CIE (Clasificación Internacional de Enfermedades), de la Organización Mundial de la Salud (O.M.S.), aunque este último no se refiere sólo a los problemas mentales.
El estructuralismo aplicado a la psicología, y en especial a la psicopatología, asume la existencia de atributos (o estructuras) subyacentes relativamente invariables, las cuales poseen un rol causal respecto de los fenómenos observables. Las observaciones efectuadas de la conducta son, por ende, comprendidas como indicadores de las estructuras ocultas que no son visibles directamente. En este paradigma filosófico se enmarca gran parte de la historia de la psicología, incluido el psicoanálisis y la tradición psiquiátrica que lo continuó en las diferentes versiones del DSM. Este manual mostró la influencia evidente del Psicoanálisis hasta al menos su tercera versión, cuando se hablaba aún de psiconeurosis. La decadencia del enfoque psicodinámico forzó la conversión de gran parte del vocabulario, pero no cambió la filosofía de base: el modelo médico estructuralista. Así, se asume que existen enfermedades psicológicas latentes, no directamente observables, las cuales se manifiestan a través de síntomas y signos. En esta óptica existe, por ejemplo, la fobia social como entidad latente en algunas personas; ella se exhibe con sentimientos de ansiedad y miedo en las interacciones sociales y, por consecuencia, conductas de evitación. O del mismo modo existe la depresión, un ente que se encuentra en el sujeto, como elemento subyacente, el cual se expresa en tristeza, pensamientos rumiantes de culpa y desvalorización, falta de energía, entre otros. Pero ni el miedo de la persona con fobia social ni la tristeza del paciente depresivo son el problema, sino que son síntomas del problema; de la entidad subyacente que se llama fobia social o depresión, respectivamente en estos casos. Al igual que en una enfermedad infecciosa, donde la fiebre no es el problema sino el síntoma, en los trastornos psicológicos los comportamientos desadaptativos no son otra cosa más que esto: síntomas de la entidad latente, la cual en sí es el verdadero problema.
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Por supuesto que el modelo anterior ha recibido duras críticas, las cuales no podemos más que mencionar acá muy resumidamente.
- No hay pruebas de las entidades latentes más que los mismos comportamientos que se utilizan para deducirlas, con lo cual fácilmente caemos en un razonamiento circular. En otras palabras, la presencia de las estructuras subyacentes se infiere de los comportamientos pero luego son esas estructuras las que se usan para explicar la causa de los comportamientos. Por ejemplo, un paciente varón con TOC homosexual se siente angustiado cuando se saluda con un beso con sus amigos del mismo sexo, diremos que la causa de este síntoma es que padece un TOC. ¿Y cómo sabemos que tiene un TOC? Porque experimenta angustia al saludar a sus amigos varones con un beso, entre otros comportamientos similares.
- No se ha logrado ni lejanamente generar una nómina exhaustiva de las posibles entidades subyacentes que provocan los síntomas. El intento ha terminado por listar cada vez más y más entidades, es decir, trastornos, y vincularlos con comportamientos problemáticos. No sabemos dónde finalizará este inventario de síndromes. El manual se vuelve realmente más abarcador, pero también a su vez cada vez menos específico. Hoy casi todo el mundo cumple algún criterio de los ahí incluidos.
- No hay una relación de especificidad entre los síntomas y las entidades latentes, casi nunca. Vale decir, los mismos comportamientos problema remiten frecuentemente a diferentes estructuras y las mismas estructuras suelen dar conductas desiguales. De este modo, alguien padece trastorno de pánico porque siente mareo, sensación de irrealidad, sofocación, calor y teme morir de un ACV. Otro sujeto experimenta taquicardia, sudoración, dolor en el pecho, temblor en las extremidades y teme morir de un infarto; es decir, síntomas completamente diferentes, pero reciben igual diagnóstico; ambos presentan un trastorno de pánico.
- Existe una amplia superposición de comportamientos, con una distribución muy heterogénea a la cual no se ha podido dar orden más que enumerando otras estructuras que se superponen. Esto es la comorbilidad, uno de los problemas más serios que afronta el modelo. Si diferentes entidades psicopatológicas produjesen los síntomas puntuales observables en la conducta, entonces asistiríamos a la aparición más frecuente de los sindromes más puros. No habría razón alguna por la cual, por ejemplo, quien padece una fobia social también tiene alta probabilidad de padecer trastorno de pánico y depresión. Pero ya sabemos que esto no es lo que sucede. La comorbilidad constituye la regla y no la excepción. El caso de los trastornos de la personalidad se revela como el más elocuente. En efecto, casi ningún paciente recibe un solo diagnóstico de trastorno de la personalidad a excepción del subtipo TOC de la Personalidad. En los otros casos, cuando se tiene uno de ellos, también se cumplen los criterios de al menos dos o más en la mayoría de los pacientes.
La serie de críticas a la aproximación estructuralista que el DSM representa podría seguir, nos hemos limitado a las más importantes. ¿Qué hacemos entonces con este manual? En verdad, ¿sirve para algo? Seguramente que ha logrado mejorar la comunicación (una de las misiones principales para las cuales fue creado) aunque, para muchos, también esta meta la ha alcanzado a medias. En verdad hay psicólogos de mucho renombre para los cuales el DSM no sirve literalmente para nada y debería simplemente abandonarse.
Nosotros no creemos esto. Si bien no ha conseguido su objetivo final y todo parece indicar que nunca lo hará, sí se han alcanzado algunas metas importantes a partir del mismo. Por un lado, se ha unificado mucho el vocabulario y se ha progresado no tanto en la precisión diagnóstica pero sí en el acuerdo acerca de cómo llamar a ciertas entidades, las cuales no existen en el mundo real, pero sí en las mentes de quienes usamos las palabras. Vale la pena recordarlo, el uso consensuado de un conjunto de términos no es poca cosa en ningún campo científico.
En cuanto a la psicopatología, ello ha permitido la realización de grandes experimentos, con muchos pacientes con un diagnóstico igual (o al menos, denominado igual), a los cuales se les aplica un mismo tratamiento y se los compara con otro grupo, el control, el cual no recibe tratamiento. Este paradigma de estudio denominado de “ensayos clínicos aleatorizados” pretende describir protocolos terapéuticos específicos para síndromes determinados, dentro de una lógica muy propia de la validación de tratamientos médicos, especialmente farmacológicos. Ha dominado la investigación psicológica de terapias basadas en evidencia durante al menos unos 30 años, entre 1980 y 2010 aproximadamente.
Una tal aproximación sólo resulta viable a partir de cierta precisión y acuerdo diagnóstico así como del uso de un lenguaje consensuado, todo lo cual el DSM ha hecho posible. Aunque, a decir verdad, también este dispositivo de investigación ha sido puesto en tela de juicio.
El aporte de la terapia cognitivo conductual
El intento de diseñar protocolos de tratamiento específicos, manualizados incluso paso a paso, para sindromes determinados se ha nutrido principalmente de los procedimientos de la terapia cognitivo conductual. Dado que era y sigue siendo el enfoque con más raigambre científica, sus técnicas siempre resultaban la primera línea de elección. Así las cosas, la TCC recibió un fuerte incentivo para su desarrollo y diseminación, aunque la filosofía básica del paradigma de investigación de ensayos clínicos aleatorizados no fuera la misma en la que se sustenta la TCC. De hecho, con este tipo de investigación sí quedó claro que, en su conjunto, los procedimientos técnicos aplicados eran eficaces, pero poco se aportó al conocimiento de cuáles eran los mecanismos involucrados en el cambio conductual. Digamos que se ha logrado saber que un conjunto de procedimientos aplicados en tal o cual orden resultan efectivos para aliviar tal o cual síndrome, pero desconocemos la causa de ello, o cuánto aporta cada componente del tratamiento a la eficacia final. Una de las preguntas fundamentales de la tradición de la TCC queda sin ninguna respuesta: ¿Qué tratamiento, por quién, es más efectivo para este individuo con este problema específico, y bajo qué conjunto de circunstancias, y cómo se produce?
Como hemos remarcado en varias oportunidades, el análisis funcional de la conducta constituye uno de los procesos más distintivos de la evaluación e intervención en terapia cognitivo conductual. Volveremos enseguida sobre este concepto, central en la presente discusión. Por ahora, digamos que algunos psicólogos de la TCC reconocen en el DSM un punto de partida para facilitar el análisis funcional, pues consideran que en este manual se describen agrupaciones topográficas de comportamientos covariantes. En otras palabras, el DSM contendría una suerte de decálogo de conductas que frecuentemente aparecen y varían juntas, controladas asimismo por factores ambientales también estadísticamente comunes. Si bien siempre se remarca que las categorías poseen una gran heterogeneidad, se entiende que ellas describen comportamientos-problema típicos, a veces incluso con antecedentes y consecuentes también comunes. De este modo, el DSM se convertiría en un buen punto de partida, tornando a sus categorías como orientativas para la construcción del análisis funcional.
Lo que hoy conocemos como terapia cognitivo conductual nació y se constituyó como un paradigma aplicado en la confluencia de diversas vertientes que enfatizaron la relación del individuo con su entorno. De este modo, en lugar de preguntarse por las entidades latentes inobservables que daban lugar a la conducta, los psicólogos de esta orientación han puesto el acento en cómo el comportamiento es una función del ambiente y viceversa, cómo el ambiente resulta también una función de la conducta. Vale decir, la tradición de la TCC otorga gran importancia a las relaciones observadas entre las conductas y el entorno, procurando establecer leyes que describan a las mismas y, por ende, permitan la predicción y el control. Esto es el funcionalismo en psicología y psicopatología.
El funcionalismo
La tradición filosófica del funcionalismo remarca, como fácilmente se deduce de su mismo nombre, la función, el rol, el papel que un determinado objeto estudiado desempeña en su ambiente. Uno de los mejores ejemplos de explicación funcional es la teoría de la evolución por selección natural propuesta inicialmente por Darwin, la cual se considera en la actualidad un marco de entendimiento general para cualquier disciplina que estudie objetos vivos, incluida, por supuesto, la psicología. Se trata de un análisis de cómo los organismos cambian en concordancia con la transformación de su entorno.
Skinner, uno de los padres del modelo y seguramente uno de los psicólogos más importantes de la historia, describió tres grandes fuentes del comportamiento:
- Primero, la evolución biológica, que dota al organismo con un conjunto de reflejos básicos heredados tras millones de años de evolución de la vida.
- En segundo lugar, la evolución de las operantes comportamentales a lo largo de la vida de un organismo, algunas de las cuales se tornan más probables que otras a partir de las consecuencias que le siguen; en otras palabras, en neta interacción con el ambiente.
- Finalmente, Skinner reconoce a la evolución cultural como tercera fuente del cambio conductual. Esta última incluye agencias institucionales formales o informales que determinan qué comportamientos son aceptables y, por ende, reforzados.
Desde una perspectiva funcional no importa tanto el sustento físico del objeto estudiado sino la relación entablada con el entorno. Así, una cuchara es una cuchara si puede usarse para servir la sopa, independientemente de si está hecha de acero o madera; lo que le da su esencia de ser cuchara es la capacidad de juntar una pequeña porción de un líquido del plato. Ahora bien, estamos acá hablando de un objeto inerte pero diseñado por seres humanos con un propósito. En la naturaleza, los entes sin vida no tienen un papel ni un diseñador, no al menos desde un punto de vista científico. De ahí que si deseamos comprender las diferentes formaciones rocosas que existen en nuestro planeta, hace falta prestar atención a los procesos de formación geológica, echando mano de disciplinas como la química y la física. Pero no tiene mucho sentido preguntarnos por la función de una roca, pues ellas no tienen intenciones ni nadie las puso en su lugar para nada; están ahí por eventos azarosos de la formación de nuestro planeta, no para o porque cumplen ningún papel. Justamente, aquí radica una de las transiciones fundamentales en el tipo de explicación que precisamos al pasar al plano de las entidades vivas.
Al tratar de entender cualquier rasgo de cualquier organismo vivo, debemos preguntarnos qué función desempeña el mismo en su ambiente. Como, por ejemplo, ¿por qué los seres humanos no captamos la luz ultravioleta y las abejas sí? o, ¿por qué los murciélagos poseen un sonar para moverse durante la noche y los humanos no? Cada uno de estos, como de los innumerables rasgos que componen el abanico de la vida, tienen una función: las abejas se alimentan del néctar de las flores, las cuales se detectan más fácilmente si se percibe la luz ultravioleta, los murciélagos son animales nocturnos, un sonar resulta más eficiente que el uso de órganos que capten la luz. Así, desde una perspectiva funcional, los fenómenos se entienden en relación con su entorno, con el rol, papel o función que establecen con el ambiente. Veamos ahora algunos ejemplos humanos.
- ¿Por qué nuestras pupilas se dilatan o contraen? Esto es una reacción a la cantidad de luz en el ambiente. Un ojo con esta característica se halla mejor equipado para brindar al cerebro información tanto de día como de noche.
- ¿Por qué la piel de los seres humanos tiene diferentes colores? Ello representa una adaptación a los diferentes sitios del planeta en los cuales nos hemos instalado. Las zonas con menos cantidad de rayos solares favorecieron una pigmentación más clara que pueda absorber más y mejor la luz y viceversa.
- ¿Por qué no tenemos pelo en todo el cuerpo, como la mayoría de los otros mamíferos? La pérdida del pelo mejora la capacidad de enfriamiento del sistema y ello permite desplazarse por más tiempo, sin parar, por largas distancias.
- ¿Por qué los seres humanos temen más fácilmente a las alturas, espacios cerrados o las aguas profundas que a las llaves de luz y autos a gran velocidad? Pues en nuestro ambiente ancestral, los primeros funcionaron como una amenaza real y los segundos, no; ni siquiera existían.
- ¿Por qué nos dan asco las heces o los fluidos corporales de otros? Esto disminuye la probabilidad de contraer infecciones.
- ¿Por qué un rostro enojado nos dispara fácilmente reacciones de temor y uno feliz, sentimientos de empatía? El primero es una señal de que podemos ser agredidos, mientras que el segundo indica que seremos bien recibidos por la otra persona.
Y en esta línea, funcional, es como pensamos las patologías desde el enfoque de la TCC. Vale decir, nos preguntamos cuáles son las funciones que los comportamientos bajo análisis cumplen en un ambiente determinado. En gran medida, esto supone que las conductas problema siguen las mismas leyes que las conductas sanas.
Así, por ejemplo; al ser despedido del trabajo, una persona pierde una gran número de reforzadores positivos. Ello acarrea sentimientos de tristeza y pensamientos de desvalorización que disminuyen la cantidad de conductas sanas también en otros ambientes. El sujeto se aísla socialmente, pasa horas quieto en su cama, deja de hacer actividad física, todo lo cual trae aparejado una nueva merma de reforzadores positivos. ¿Es esto una depresión? Sí, pero ella es la disminución de la conducta adaptativa acarreada por la pérdida de reforzadores y los pensamientos negativos, lo cual genera un círculo vicioso de más aislamiento y menos reforzadores positivos. Vale decir, la depresión se entiende como la interrelación de la conducta con su entorno, no como una entidad latente que se manifiesta en las conductas. Dicho de otro modo, la depresión es la conducta motora y cognitiva en relación con este ambiente particular.
Veamos otro ejemplo. Carlos, casado, con dos hijos. Él y su esposa trabajan; con el ingreso de ambos la familia tiene suficiente dinero para vivir cómodamente. No obstante, Carlos se preocupa: “y si yo pierdo el trabajo…o ella…cómo hacemos…tenemos que estar preparados”. Estas cogniciones generan angustia, la cual Carlos alivia pensando que han logrado juntar ahorros como para vivir más de un año entero sin trabajar. Se sienta frente a su computadora, revisa un presupuesto, suma todos sus ahorros y calcula nuevamente cuánto podría sostenerse la familia sin que ninguno de los dos trabaje. Estas cuentas las ha hecho cientos de veces, por supuesto, siempre con el mismo resultado. En ocasiones, verifica incluso una caja en la que guarda el dinero, y cuenta nuevamente los mismo billetes que ya contó infinidad de veces. En sus propias palabras “siento que eso me tranquiliza”. ¿Qué padece Carlos? Un trastorno de ansiedad generalizada, diríamos con la clasificación nosológica actual. Ahora bien, desde un punto de vista funcional, entendemos que Carlos presenta una reacción de ansiedad condicionada a ciertos estímulos ambientales y a algunas imágenes catastróficas de pobreza (algo que él sí ha vivido en su infancia, aunque no necesariamente esto justifica su comportamiento). La ansiedad derivada de estos estímulos condicionados se alivia haciendo cálculos de dinero, repasando una y otra vez un presupuesto y contando físicamente los billetes. Estas últimas son conductas de evitación y escape, las cuales, si bien aplacan por un lapso la reacción de temor, terminan por perpetuarla a largo plazo pues interfieren con el natural mecanismo de extinción. Por otro lado, con el tiempo y con la reiteración de este mismo patrón, se fortalecen metacogniciones favorables hacia la preocupación; una valoración positiva que se traduciría en algo así como “estamos bien, no somos pobres, porque yo me preocupé”. Otra vez, no habría problema en llamar a esto trastorno de ansiedad, pero no se trata de una entidad latente que se manifiesta en las conductas sino que el trastorno de ansiedad son las conductas en relaciones con el ambiente. Vale decir, el trastorno es la preocupación, las imágenes catastróficas, el hacer los cálculos de dinero más de cien veces, la ansiedad subjetivamente experimentada y el alivio que se siente al contar los billetes, el decirse “qué bueno que me preocupo porque gracias a esto estamos bien”. En síntesis, el trastorno es este conjunto de conductas en estos ambientes puntuales junto con la trama de relaciones que cobra forma entre los diversos elementos.
En síntesis, desde el punto de vista de la TCC, las conductas problema en un entorno particular constituyen la unidad de análisis; sin suponer que nada de esto es el producto de algún constructo latente inobservable. De ahí que, en términos concretos, el clínico orientado en TCC indagará las conductas problema y luego tratará de obtener información acerca del ambiente actual y pasado a fin de trazar las relaciones funcionales que las conductas bajo análisis entablan con factores de mantenimiento. A esta intervención se la conoce como formulación del análisis funcional, y es el corazón de la evaluación conductual.
La expresión análisis funcional de la conducta halla sus raíces en los trabajos de Skinner a mediados del siglo pasado, quien remarca el estudio del comportamiento en su contexto histórico y situacional. En sentido estricto inicial, la expresión refiere a la triple relación de contingencia que una conducta establece con sus antecedentes y sus consecuentes. No obstante, con el paso del tiempo, la expresión análisis funcional ha expandido su significado para incluir la identificación de las variables importantes, causales, manipulables, vinculadas a determinadas conductas objetivo en un paciente en particular. De este modo, los análisis funcionales reales efectuados por clínicos actuales de la TCC suelen contener la definición de las conductas en varios planos de respuesta y una pluralidad de factores explicativos, entre los cuales se destacan las variables del procesamiento de información tales como pensamientos automáticos, creencias, esquemas y metacogniciones, rasgos de personalidad, habilidades sociales, habilidades de afrontamiento y solución de problemas; aparte de los no menos importantes antecedentes y consecuentes de la conducta. En la búsqueda de los factores explicativos, el terapeuta echa mano del conocimiento aportado por la psicología y las disciplinas relacionadas, a fin de formular las hipótesis del caso. Esto es, y como nos gusta decir, la TCC se nutre de la ciencia, hallando de este modo su identidad en una metodología. Más que un marco teórico o una escuela de psicología, la TCC constituye un enfoque aplicado al cambio conductual de la psicología científica. El método científico atraviesa todo el modelo, desde la formulación misma del conocimiento hasta el modus operandi que los clínicos adoptamos en nuestras intervenciones.
Conclusión y síntesis
Quizá, con el tiempo, dispondremos de algún sistema superador para la clasificación de los problemas mentales, uno que no adolezca de las limitaciones expuestas al tiempo que dirima las diferencias entre diversas aproximaciones. Uno que sirva para clasificar de forma más inequívoca y exhaustiva a los pacientes pero que también nos oriente hacia los tratamientos probablemente eficaces. Hoy el DSM sólo cumple parcialmente una tal función. Se ha mejorado la comunicación efectiva entre profesionales pero las categorías, en un aumento constante con cada edición y progresivamente más inclusivas, terminan por dar que casi todos tenemos algún trastorno mental. Ello resulta muy cuestionable ¿Cuál es la utilidad de un sistema diagnóstico que incluye a casi todos los individuos, dando categorías similares y superpuestas para problemáticas a veces bastante diferentes?
Existen intentos importantes para resolver las dificultades planteadas. Uno de ellos se denomina RdoC, lo que en castellano significa “Criterios de Dominio de Investigación”. Un segundo desarrollo muy prometedor se conoce hoy como “Terapia Basada en Procesos”. Este último enfoque recupera el valor del análisis funcional propio de la TCC y enfatiza la atención a los procesos psicológicos básicos involucrados en las técnicas que operan el cambio terapéutico. Así, se aleja del paradigma estructuralista y las escuelas de psicología para ubicarse dentro del funcionalismo propio de la TCC, pero centrándose en los mecanismos básicos del cambio conductual. La aproximación pretende de esta forma dar unidad a la pluralidad de enfoques terapéuticos que se han desarrollado desde la TCC en los últimos años. Si la propuesta progresa, vertientes como las Terapias Contextuales, Terapia Analítico Funcional, Terapia Dialéctica Comportamental, Terapia Cognitiva, Terapia Metacognitiva y la misma Terapia Cognitivo Conductual, se unirán en un único paradigma, Terapia Psicológica Basada en Procesos. La intervención concreta dependerá del análisis funcional, la formulación individualizada del caso por caso y la objetivación de los procesos y mecanismos intervinientes en el cambio conductual.
Cualquiera sea el desenlace de esta corriente, está claro que los problemas psicológicos habrán de ser tratados como problemas de conductas disfuncionales en interacciones con ambientes específicos y no como entidades latentes enfermas. La lógica de la enfermedad médica, basada en el fallo de un órgano para cumplir su función, no puede simplemente extrapolarse a los fenómenos psicológicos, ello acarrea más complicaciones que soluciones. En virtud de lo expuesto es que los problemas psicológicos no deberían conceptuarse como enfermedades categóricas sino como disfunciones relativas, es decir, comportamientos desadaptativos en contextos definidos. Así pues, los problemas psicológicos no son enfermedades, sino comportamientos disfuncionales al contexto.
Artículo publicado en la revista de CETECIC y cedido para su republicación en Psyciencia.