De tanto en tanto me encuentro con colegas trabajando defusión de una forma de la cual creo que, sin ser necesariamente incorrecta, omite del proceso algo fundamental. Dicho de manera general, se trata de abordar la defusión como si fuera sólo un conjunto de ejercicios y técnicas para lidiar con pensamientos indeseados (lo cual usualmente significa “pensamientos que la terapeuta preferiría que la paciente no tuviera”): aparece un pensamiento que molesta, se lleva a cabo un procedimiento (digamos, repetir cien veces una palabra clave del pensamiento), el pensamiento deja de molestar.
Creo que esta es una forma un tanto rudimentaria de comprender la defusión –motivo por el cual tiende a ser más frecuentemente exhibida por quienes están dando sus primeros pasos en el modelo de flexibilidad psicológica, o por quienes sólo buscan alguna técnica rápida para salir de algún atasco clínico. El problema es que así abordada, como una especie de antídoto contra pensamientos particulares indeseados, la defusión se diferencia más bien poco de una intervención de reestructuración cognitiva.
Creo que el error radica en pasar por alto que, ante todo, la defusión involucra una mirada característica sobre los efectos y funcionamiento del lenguaje y sus productos. Las intervenciones y técnicas son meramente recursos para comunicar, explorar, y actualizar esa perspectiva que debe encarnarse transversalmente en todas las interacciones que suceden en sesión, en lugar de quedar reservada al momento en que se realiza algún ejercicio o actividad clínica. Sin la adopción cabal de esa perspectiva, las técnicas particulares de defusión carecen de cimientos y pueden incluso resultar inconsistentes con el resto del modelo. Sin ella creo que nos perdemos lo mejor que la defusión tiene para ofrecerle a la tarea clínica.
Esa perspectiva se deriva directamente de la posición pragmática respecto al lenguaje y sus productos –en cierto sentido es la traducción clínica de esa filosofía. Una perspectiva de defusión es un cierto tipo de perspectiva pragmática. Querría hoy señalar algunos de sus aspectos que creo centrales, sin que la enumeración sea exhaustiva, claro está. Son condiciones necesarias, mas no suficientes.
Opacar el lenguaje
En primer lugar, la perspectiva defusionada implica imbuir en la terapia una cierta conciencia del lenguaje, de sus productos y de sus efectos; implica conciencia de la profundidad con la cual el lenguaje afecta y moldea todo lo que experimentamos.
Esto es necesario porque la mayor parte del tiempo el lenguaje (la conducta verbal y sus productos, digamos más técnicamente), nos resulta completamente transparente: vemos el mundo a través de interpretaciones, comparaciones, evaluaciones, etc., como si no estuvieran allí; tratamos a las interpretaciones como si fuera hechos y no construcciones; reificamos constructos y conceptos y los tratamos como eventos naturales en lugar de construcciones o abstracciones. Es decir, la mayor parte del tiempo no nos percatamos de que nuestro contacto con el mundo no es directo sino mediado, al menos parcialmente. Un aspecto crucial para que la defusión funcione es entonces destacar la mediación del lenguaje en la experiencia humana, destacar que “ahora vemos como por un espejo, oscuramente”, como señala la tradición bíblica. La pregunta apropiada frente a una experiencia particular no es si está afectada por el lenguaje, sino de qué manera lo está.
Vale la pena señalar que no basta con que el terapeuta sepa que el lenguaje es omnipresente (creo que ni siquiera hace falta señalarlo porque es ya un lugar común en la psicología académica). Esta perspectiva debe ser explorada por los pacientes –como sucede con un paisaje, es preferible apreciarlo de manera directa en lugar de conocerlo exclusivamente a través del relato de otra persona. Por este motivo es que se emplean intervenciones y recursos clínicos cuyo fin es volver al lenguaje más opaco y por tanto más visible: registrar ocurrencias de interpretaciones, evaluaciones, y comparaciones, y sus efectos en la conducta; etiquetar para amplificar la percepción de la actividad verbal (“estoy teniendo un pensamiento que dice…”); explicitar creencias y reglas implícitas; observar pensamientos, etcétera. Es decir, actividades clínicas cuya función principal es apreciar la omnipresencia del lenguaje.
Desconfianza
Otro aspecto de esa perspectiva, estrechamente ligado al anterior, consiste en una suerte de persistente desconfianza hacia el lenguaje. Se trata de la herencia del nominalismo pragmático en la clínica. Una suerte de sospecha, de mirada de desconfianza hacia el lenguaje atraviesa todo el trabajo clínico de defusión. Por eso se trata siempre de tomar al lenguaje con ligereza, con un grano de sal, sin tomárnoslo completamente en serio. Nuestra perspectiva tiende al silencio, a la contemplación del lenguaje, no a una mayor elaboración. Sabemos que eliminar el lenguaje es imposible y completamente indeseable, pero intentamos minimizar sus efectos, minimizar la hipertrofia verbal, al tiempo que aumentamos el contacto con el resto de la experiencia: el cuerpo, los sentidos, el momento presente.
Como observación lateral, quizá sea este el punto de mayor divergencia con las miradas psicoanalíticas: claramente compartimos el interés por el impacto del lenguaje en los fenómenos clínicos, pero nuestra forma de proceder al respecto no es sumergirnos en él y explorar significados posibles, sino movernos con distancia y con cierta reticencia, como frente a una serpiente venenosa, cuidándonos de no perder contacto con el resto de la experiencia, con los fines últimos, con lo somático –por ello el dispositivo del diván, que enfatiza sólo la palabra hablada, perdiendo contacto con el resto de lo corporal y perceptual, sería impensable para nuestra perspectiva. Reducir el efecto del lenguaje interpretando y construyendo nuevos significados nos resulta similar a intentar apagar un fuego soplando: útil para llamas pequeñas, contraproducente para las llamas grandes.
También la perspectiva de defusión difiere de la mirada cognitiva, que busca más bien corregir el lenguaje, eliminando o rectificando todo tipo de sesgos y distorsiones del pensamiento. La perspectiva de defusión, en cambio, si bien admite de buen grado el señalar las distorsiones cognitiva, lo hace para señalar la insuficiencia del lenguaje, en lugar de confiar en que rectificarlas sea suficiente para resolver el grueso de los problemas a los que el lenguaje nos lleva. La racionalidad no alcanza para no atascarse. Seguro, detectar que un pensamiento es un sesgo puede ayudar a dejarlo ir y conectarnos con lo que el mundo tiene para ofrecer, pero empecinarse en alcanzar un recto pensamiento puede en no pocos casos llevar a mayor enredo verbal y pérdida de vitalidad.
Por ello nos ocupamos de auspiciar una cierta actitud de desconfianza hacia el lenguaje, empleando recursos tales como convenciones alternativas de lenguaje que señalen la arbitrariedad de sus efectos (reemplazar “pero” por “y”, por ejemplo), actividades que pongan de manifiesto la insuficiencia del lenguaje para captar aspectos cruciales de la experiencia, invitando a tomar con liviandad y escepticismo a evaluaciones y comparaciones, en lugar de explorarlas o corregirlas. Se trata de una actitud más bien afín a la posición budista de sospecha hacia la mente y pensamientos.
El futuro
Un tercer aspecto de esta perspectiva está relacionado con los criterios para establecer el sentido de los pensamientos. Cotidianamente asumimos que un enunciado es verdadero si es coherente con otros enunciados o si se corresponde con un estado de cosas anterior a su emisión. En cierto sentido, su sentido está en la correspondencia con el pasado, sea con enunciados o eventos previos. Pero la mirada pragmática añade a esto la consideración por los efectos futuros de la acción guiada por el enunciado: la máxima pragmática asume que el sentido de una proposición está en los efectos producidos por las acciones guiadas por ella.
Como escribe Dewey: “Verdadera es la idea que funciona a la hora de conducirnos a lo que se intenta decir (…) cualquier idea que nos transporte felizmente desde cualquier parte de nuestra experiencia a cualquier otra, vinculando entre sí cosas satisfactoriamente, operando de modo seguro, simplificando, ahorrando trabajo, es verdadera justamente por eso, verdadera en esa medida”. Digamos, incluso un enunciado simple como “el agua moja” puede verse como válido de dos maneras diferentes: como un enunciado sustentado en el pasado, en un estado de cosas anterior, o como una suerte de promesa –digamos, que si pongo un pañuelo en el agua se mojará. La mirada defusionada adopta esta segunda posición y se pregunta, para cualquier enunciado, no si se corresponde con otros pensamientos o estado de cosas previas, es decir, no si refleja el mundo, sino cuáles son los efectos de actuar siguiendo ese pensamiento. No basta con “tener razón”, en el sentido de describir adecuadamente el mundo pasado, sino que es necesario considerar si actuar de acuerdo a ese enunciado será la mejor manera de llegar al mundo futuro deseado.
Quizá un ejemplo sirva: la validez una creencia como “soy un mal psicólogo” puede considerarse en función de experiencias pasadas (a cuántas personas se ha ayudado), o indagando sus relaciones con otras creencias previas (por qué se piensa eso, qué relación tiene con otras creencias y pensamientos, etc.). La mirada pragmática no desdeña esa perspectiva (es, después de todo una mirada histórica y contextualizante), pero, considerando que toda creencia es un producto de lenguaje, es decir, algo de lo cual desconfiar en principio, le añade una dimensión que podría aplicarse más o menos así “si fueras a actuar siguiendo ese pensamiento, ¿te llevaría a un mundo en el cual querrías vivir?”. Es decir, explora los efectos que podríamos esperar si la acción se guiase por ese pensamiento. Todo pensamiento, todo enunciado, se considera en relación con una acción (o un patrón de acción) y sus efectos en el mundo y los valores personales deseados, en lugar de sólo considerar si es válido en función de condiciones previas.
En otras palabras, la mirada pragmática añade una dimensión de futuro a todo enunciado y lo examina no en su mera coherencia interna, sino en relación con las acciones de las personas actuando en contextos históricos particulares.
Cerrando
Como mencioné al inicio, estos puntos abarcan solo algunos aspectos de la mirada defusionada en la clínica. Otros procesos de flexibilidad psicológica pueden trabajarse de manera discreta: en cualquier sesión podemos tocar aceptación en una sesión o no hacerlo, explorar valores, o no hacerlo, etcétera. Pero en todo el trabajo clínico, a cada paso, lidiamos con el lenguaje, motivo por el cual es engañoso considerar que defusión es algo que puede implementarse con algunas técnicas o intervenciones aisladas. Si a lo largo de la terapia, durante horas y horas de trabajo, nuestra actitud general hacia el lenguaje y sus productos es una incompatible con la perspectiva pragmática con los aspectos que acabamos de bosquejar (sumando los que hemos dejado fuera), de poco servirá implementar un par de ejercicios para reducir el impacto de pensamientos. Tratar de contrarrestar esas decenas de horas con veinte minutos de ejercicio parece tarea vana.
Es preferible, en cambio, infundir en todo nuestro trabajo clínico y de manera transversal esta perspectiva, de manera que los ejercicios e intervenciones sean un énfasis de algo que despliega en todo el tratamiento, en lugar de una intrusión acotada e inusual. Los ejercicios de defusión deberían de sentirse como una extensión natural del resto de las interacciones terapéuticas, una parte integrada de una mirada coherente que atraviesa y estructura toda la tarea clínica.