Hace poco leí en un libro (Rayuela, de Cortázar) el siguiente párrafo:
“El lenguaje, al igual que el pensamiento, procede del funcionamiento aritmético binario de nuestro cerebro. Clasificamos en sí y no, en positivo y negativo (…) Esta insuficiencia del lenguaje es evidente, y se deplora vivamente. ¿Pero qué decir de la insuficiencia de la inteligencia binaria en sí misma? La existencia interna, la esencia de las cosas se le escapa. Puede descubrir que la luz es continua y discontinua a la vez, que la molécula de la bencina establece entre sus seis átomos relaciones dobles y que sin embargo se excluyen mutuamente; lo admite, pero no puede comprenderlo (…) Para conseguirlo, debería cambiar de estado, sería necesario que otras máquinas que las usuales se pusieran a funcionar en el cerebro, que el razonamiento binario fuese sustituido por una conciencia analógica que asumiera las formas y asimilara los ritmos inconcebibles de esas estructuras profundas”
Lo primero que he aprendido de la crisis estando en crisis es que el desarrollo del pensamiento científico ha sido un logro tremendo para la humanidad y una sepultura para el hombre. Para ser justos, cierto tipo de hombre. Para ser justos y exactos, cierto tipo de hombre y mujer.
El avance de las ciencias ha conducido a una manía generalizada por la exactitud, la seguridad y paz interior que da saber que las cosas son o no son; funcionan o no funcionan; me quieren o no me quieren. El problema, claro está, no reside en esa comprensible tendencia a buscar una respuesta lo más verídica posible para cada cosa, sino en las estructuras mentales que definen lo que es una verdad, estructuras tan cerradas y reacias al cambio que llevan al forjamiento de personalidades igualmente inflexibles, un: “Las cosas son así, porque siempre lo han sido”.
El fenómeno del “O es blanco o negro” lo vivimos todos en los primeros años de la infancia, quizás algunos en mayor intensidad y con mayores repercusiones a lo largo de la vida, pero es indudablemente una vivencia compartida, y que se ve con mayor frecuencia en las escuelas (fábricas) que se rigen por sistemas de educación retrógradas (fabricación).
El filósofo argentino José Pablo Feinmann sintetiza a la perfección la política educativa de la que son víctimas (y hemos sido víctimas) generaciones enteras:
“Eso no se toca”
“Eso no se dice”
“Eso no se hace”
Y el: “¿por qué no?” es ignorado, cruelmente, con un: “porque no”.
No es de extrañar que el resultado de esta pseudo-educación sea la proliferación de modelos en serie, sociedades carentes de pensamiento crítico y esclavas de la verdad que los focos de poder esparcen sobre ellas, verdades que son verdad, obviamente, porque sí.
A nivel individual, el producto resultante son sujetos adiestrados por el sistema para creer ciegamente en la existencia de verdades absolutas en todos los ámbitos de la vida, un sí rotundo, un no irrevocable… Y eso lo confundimos con la determinación y el alcance de la madurez, un logro que la sociedad aplaude.
Entonces, viene la crisis.
Pero ¿qué es la crisis?
La corriente psicodinámica de Enrique Pichón-Riviére concibe la crisis como algo plenamente útil y necesario, una oportunidad para aprender, para expandir los horizontes de la vida. La crisis sobreviene como resultado de todo evento que despierte en el individuo una sensación de insuficiencia, de incapacidad de afrontamiento efectivo. Lo curioso de la crisis es que suele ser desatada por algo tan común como el cambio, el derrocamiento de una verdad.
Una persona que vive de crisis en crisis es, por ende, alguien que se abrazaba a un infinidad de verdades que fueron progresivamente cayendo una tras otra, pero que además se siente dentro de sí incapaz de hacer frente a ese despertar que, sin duda, es doloroso.
Seguir siendo o empezar a ser constituye uno de los mayores dilemas de la existencia humana, y que común —y curiosamente— es visto como un problema. El problema de ya no poder ser lo que éramos. El gran problema de ser empujados por una sombra fuera de nuestra zona de comodidad… Un miedo atroz al cambio que proviene de ese esquema de pensamiento binario y de la creencia ilusoria en una permanencia antinatural.
Y esto es algo más que he aprendido de la crisis estando en crisis: la mucha razón que tenía Heráclito al escribir que: “Todo se mueve, todo fluye. No se puede bajar dos veces al mismo río. Bajamos y no bajamos. Somos y no somos”. En la mañana estaba seco y en la noche estoy mojado, porque en el transcurso de la tarde llovió. Uno no se queda añorando miserablemente la comodidad de la ropa seca, se cambia de ropa.
Habría que desarrollar con menos vergüenza el pensar como un niño, el atreverse a decir: “A lo mejor es blanco, y negro, y gris, y rojo. Todo a la vez. Una y otra vez”.
Habría que ser menos rígido con uno mismo, abrir los ojos a las complejidades que hay en la mismísima ciencia (una cosa curiosa llamada principio de incertidumbre) y en el mismísimo universo (una cosa curiosa llamada antimateria). ¿Con qué cara vernos al espejo día a día y limitarnos a una sola posibilidad, sabiendo que hay un punto en que incluso los físicos se detienen y dudan, porque “Quién sabe”?
La enseñanza final que me ha dejado la crisis es que todo, incluso lo que aflige y atormenta, esconde oportunidades infinitas —una vez derrumbados los muros y el propio temor a lo desconocido— para reinventarse a uno mismo y levantarse de entre las ruinas siendo algo hermoso y mucho más fuerte.
Desde luego que la crisis sería más llevadera si ejercitáramos con mayor frecuencia el pensamiento divergente y a lo mejor un poco de locura en dosis adecuadas. Al fin y al cabo, tal vez Edgar Allan Poe tenía razón: “Todavía no se ha resuelto la cuestión de si la locura es o no la forma más elevada de la inteligencia”.