Olga Carmona para El País:
Ser testigo y víctima de una comunicación tóxica, basada en el control, la manipulación, el chantaje, el discurso ambivalente (si hago esto es porque te quiero) y la progresiva aniquilación de la autoestima de otro ser humano, pasa unas facturas enormes a los hijos que respiran esa atmósfera. Las secuelas son tanto físicas como psicológicas y les afectan a su presente pero también a su futuro: condicionan la vida de los niños de forma muchas veces irreversible.
Seguramente muchas personas intuyen que el daño será psicológico. Lo que en general se desconoce es que las secuelas pueden ser también de índole física, puesto que el desarrollo de los niños se ve alterado por la exposición a ambientes emocionalmente tóxicos. Estas consecuencias son, entre otros, problemas relacionados con el sueño y la alimentación, retraso en el crecimiento, síntomas psicosomáticos tales como asma, problemas de piel e, incluso, retrasos de crecimiento, retraso o poca habilidad motriz.
A nivel emocional el daño es mayor, afectando a todas las escalas de una estructura de personalidad en formación, con problemas de ansiedad, ira, depresión, trastornos del apego, del autoconcepto e incluso trastornos de conducta en la adolescencia y edad adulta. En la infancia todo eso se traducirá en problemas de comportamiento tales como conducta agresiva hacia iguales o hacia animales, rabietas, comportamiento disruptivo, hiperactividad, habilidades sociales muy pobres, falta de empatía, aislamiento y depresión.
No soy fanático del término “tóxico” en psicología, pero creo que en esta ocasión si se amerita su uso. El ambiente familiar “tóxico” tiene terribles consecuencias en la salud de los niños y el artículo de Carmona los sintetiza elegantemente tanto para los profesionales como para padres y familiares.
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