Hoy querría señalar algunos aspectos de la rumiación, el papel que juega en la depresión, y explorar algunas formas posibles de intervenir clínicamente cuando se presenta.
En el improbable caso de que no conozcan el término: rumiación se refiere al análisis prolongado y recurrente que la persona realiza sobre los aspectos o eventos negativos de su vida, examinando sus posibles causas y las posibles consecuencias y ramificaciones de los mismos. Hay diferentes formas de conceptualizarla y describir sus características (véase Smith & Alloy, 2009), pero en líneas generales podríamos decir que se trata de un proceso verbal, abstracto (es decir, no enfocado en detalles), evaluativo, enfocado en la interpretación de los eventos negativos, y de naturaleza más bien pasiva: “las personas que están rumiando permanecen fijadas en los problemas y en sus sentimientos al respecto sin tomar acción” (Nolen-Hoeksema et al., 2008, p. 400). La rumiación suele enfocarse sobre los aspectos negativos de sí mismo (“¿por qué soy así?”), sobre los sentimientos dolorosos (“¿por qué me siento así?”), y los eventos estresantes (“¿por qué me pasa esto?”). En otras palabras, es el análisis extenso, pasivo y recurrente sobre todo lo que está (o podría estar) mal en la vida de la persona, que puede suceder tanto en la vida cotidiana como en el consultorio, en voz alta.
Cabe señalar que sus similitudes con otros procesos tales como la preocupación (worry), y los análisis post mortem (procesamiento post evento) que son frecuentes en los problemas de ansiedad generalizada y ansiedad social, respectivamente, ha llevado a que se las agrupe bajo el denominador común de Pensamiento Negativo Repetitivo (PNR) como proceso transdiagnóstico (Ehring & Watkins, 2008b; McEvoy et al., 2010). Señalo esto porque, aunque me interesa principalmente la rumiación depresiva, lo que expondré aquí probablemente pueda generalizarse a todas las formas de PNR.
Hay un cúmulo de evidencia que señala a la rumiación como un factor de riesgo tanto para la depresión como también para otros problemas psicológicos (Buckman et al., 2022; Donaldson et al., 2007; Ehring & Watkins, 2008a; Michl et al., 2013; Nolen-Hoeksema, 2000; Stefanovic et al., 2022; Watkins & Brown, 2002), por lo cual el proceso ha suscitado un notable interés en el campo, especialmente en las últimas dos décadas. La investigación ha encontrado que la rumiación tiene varias consecuencias que son especialmente problemáticas para la persona deprimida (Watkins & Roberts, 2020). En primer lugar, intensifica el malestar experimentado, es decir, la persona se siente cada vez peor a medida que rumia. En segundo lugar, la rumiación interfiere con las acciones de resolución de problemas y de aproximación, es decir, reduce la probabilidad de que la persona lleve a cabo justamente el tipo de acciones que podrían aliviar la depresión. Finalmente, la rumiación podría reducir la sensibilidad a los cambios en el contexto y así interferir con nuevos aprendizajes (Reilly et al., 2019).
Por todo esto, la rumiación es un proceso a tener en cuenta en el tratamiento de la depresión. La cuestión es que suele resultar técnica y emocionalmente desafiante de abordar clínicamente. La persistencia y recurrencia de la rumiación, sea en sesión (rumiar en voz alta, digamos) o entre sesiones, y el foco puesto de manera casi exclusiva sobre los aspectos vitales negativos puede resultar agotador y aversivo incluso para terapeutas con experiencia. Hay varios modelos e intervenciones que se ocupan específicamente de la rumiación (Nolen-Hoeksema, 1991; Ruiz et al., 2020; Salazar et al., 2020; Watkins et al., 2011; Wells et al., 2009), desde distintas perspectivas teóricas. Lo que aquí querría compartirles es una forma de pensarla y tratarla –una forma algo macarrónica quizá, surgida de la adaptación de ideas de abordajes dispares, pero que a fin de cuentas me ha resultado particularmente útil para mi trabajo clínico. De manera que si les interesa el tema y no tienen nada mejor que hacer, permítanme desarrollar.
Nada hay tan práctico como una buena teoría
Uno de los aspectos más desconcertantes de la rumiación es que pareciera ocurrir de manera casi involuntaria. Quien rumia no se suele proponer hacerlo –de hecho es frecuente encontrarse en el medio de una rumiación que lleva ya un buen tiempo, sin saber cómo demonios ha llegado uno allí. Aun cuando se perciba que la rumiación ejerce un efecto negativo sobre el estado de ánimo, es muy difícil no “engancharse” en ella, por lo que la rumiación parece automática.
Destaco que parece porque, al mismo tiempo, se trata de una conducta que requiere bastante activamente de la persona. A diferencia de la mayoría de lo que llamamos pensamientos “automáticos”, que son breves y aparecen de manera más bien espontánea, la rumiación tiende a ser extensa e involucrar un deliberado y con frecuencia trabajoso análisis verbal de las situaciones. Además, a diferencia de los pensamientos automáticos es relativamente posible interrumpirla o distraerse de ella sin aumentar notablemente su intensidad.
Estas características clínicas la vuelven un poco desconcertante: parece ser automática, pero no del todo; parece ser voluntaria, pero no del todo. Creo que estas modestas perplejidades pueden resolverse efectuando un pequeño cambio de perspectiva. Concretamente, creo que puede ser útil pensar a la rumiación como un hábito.
La idea no es nueva ni mía, sino que fue expuesta hace un tiempo ya por Watkins y Nolen-Hoeksema (2014). Sin embargo, ellos la elaboraron desde un punto de vista más bien cognitivo, con conceptos y articulaciones que resultan bastante objetables y engorrosas para quienes estamos habituados a conceptualizaciones conductuales o contextuales, por lo cual “conductualizarla” un poco (si me disculpan el neologismo), me sirve para hacérmela más amistosa. Pero, más allá de preferencias personales, creo que tomar esta idea desde un punto de vista conductual simplifica la cuestión y permite emplear la densa y nutrida literatura sobre hábitos que la tradición conductual ha desarrollado a lo largo de décadas. En particular me he servido de algunas ideas recientes sobre hábitos (Balleine & Dezfouli, 2019; Bouton, 2021; Bouton et al., 2020; Dickinson, 1985; Salkovskis et al., 1999; Thrailkill et al., 2021; Thrailkill & Bouton, 2015; Trask et al., 2020), especialmente algunas de Bouton, y tomaré algunos aportes prácticos de los abordajes molares sobre autocontrol (Rachlin, 1980, 2000), por lo que este texto, como el Heimdal nórdico, es hijo de varias madres.
Lo habitual
Empecemos despejando el concepto de hábito, que tiene una copiosa historia que puede inducir a confusión.
Solemos llamar hábito a toda conducta que repetimos (“tengo el hábito de mirar fútbol los domingos”), pero la definición conductual es un poco más precisa. La conceptualización conductual del hábito comienza señalando que las conductas operantes pueden adoptar una de dos formas: “acciones dirigidas a metas, que se emiten si producen un resultado que el organismo actualmente quiere o valora, y hábitos, que ocurren automáticamente en una situación particular sin importar el valor actual del resultado” (Bouton et al., 2020).
En otras palabras, los hábitos son conductas que están controladas por un contexto en particular y que se ejecutan sin prestar atención (sin responder) a la conducta ni a sus resultados. Un hábito se “dispara” bajo cierto contexto, sin que sea necesario prestarle atención.
La distinción es funcional, no topográfica, por lo cual una misma respuesta puede comportarse como una acción o como un hábito en diferentes contextos. De hecho, tradicionalmente se asume que todo hábito empieza como una acción dirigida a metas. El hábito “es una conducta instrumental, que comienza como una acción controlada por el conocimiento de su relación con la meta, y que con la práctica repetida se convierte en una respuesta, autónoma del valor actual de la meta y es simplemente disparada por los estímulos en cuya presencia ha sido repetidamente ejecutada”(Dickinson, 1985).
Un ejemplo que probablemente les resulte familiar está dado por nuestras conductas con los interruptores de la luz. Cuando nos mudamos a una casa nueva, inicialmente manipulamos los interruptores deliberamente (es decir, como acción orientada a metas). Sin embargo, si pasamos un cierto tiempo en ese lugar, el encender las luces se vuelve un hábito, algo que simplemente hacemos bajo determinadas condiciones contextuales: salimos del baño y nuestra mano se va hacia el interruptor de la luz. Por ello cuando se corta la luz solemos accionar los interruptores en vano: la conducta de manipularlos se ha convertido en un hábito, cuya emisión está controlada no por sus efectos sino por ciertas características del contexto –por ejemplo, que estemos cerca de un interruptor y que esté oscuro. Es decir, se trata topográficamente de la misma conducta, pero con diferentes historias de aprendizaje que modifican sus propiedades.
Las acciones dirigidas a metas requieren prestar atención tanto a la respuesta como a sus resultados, mientras que los hábitos se ejecutan sin prestar atención a ninguno de esos aspectos. Lo que les da ese aparente carácter de “automáticos” es que se realizan sin prestar atención a lo que se está haciendo ni al efecto que está teniendo.
La atención, en la perspectiva de Bouton, juega un papel destacado en el carácter de habitual de una conducta: un hábito se forma a medida que se retira atención a la respuesta y consecuencias. Una forma simplificada de expresarlo es que si en un cierto contexto el resultado de una acción de topografía estable se vuelve muy predecible, es innecesario prestarle atención: “la atención a las señales que predicen un reforzador debería declinar a medida que el reforzador se vuelve más y más predecible durante un condicionamiento extendido. ¿Por qué deberíamos prestarle atención a algo una vez que sabemos lo que significa? (Deberíamos responder a él automáticamente).” Digamos, cada vez que, con las manos en cierta posición sobre el teclado de la computadora, presiono la primera letra a la izquierda, aparece la letra “a”. Ese resultado de esa acción específica es tan confiable que puedo dejar de prestarle atención, convirtiéndose así en un hábito lo que inicialmente fue fruto de un laborioso aprendizaje.
La hipótesis que Bouton propone es que la condición de habitual de una respuesta resulta de un segundo aprendizaje que inhibe su carácter de acción dirigida a metas. Digamos, cuando aprendo a usar el teclado de la computadora se establece una asociación entre presionar la tecla “a” y el resultado. A medida que esa conducta se repite, de la misma manera, en el mismo contexto, y con el mismo resultado, se fortalece una segunda asociación, esta vez entre el contexto y la respuesta. Esa asociación Contexto-Respuesta inhibe o suprime a la asociación Respuesta-Resultado, pero no la borra (quizá noten aquí un eco con las teorías inhibitorias de la extinción. No es casualidad: Bouton está detrás de ambas). Por lo tanto, una respuesta puede ser hábito en ciertos contextos y acción dirigida a metas en otro. Esto es algo particularmente interesante porque justamente lo que queremos hacer es transformar un hábito en una acción. Los hábitos son frágiles, porque su emisión depende de que el contexto sea estable. No se puede “transportar” un hábito a un contexto diferente sin que se vuelva a transformar en una acción (es decir, que requiera atención).
Hábitos y rumiación
Habiendo examinado la naturaleza de los hábitos podemos volver ahora a la tesis central de este texto: la rumiación es un hábito.
Empecemos diciendo que no hay nada que prohíba que una conducta verbal se vuelva un hábito. No hay nada a priori que restrinja la condición de hábito a las conductas no verbales, por lo que no parece un dislate considerar a la rumiación como un hábito verbal (o mental, si prefieren terminología más cognitiva). Esto es, la rumiación sería una conducta cuya emisión es disparada por cierto contexto, y se realiza sin prestar atención a las respuestas que la integran y a sus efectos.
Como mencionamos, para que una acción se convierta en un hábito se requiere a) un contexto estable y b) consecuencias estables. Pero la rumiación se lleva a cabo en diferentes lugares y situaciones, ¿Cuáles serían entonces el contexto y las consecuencias estables en ese caso? Veamos si se nos cae una idea.
Como probablemente sepan, “contexto” abarca todas las condiciones del ambiente externo e interno, históricas y actuales, de las cuales una conducta es función: el entorno físico, el momento del día, personas, conductas previas, experiencias internas (estado de ánimo o cansancio), o cualquier combinación de estos factores. ¿Cuál podría ser el contexto del que depende la rumiación? Si revisamos la literatura pertinente encontramos que un factor frecuentemente asociado al inicio de la rumiación es el estado de ánimo (Hawksley & Davey, 2010; Nolen-Hoeksema, 1991). Probablemente no sea el único factor, pero es uno que aparece reiteradamente en la literatura: inducir un estado de ánimo negativo tiende a hacer que las personas habituadas a rumiar empiecen a hacerlo.
La constelación particular de estímulos sensoriales que constituyen un determinado estado de ánimo sería el contexto que dispara el hábito de rumiar. Como el estado de ánimo es primariamente corporal, funciona una suerte de “contexto portátil” que puede ocurrir en diversas situaciones y llevar a la rumiación en entornos físicos diferentes.
Esto explicaría por qué la mejoría del estado de ánimo (sea generada por causas ambientales, químicas, o de cualquier otra naturaleza) suele llevar a una reducción de la rumiación: reduce o suprime el contexto que dispara la rumiación. Esto también señalaría un posible peligro de reducir la rumiación sólo por medio de controlar el estado de ánimo: si la rumiación es un hábito disparado por un determinado estado de ánimo es de esperar que si ese estado de ánimo se repite (por ejemplo, al discontinuar la medicación o frente a un nuevo evento estresante), la rumiación aparezca nuevamente. Lo que se necesitaría es un nuevo aprendizaje que rompa el hábito.
El segundo factor necesario para considerar a la rumiación como hábito (reforzadores de presentación predecible), puede resultar un tanto engañoso. Después de todo, la rumiación genera malestar, ¿qué demonios la estaría reforzando tan predeciblemente como para que se convierta en un hábito? La respuesta, por supuesto, es en última instancia experimental, pero podemos conjeturar aquí un par de reforzadores que podrían cumplir este papel: la coherencia y la reducción de malestar.
Respecto al primero de estos posibles reforzadores, la rumiación es básicamente un extenso ejercicio verbal de análisis e interpretación: ¿por qué sucede esto? Es un ejercicio de buscar y proporcionarse respuestas. Ahora bien, quienes trabajan con Teoría de Marco Relacional han señalado que la coherencia puede tener efectos reforzantes en sí misma (Villatte et al., 2016). Es decir, lograr coherencia relacional o simbólica (vg. tener una explicación) puede ser algo reforzante para un ser humano verbalmente competente, más allá de que dicha coherencia sea precaria o sesgada. En otros términos, nos deja tranquilos contar con una respuesta a la pregunta “¿por qué me pasa esto?”, aún cuando la respuesta sea dolorosa o no sirva para nada. Y por supuesto, dado que se trata de preguntas imposibles de contestar (las causas de la depresión de una persona en particular están en su pasado y por tanto inaccesibles para siempre), no hay manera de llegar a una respuesta definitiva y el proceso puede extenderse indefinidamente. Entonces, aun cuando genere malestar en general, la rumiación proporciona una suerte de ilusión de comprensión que puede reforzar su emisión.
Respecto al segundo posible reforzador, se ha señalado que la rumiación, al igual que la preocupación, puede funcionar en ocasiones como una respuesta evitativa frente a emociones intensas (Giorgio et al., 2010; Stroebe et al., 2007). La rumiación sería una estrategia de evitación experiencial que contribuye a amortiguar el impacto de emociones displacenteras intensas, aun cuando prolongue el malestar en el tiempo.
Entonces, desarrollando la tesis, la rumiación sería un hábito que se emite en presencia de un estado de ánimo depresivo (por ejemplo, tristeza), y que es reforzada por la coherencia y evitación (entre otros reforzadores). La rumiación comenzaría en la historia de la persona como una acción dirigida a metas, una respuesta verbal de análisis y resolución de problemas orientada hacia las causas y características de los mismos, que es desplegada por la persona que atraviesa un evento estresante o que experimenta algún malestar. El grado en que se emplee probablemente dependa en gran medida de la historia de aprendizaje de la persona (sabemos, por ejemplo, que las mujeres tienden a rumiar más que los hombres, lo cual probablemente se explique por diferencias de socialización, véase Calmes & Roberts, 2008; Jose & Brown, 2008).
Si la respuesta de rumiación se repite cada vez que aparece malestar, y cada vez resulta previsiblemente reforzada por la coherencia y reducción de malestar, es posible que la acción progresivamente se convierta en un hábito: una conducta que se realiza sin prestarle atención cada vez que se presenta cierto contexto. Llegado este punto, la rumiación podría iniciarse cada vez que apareciera (y mientras durase) un estado de ánimo triste o deprimido, sea por el motivo que fuere, y funcionaría como todo hábito: de manera aparentemente automática. Mientras dure el estado de ánimo, es de esperar que siga emitiéndose la conducta.
Es de esperar que los efectos negativos de la rumiación inicien en ese caso una reacción en cascada que por la cual un evento estresante desemboque en un episodio depresivo hecho y derecho. En primer lugar, la rumiación genera malestar, que a su vez es el contexto para más rumiación, que genera más malestar, etcétera. Es algo similar al prurito, en el cual el rascado simultáneamente alivia y empeora la picazón, lo cual invita a más rascado. El resultado es una amplificación y prolongación de un malestar que hubiese sido más breve en caso de no intervenir la rumiación. En segundo lugar, como la rumiación interfiere con las conductas de resolución de problemas y de aproximación, reduce el interés por conductas activas –es decir, podría contribuir a la anhedonia depresiva. Finalmente, la rumiación reduce la sensibilidad al contexto, por lo cual es probable que los aspectos agradables o valiosos del ambiente vean reducido su efecto, que la persona se “cierre” sobre sí misma, por así decir. De esta manera, la rumiación podría ser un puente que condujera a la persona de un evento estresante o un malestar pasajero a un episodio depresivo con todas las letras.
Aspectos clínicos de la rumiación
Abordar a la rumiación como hábito permite esclarecer varios de sus aspectos clínicos más extraños. La rumiación parecería automática si se tratase de un hábito que se lleva a cabo sin prestar atención ni a la respuesta ni a sus consecuencias, de la misma manera que alguien se come las uñas sin darse cuenta. Pero, al mismo tiempo, si de alguna manera se restableciera la atención hacia ella sería posible que volviese a ser una acción dirigida a metas, de la misma manera que alguien que se come las uñas puede dejar de hacerlo en el momento que se lo señalan.
Esta perspectiva también sugiere que probablemente sea completamente inútil discutir o intentar convencer a la persona de sus sesgos o distorsiones al rumiar. Si alguna vez lo han intentado, en la clínica o en la vida cotidiana, sabrán que es una tarea notablemente difícil, engorrosa, y que a menudo suele prolongar y exacerbar la rumiación más que detenerla –lo cual quizá explique por qué algunas investigaciones han encontrado que el uso de intervenciones de reestructuración cognitiva o de desafío de creencias centrales puede empeorar los síntomas depresivos (Hawley et al., 2017; Webb et al., 2016). Desde la perspectiva que aquí estamos explorando, intentar discutir el contenido de la rumiación es como criticar la técnica con la que una persona se come las uñas.
Lateralmente, creo que esta perspectiva podría explicar algunas peculiaridades que se han presentado en la investigación de Terapia Cognitiva basada en Mindfulness (MBCT, por las siglas en inglés; Segal et al., 2013). MBCT es un tratamiento dirigido a reducir la probabilidad de nuevos episodios depresivos a través de la implementación de herramientas de mindfulness y psicoeducación, y que sigue el formato general del protocolo Reducción de Estrés Basada en Mindfulness (MBSR, por las siglas en inglés; Kabat-Zinn, 1990). El tratamiento se ha mostrado eficaz para prevenir recaídas depresivas, pero con una peculiaridad: sólo es eficaz previniendo las recaídas de personas que hayan tenido tres o más episodios depresivos, pero no en aquellas que hayan tenido solo uno o dos episodios (Ma & Teasdale, 2004; Teasdale et al., 2000). Tampoco la intervención fue eficaz cuando los episodios depresivos estuvieron estrechamente asociados a eventos vitales específicos (duelos, despidos, separaciones, etcétera), sino más bien cuando no hubo participación notable de eventos externos.
Estoy básicamente hablando al pedo aquí, no me tomen demasiado en serio, pero creo que esto se podría interpretar así: MBCT es básicamente una intervención que intenta modificar las respuestas cognitivas y emocionales típicas de la depresión –rumiación y evitación principalmente–, y lo hace proporcionando herramientas y prácticas para entrenar respuestas diferentes: observar pensamientos, volver al momento presente, hacer lugar a las emociones, etc.
Ahora bien, si la rumiación fuese efectivamente un hábito, eso significaría que requiere repeticiones a lo largo del tiempo para establecerse como tal. Un hábito requiere mucha práctica. Una persona que hubiese tenido solo uno o dos episodios depresivos probablemente carecería del entrenamiento suficiente para que la rumiación se establezca como hábito, y por tanto una intervención como MBCT, basada en cambiar respuestas cognitivas y emocionales, no estaría siendo efectiva porque no estaría aun establecido la forma habitual de respuesta (rumiación, evitación) que se intenta corregir. Sería como intentar cambiar un hábito antes de que lo sea. En cambio, a partir de tres o más episodios depresivos es más probable que a fuerza de práctica la rumiación se “habitualice”, y gracias a sus efectos negativos pase a ocupar un lugar destacado en la génesis y mantenimiento de los episodios depresivos, y en ese caso MBCT sí tendría algo para corregir, lo cual se reflejaría en esa curiosa eficacia diferencial.
Creo que lo más importante de esta perspectiva es que si pensamos a la rumiación como un hábito podemos entonces intervenir sobre ella usando las herramientas conocidas sobre cambio de hábitos. La ventaja que esto ofrece es evidente: la literatura sobre cómo intervenir sobre la rumiación es bastante reciente y está aún en desarrollo, pero el análisis de la conducta tiene una larguísima tradición de investigaciones y conceptualización para la modificación de hábitos, tradición que podemos aprovechar para el trabajo clínico.
El abordaje habitual de la rumiación
Los hábitos suelen ser engañosamente simples. Por un lado, las acciones que entrañan son sencillas de modificar. Si me permiten el ejemplo personal, hace varios años dejé de fumar, y cuando las personas me preguntan cómo hice, mi respuesta es “dejé de comprar cigarrillos”. La respuesta es una broma, claro está, pero no porque sea falsa (es rigurosamente verdadera), sino porque no está respondiendo a lo central de la pregunta: lo difícil del hábito no es modificar la acción particular, sino lidiar con el patrón que entraña, es decir, lidiar con la recurrencia.
Con la rumiación sucede algo similar: es relativamente sencillo interrumpirla. Basta introducir un estímulo o contexto inesperado, o involucrarse con una actividad medianamente demandante (es más fácil rumiar cuando uno está solo o en la cama que estando acompañado y haciendo otras cosas, digamos). El problema es que, al igual que el impulso de fumar o comerse las uñas, la rumiación vuelve cuando se repite el contexto. Lo más difícil del asunto es su persistencia y recurrencia. Por esto diría que la principal cualidad clínica para lidiar con la rumiación es paciencia. El hábito no va a cambiar porque se interrumpa una de sus instancias, ya que lo que se necesita cambiar es el patrón de respuestas frente al estado de ánimo depresivo, y eso no se da con una o dos instancias de práctica.
Hay varias consideraciones y sugerencias clínicas que podría ensayar al respecto, pero para no extenderme demasiado señalaré tres componentes de intervención que pueden ser de utilidad para trabajar con la rumiación considerada como hábito:
- Tener un por qué
- Visibilizar el hábito
- Disponer de conductas alternativas
Lo primero que se requiere para modificar un hábito es tener un buen motivo para hacerlo. Terapia Metacognitiva (Fisher & Wells, 2009) ha señalado que con frecuencia la preocupación es valorada como algo positivo, un proceso que permite prepararse para eventos posibles. Algo análogo podemos verificar con la rumiación. A menudo el análisis minucioso y prolongado de los eventos de la depresión es visto como algo deseable en sí mismo, como una forma de ganar comprensión sobre la situación. Se asume que rumiar sobre esos temas es algo bueno, pero rara vez se examina si ese análisis posibilita efectivamente o no acciones concretas que palien la depresión –de hecho, algunas terapias activamente alimentan esto, alentando activamente a los pacientes a especular largamente sobre las posibles causas y ramificaciones de la depresión.
De manera que la primera tarea es explorar con los pacientes los efectos y costos del rumiar. Esto es necesario porque los costos son la principal motivación para detener o modificar una conducta.
Una forma sencilla de hacer esto es explorando sus consecuencias, quizá con un análisis funcional de la rumiación. Martell y colaboradores (2010, p. 138) proponen el siguiente ejercicio para identificar los costos y efectos de la rumiación: “Cada vez que te encuentres pensando sobre algún tema, tomate dos minutos para seguir haciéndolo. Luego de esos dos minutos quiero que consideres dos preguntas. La primera es ‘¿estoy avanzando en resolver el problema que estoy considerando?’ y la segunda es ‘¿me estoy sintiendo menos autocríticx o menos deprimidx después de estos dos minutos de pensar esto?’” (compartimos este ejercicio completo en este artículo). Con toda probabilidad la respuesta a ambas preguntas sea no, pero lo importante del ejercicio es que sean los pacientes mismos quienes verifiquen esto, en lugar de proporcionar nosotros directamente la respuesta.
En segundo lugar, una condición básica para cambiar todo hábito es visibilizarlo y esto también aplica a la rumiación. Por definición los hábitos se emiten sin prestar atención, por lo cual aún cuando la persona quiera cambiarlos, le será imposible si no percibe cuando los está llevando a cabo. En este sentido, un registro conductual puede ser útil, no solo como forma de juntar información, sino como intervención por derecho propio. El registro lleva la atención a la conducta, lo cual, si la conducta es un hábito, la vuelve a convertir en acción dirigida a metas y hace más fácil controlarla. Un simple registro de episodios de rumiación puede ser de utilidad a este fin (hemos dedicado este artículo a los registros, y hay allí de hecho una planilla de registro de rumiación que pueden descargar).
Finalmente, cuando la persona detecta que está rumiando puede serle de utilidad contar con una respuesta alternativa. Aquí el abanico de opciones es amplio. Un camino posible es proporcionar y practicar habilidades de resolución de problemas, de manera que en lugar de rumiar pasivamente la persona se enfoque en dar pasos concretos. No es coincidencia que terapia de solución de problemas sea un tratamiento con buena evidencia para depresión (Kirkham et al., 2016; Nezu et al., 2013). Otro camino posible son los recursos contemplativos, como los que se ofrecen en MBCT, Terapia Metacognitiva, ACT, etc., aquellas formas de respuesta que consisten en la observación desapegada de sentimientos y pensamientos. Otro recurso similar a este son los recursos de foco en los cinco sentidos tal como se utilizan el modelo de Activación Conductual de Martell y colaboradores(2010), que básicamente consisten en redirigir la atención a la tarea que uno estuviere realizando o a las percepciones de cinco sentido del momento.
Entrenar respuestas alternativas probablemente sea a la larga un factor decisivo en prevenir recaídas depresivas asociadas a la rumiación. Como señalé antes, si la rumiación se redujera porque el contexto del que depende es suprimido –es decir, porque la persona se siente mejor, sea por el motivo que fuere– es de esperar que un regreso del contexto conllevaría un regreso de la rumiación porque nada ha cambiado en ese aspecto, no se han adquirido nuevas habilidades, solo se ha suprimido temporalmente el factor que disparaba la rumiación. Pero si ayudamos a practicar formas de reemplazar la rumiación cuando aparece (con resolución de problemas, contemplación, contacto con el presente, etc.), entonces estamos entrenando un repertorio que, cuando el contexto rumiativo vuelva a aparecer, competirá con la rumiación como respuesta.
Cerrando
La rumiación es uno de los excesos conductuales más notables en la depresión. En un cuadro en donde todo parece pasar más bien poco, la rumiación constituye una nota discordante. Sin embargo, no creo que la rumiación sea el factor en la depresión. No todos los pacientes deprimidos rumian, y entre los que lo hacen, hay diferencias notables en intensidad y persistencia. No hace falta rumiar para deprimirse, pero ayuda.
Pero sí es un proceso muy frecuente y algo difícil de abordar clínicamente. Por eso creo que conectar a la rumiación con la literatura sobre hábitos ofrece una vía bastante sólida, conductualmente hablando, para aproximarnos a ella.
Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.
Referencias
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