La violencia basada en el género tiene, tanto por su origen, como por los mecanismos de su desarrollo, y, sobre todo, por sus consecuencias, unas características bien diferenciadas respecto de otros tipos de violencia. Por ello, si al enfrentarnos a ella como profesionales, desde cualquiera de los ámbitos de posible intervención, no partimos de una comprensión clara del problema no vamos a poder ser eficaces en la lucha por su erradicación, ni generar una protección adecuada a las víctimas de tal violencia.
Por otro lado, la peculiaridad de este tipo de violencia, que la hace esencialmente diferente y particularmente dañina, deriva de la existencia de una relación íntima, presente o pasada, entre el agresor y la víctima, de manera que suma a la mujer que la sufre en una situación de pérdida marcada de su autonomía personal.
Es una violencia que ancla sus raíces en el poder del hombre que busca controlar y someter a la mujer, más que causarle daño, aunque recurra a esto último. Y, por último, responde generalmente a un ciclo, bien descrito en la literatura científica, que comienza con una fase de acumulación de tensiones, culmina explosivamente con actos de maltrato o agresión, y es seguida de otra fase de reconciliación, o «luna de miel», tras la cual, antes o después, se iniciará un nuevo ciclo de violencia.
La violencia de género al desarrollarse en el ámbito de la pareja y normalmente en el domicilio, se ha caracterizado socialmente por su invisibilidad, y en la actualidad subsiste su ocultismo; basta con analizar los datos que facilitan las Macroencuestas elaboradas cada cuatro años por la Delegación del Gobierno en relación de las denuncias interpuestas directamente por las víctimas, sus familiares, por sus amigos o por el sistema sociosanitario para apreciar “lo silenciada” que está dicha violencia.
Esta invisibilidad e incluso la tolerancia hacia esta forma de violencia tiene su fundamento en los roles y estereotipos socialmente admitidos y en la creencia de que muchas de esas conductas pertenecen a la esfera privada y la “intimidad” de la pareja, por lo que no deben tener su reflejo en nuestro trabajo convirtiéndose así en roles y estereotipos jurídicamente admisibles.