De tanto en tanto suelo repetir que el curso clínico típico de una buena parte de las terapias contextuales puede describirse como una suerte de aprendizaje de habilidades. Es decir, lo que de manera general se intenta propiciar es que la paciente adquiera o generalice formas de respuesta más efectivas para lidiar con las situaciones clínicamente relevantes –habilidades tales como defusión, tolerancia al malestar, autocompasión, modo metacognitivo, etcétera. Como consecuencia de esto una preocupación central de estos modelos es cómo transmitir esas habilidades con efectividad a los pacientes, y a ello dedican una buena parte de su repertorio técnico de intervenciones y recursos clínicos.
Ahora bien, una habilidad no es meramente una idea ni un insight sino más bien un repertorio coordinado de conductas que pueden aprenderse, corregirse, y mejorarse. Dicho algo pomposamente, no involucra una lógica de descubrimiento ni de reparación sino una lógica de construcción. Uno no descubre, de manera puramente intelectual, cómo andar en bicicleta o a atarse los cordones, sino que es una habilidad que debe construirse laboriosa y a veces dolorosamente.
Que las terapias se basen en el aprendizaje de habilidades tiene consecuencias directas sobre el proceder clínico. Una idea o concepto puede transmitirse muy bien de manera verbal o por diálogo socrático, pero una habilidad no se presta tanto a ello. Digamos: explicarle a una persona cómo nadar y acto seguido tirarla al agua no es un muy buen procedimiento pedagógico (salvo que uno quiera deshacerse permanentemente de dicha persona, claro está). Con un ejemplo más clínico: no es lo mismo saber que prestarle atención al momento presente es algo deseable que dominar la habilidad de llevar la atención al momento presente cuando es necesario. Por este motivo es que las terapias contextuales enfatizan tan a menudo el uso de procedimientos experienciales, intervenciones que requieren que las pacientes lleven a cabo actividades más allá del mero diálogo clínico.
Sin embargo, aunque una habilidad no puede reducirse a una idea o concepto, su transmisión tampoco es puramente experiencial. Digamos, si bien no se enseña a nadar sólo hablando de nadar, guiar la enseñanza con indicaciones verbales puede facilitar y acelerar mucho el proceso de aprendizaje (“intentá no ahogarte”, o algo así, no soy instructor de natación). La situación en el ámbito clínico es similar: ideas “todas las emociones son normales”, “tratarse compasivamente es una mejor manera de vivir”, “los pensamientos no son hechos”, etcétera, representan conceptos clínicamente relevantes que pueden facilitar el aprendizaje de las habilidades. Es decir, la conversación clínica puede resultar extraordinariamente útil para dominar una habilidad.
Ahora bien, hay varias formas de transmitir conceptos clínicamente relevantes, y creo que explorarlas puede ayudarnos a tener una mejor percepción de nuestro uso del lenguaje en el consultorio, así que querría dedicar estas líneas a ello. Creo que es posible identificar al menos tres grandes estilos de utilizar el lenguaje para la transmisión de conceptos y habilidades, a los que podríamos llamar explicación, ilustración, y muestreo, y que identificar sus características pueden ayudarnos a ser más efectivos clínicamente. Así que si me lo permiten, vayamos artículo adelante, prometo intentar que sea lo menos doloroso posible.
Explicar
Un estilo muy común de transmitir un concepto es explicarlo, es decir, describirlo o proporcionar información sobre el mismo. Por ejemplo, para explicar el concepto de “rojo”, podríamos decir que se trata de uno de los colores primarios, el resultado de percibir luz con una longitud de onda de entre 619 y 790 nanómetros, y cuyo color complementario es el cian.
Esta forma de transmisión se aproxima a lo que usualmente se denomina psicoeducación en psicoterapia –si bien en sentido estricto el término se refiere a la provisión didáctica de información sobre un diagnóstico y su tratamiento, en la práctica suele denominar a cualquier transmisión de información clínicamente relevante.
Explicar es por regla general la forma más precisa de transmitir un concepto, la que menos se presta a equívocos, y por ello es abrumadoramente utilizada en entornos académicos. Abran cualquier libro de texto de psicología y lo que encontrarán en su mayoría serán explicaciones de las ideas y conceptos involucrados. Por ejemplo, el análisis en cadena –la versión de DBT de un análisis de la conducta– es explicado de esta manera en un manual para pacientes: Un análisis de cadena examina la cadena de eventos que lleva a conductas ineficaces, así como las consecuencias de aquellas conductas que pueden dificultar cambiarlos. También te ayuda a averiguar cómo reparar el daño.
La explicación como vía de transmisión de conceptos es precisa y generalizable, pero tiene un talón de Aquiles: es abstracta, más bien árida. Tanto la definición de rojo como la de análisis en cadena que he ofrecido aquí son precisas y aplicables a múltiples situaciones, pero no son particularmente memorables.
Creo que esto puede entenderse así: explicar un concepto es relacionarlo, no con alguna experiencia en particular, sino ante todo con otros conceptos. Explicar es relacionar abstracciones. Es un camino económico, generalizable, preciso, pero abstracto y de poco impacto si no se cuenta con una íntima familiaridad con las abstracciones involucradas. Si no estoy familiarizado con los conceptos de longitud de onda y nanómetros, la definición de rojo como la percepción de “luz con una longitud de onda de entre 619 y 790 nanómetros” me resultará más bien opaca. Una abstracción es una suerte de resumen de la experiencia –y si alguna vez han intentado estudiar una materia utilizando sólo resúmenes sabrán de primera mano que tienden a brindar un contacto más bien superficial con el tema en cuestión.
Pese a ello, éste tiende a ser el recurso por defecto que emplean terapeutas de diversas orientaciones cuando necesitan transmitir algún concepto clínicamente relevante a sus pacientes. Lo explican, brindando definiciones, información, argumentos, y la cosa queda allí. Le explicamos a una paciente qué es la aceptación, qué es el contacto con el presente, que los pensamientos no son hechos, etcétera, y esperamos, a menudo en vano, que eso tenga algún impacto clínico. El resultado usual en las pacientes es una variación de un enunciado que todos hemos escuchado en algún momento: “lo entiendo, pero no sé qué hacer con eso en mi vida”.
Creo que privilegiamos este estilo porque es el que suele primar en entornos de enseñanza: los conceptos se explican. Es exactamente lo que estoy haciendo en estos momentos: explicando conceptos abstractos. En esos contextos, un estilo más abstracto puede resultar más útil que uno concreto, porque es más generalizable. Esto es un principio general de las abstracciones – por ejemplo, el teorema de Pitágoras, justamente por ser abstracto, es aplicable a cualquier triángulo rectángulo particular con el que nos encontremos. Las explicaciones son más difíciles de aprender, pero a cambio son más generalizables.
Explicar, por ejemplo, el concepto de momento presente a terapeutas en entrenamiento les permitirá aplicarlo en más contextos y de maneras más variadas y flexibles que si sólo se los hace meditar sin explicación alguna. Pero creo que esto también ocasiona que cuando en la clínica tenemos que transmitir un concepto, nuestro primer impulso es replicar el estilo en el cual lo hemos recibido y por ello terminamos explicándolo.
En otras palabras, explicar un concepto es una forma muy poco experiencial de transmitirlo, y por ese motivo las terapias contextuales suelen tener una considerable aversión hacia los estilos conversacionales que se apoyan fuertemente en la explicación. Por supuesto, esto no quiere decir que la explicación sea algo a evitar en entornos clínicos, en absoluto. Creo que es necesario, eso sí, entender el impacto que este y otros estilos de conversación clínica tienen, para así poder emplearlas más deliberadamente.
La explicación generaliza descontextualizando, y eso es algo muy útil para aplicar conceptos que deben aplicarse en múltiples contextos, pero si no queremos ejercer una suerte de “psychosplaining” en terapia es preferible usarla con mesura y acompañándola de otras formas de transmisión de conceptos.
Ilustrar
Otro estilo de transmitir un concepto es ilustrándolo, es decir, describiendo casos o historias particulares que exhiban patentemente las características que se quieren destacar. Por ejemplo, en lugar de solo explicar el concepto de “rojo” en su sentido más técnico, se lo puede además ilustrar añadiendo que se trata del color de la sangre o de las cerezas.
Una ilustración relaciona a un concepto o mensaje terapéutico no con otros conceptos, como en la explicación, sino más bien con alguna experiencia particular que encarna un aspecto del mismo. Esto puede consistir en ofrecer un ejemplo (“el rojo es el color de la sangre”), o recurriendo una metáfora o analogía (“el rojo es el color de la tibieza del sol”), pero en cualquier caso se recurre a una experiencia sensorial particular. Cuando decimos, por ejemplo que las emociones pasan como las olas en el mar, estamos ilustrando analógicamente la transitoriedad de las emociones.
Es su carácter experiencial lo que lleva a que el empleo de metáforas e historias sea un componente destacado de las terapias contextuales, ya que le añaden a los conceptos abstractos un componente de experiencia tangible.
Creo que hay dos dimensiones clave en una ilustración que alteran su eficacia: su especificidad y su familiaridad. La primera se refiere a qué tan genérico es el caso o ejemplo utilizado, y a grandes rasgos diría que una ilustración es más efectiva cuanto más específica sea. Decir que los pensamientos van y vienen como vehículos es menos ilustrativo que decir que los pensamientos pasan como los trenes en la estación Carranza de la línea D del subterráneo de Buenos Aires a las nueve de la mañana. Es la diferencia entre preguntar algo como “si tuviera peso, ¿qué peso tendría ese pensamiento?” y preguntar “¿cuántos paquetes de harina pesaría ese pensamiento?”, es decir, apuntando a una ilustración en ambos casos, pero con mayor especificidad en la segunda.
Otro aspecto clave de la ilustración es que depende crucialmente de la familiaridad que la persona tuviere con la experiencia en cuestión empleada para ilustrar el concepto. Por ejemplo, Russ Harris, en un video que circula en las redes, ilustra la defusión de pensamientos comparándola con observar un tren de sushi en un restaurant, tan solo viendo pasar las piezas. La analogía no es incorrecta, pero apela a una experiencia que no es muy frecuente en nuestros contextos (creo que debo haber visto esos aparatos dos veces en mi vida, con suerte), lo cual la vuelve menos eficaz. Similarmente, el ejemplo del subterráneo que acabo de utilizar probablemente tenga un impacto diferente en alguien que lo utiliza todos los días que en una persona que vive en una población rural y no ha visto un subterráneo más que en fotos.
Muestrear
El muestreo (también podríamos llamarlo sampleo, siendo que el término está bastante extendido en el ámbito de la música) es utilizar el lenguaje no para explicar ni para proporcionar un ejemplo descriptivo o analógico de la experiencia, sino para proporcionar una suerte de contacto directo con alguna forma de la experiencia relevante.
Si han visto alguna vez un muestrario de telas o alfombras, esa suerte de libros que contienen pequeños retazos de cada tela para poder apreciar su textura y color, han estado frente a una instancia de muestreo: se les proporciona no una descripción ni una foto de la tela, sino un fragmento de ella. En clínica, empleamos un estilo de muestreo cuando disponemos las cosas de manera tal de proporcionar directamente algunas características de las experiencias en cuestión.
Por ejemplo, al trabajar defusión con un paciente puedo explicar la diferencia conceptual entre una evaluación y una descripción, puedo ilustrarla con un ejemplo (digamos, comparando “bueno” con “rojo”), o puedo proporcionar una muestra de cada una directamente en la sesión, tomando algún objeto del consultorio e invitando a discriminar entre algunas evaluaciones y descripciones posibles para ese objeto.
Esto no aplica solo a lo que transmitimos, sino también a lo que invitamos a hacer. Por ejemplo, si un paciente nos dice algo como “me pongo ansioso en situaciones sociales” podemos pedirle que nos describa un episodio concreto que haya atravesado, o podemos muestrear la experiencia en el momento presente invitándolo a imaginar que está en una situación social y contactando con lo que aparece.
Por supuesto, no hay una diferencia tajante entre ilustración y muestreo, ya que en ambos casos se recurre a una experiencia, pero en el caso del muestreo la experiencia se presenta más directamente en el aquí y ahora. Creo que es más fácil muestrear que explicar la diferencia:
El rojo es el rojo es resultado de percibir luz. con una longitud de onda de entre 619 y 790 nanómetros.
El rojo es el color de la sangre, el color de calidez.
Esto es rojo.
Observaciones y cierre
Estos tres estilos no son excluyentes sino complementarios. Creo que una buena transmisión, en el ámbito que fuere, es aquella que entreteje habilidosamente explicaciones, ejemplos, y muestras del tema en cuestión.
Cada estilo tiene distintas fortalezas y debilidades. La explicación tiende a ser más precisa y generalizable, por lo que puede ser preferible para transmitir información que requiere ante todo claridad y minimizar malentendidos. En contraste, el abuso de la explicación lleva a interacciones clínicas que se sienten “vacías”, poco experienciales, sesiones que más se parecen a una clase teórica.
El ejemplo y el muestreo tienen a favor el ser más directos y evocativos, pero a cambio pueden resultar bastante más ambiguos. Es el problema de las definiciones ostensivas: si para comunicarle el significado de la palabra “perro” a quien no habla castellano le señalo un perro, corro el riesgo de que esa persona entienda que la palabra “perro” quiere decir “animal”, “mascota”, o “cuadrúpedo” (tal como cuenta la leyenda que pasó con el nombre de la península de Yucatán, que querría decir “no te entiendo” frente a la pregunta española “¿cómo se llama este lugar?”). Similarmente, realizar un ejercicio para muestrear una habilidad o concepto, sin explicación, corre el riesgo de pasar por alto los objetivos o aspectos claves del ejercicio. Por ejemplo, invitar a prestarle atención a la respiración a una persona que desconoce absolutamente todo de mindfulness, sin explicarle nada del objetivo de la actividad, corre el riesgo de que la persona lo tome por un ejercicio de relajación o de respiración, en lugar de una actividad orientada a la atención.
Por mi parte, creo que tendemos a utilizar excesivamente la explicación porque es el estilo que nos resulta más familiar, el menos confuso, y el que menos trabajo requiere, pero es el estilo que menos resuena emocionalmente, el menos memorable, y el que requiere más destreza intelectual por parte de los pacientes para ser eficaz.
Tengo un recuerdo, probablemente exagerado y erróneo pero de todos modos representativo, de un video que he visto hace varios años. Se trataba de la filmación de una sesión magistral en la cual un terapeuta experimentado en cierto modelo de terapia trabajaba con un paciente con trastorno de pánico. En un momento de la sesión, el terapeuta se puso de pie y se fue caminando hasta un pizarrón cercano que se había emplazado a ese efecto, y en él empezó a trazar flechas y gráficos mientras seguía explicando, graficando las relaciones conceptuales entre los componentes del pánico, mientras el paciente, sentado en silencio a varios metros del terapeuta, escuchaba y asentía durante lo que me pareció una eternidad. No hay nada que me resulte más lejano de lo que querría en una interacción terapéutica: un terapeuta absorto en la explicación de conceptos abstractos, completamente desconectado de la persona con la que está trabajando.
En contraste, he asistido a más de una actividad experiencial completamente deficitaria de explicaciones, en las cuales las personas salían conmovidas, sí, pero habiendo deducido un rango de conclusiones que iban desde haber entendido cómo se preparaba una pastafrola hasta la mejor manera de invertir en bolsa. La experiencia sin guía puede resultar extremadamente confusa, y la pura emocionalidad de una actividad no es testimonio de su efectividad.
Mi sugerencia es modesta: al transmitir una idea o concepto (en el ámbito clínico, pero creo que aplica a cualquier ámbito de transmisión), puede ser útil notar cuándo estamos explicando, cuándo estamos dando un ejemplo, y cuándo estamos proporcionando una muestra del asunto. Una explicación ordena y generaliza, un ejemplo ancla el concepto a una experiencia familiar, y un muestreo brinda un contacto directo con algún aspecto del concepto. Ocuparse de esos tres aspectos puede ayudar a transmitir más eficazmente los mensajes terapéuticos clave.
Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.