María Xesús Froxán Parga, Universidad Autónoma de Madrid
La pandemia que vivimos actualmente ha generado problemas de diversa índole, entre ellos, algunos relacionados con la salud mental.
Por eso, los medios de comunicación no han dejado de anunciar a los cuatro vientos las graves consecuencias que esta situación tendría sobre la población.
Este aspecto ya se ha abordado en otras ocasiones, por lo que en este artículo nos centraremos en el sentimiento de culpabilidad que puede sentir la gente en este contexto, dado el estigma que ha generado la covid-19.
Es el momento de preguntarnos cómo afecta a la salud mental el sentimiento de culpa por haber contagiado a un ser querido: ¿Es más común ahora este sentimiento que con otras enfermedades? ¿Se ha “castigado” al contagiado en esta pandemia?
Olvidándonos momentáneamente de la confusión conceptual que implica el término ‘salud mental’, no podemos dejar de preguntarnos de qué hablamos cuando decimos culpabilidad.
¿Qué es la culpabilidad?
El sentimiento de culpabilidad es una respuesta que puede tener cualquier persona ante un tipo de estimulación, bien proveniente del medio externo (algo que ocurre o que escucha, lo cual asocia con algo que ha hecho) o del medio interno (algo que piensa, recuerda y relaciona con algo que hizo).
La culpabilidad, como cualquier otra respuesta humana, no sale de dentro, por mucho que la psicología popular (lamentablemente popularizada por muchos autores) se esfuerce en difundirlo.
Una simple reflexión lógica desmonta esta creencia tan arraigada: ¿de dónde sale lo que supuestamente tenemos dentro? ¿dónde está almacenado? ¿en el estómago, en el corazón, en el cerebro? El día que alguien diseccione uno de estos órganos y encuentre un trozo de culpabilidad o un resto de recuerdo discutiremos seriamente del tema.
Mientras tanto, explicaremos la culpabilidad como una respuesta (compleja) ante un estímulo. Se trata de una reacción involuntaria que se aprende como cualquier otro sentimiento (condicionamiento respondiente). Esta incluye, entre otras morfologías de respuesta, emociones de tristeza, angustia, malestar y verbalizaciones de responsabilidad sobre un hecho o un acto.
Como cualquier otro evento que es desagradable para un organismo, las personas intentamos escapar de ellos. Buscamos alguna estrategia que elimine o reduzca tales sentimientos.
Por ejemplo, intentamos racionalizarlos (con comentarios como “no sabíamos que esto iba a ocurrir”, “fue totalmente involuntario”), nos prometemos aprender de la experiencia (“no volveremos a hacerlo”), buscamos apoyo o consuelo en la gente cercana (“tranquilo, yo sé que no lo hiciste a propósito”, “ya está hecho y estás sufriendo por ello, no se puede hacer otra cosa”) o intentamos no pensar ni estar en contacto con aquello que nos genera la culpa.
Esto se conoce como respuesta de escape o evitación y se fortalece rápidamente porque reduce el sentimiento de malestar (culpabilidad) al impedir el contacto con la fuente que lo ha producido (proceso que se conoce con el nombre de reforzamiento negativo).
Al igual que ocurriría con otra emoción potente y desagradable, el sentimiento de culpabilidad puede llegar a interferir seriamente en nuestra vida cotidiana. Podría favorecer el aislamiento de la persona que la siente y el incremento de pensamientos obsesivos en torno a lo que se hizo y que ya no se puede cambiar.
Pero en el caso de la covid-19, este problema se vuelve especialmente relevante, debido a la condena social que se ha establecido como práctica generalizada.
La culpabilidad no es una técnica de prevención
Una vez aclarado el término, tendremos que discutir si ese sentimiento ha aumentado en los últimos tiempos. Especialmente, relacionado con la responsabilidad que sentimos al contagiar (o a la posibilidad de hacerlo) a un ser querido.
Recordemos que la publicidad, supuestamente preventiva, se basaba en este principio mediante mensajes como “vas a contagiar a tu abuela o a tu mejor amigo”.
Sin embargo, todos los estudios sobre prevención las han señalado como ineficaces. Precisamente porque lo que generan son respuestas de escape ante estímulos (imágenes o palabras) que pueden hacernos sentir mal.
Curiosamente, algunas de estas estrategias, que se pusieron en práctica con el objetivo de reducir las conductas de contagio, utilizaron este “recurso al miedo”. Inicialmente pueden provocar un gran impacto, pero es más probable que dejemos de mirarlos o atender a ellos antes que cambiar nuestra conducta.
Para que este tipo de medidas funcionasen, el sentimiento de malestar tendría que producirse cuando se está llevando a cabo la conducta que incrementa la probabilidad de contagio. Es decir, en la fiesta con nuestros amigos, en un bar con nuestra pareja o de excursión en un coche.
No obstante, esto es realmente improbable porque en un contexto tan distinto (donde estás disfrutando), no podría aparecer el sentimiento de culpabilidad anticipada por la consecuencia de mis acciones. Sería realmente difícil encontrar un estímulo que provoque tal sentimiento. Lo que realmente controla la conducta en esos momentos son las consecuencias inmediatas de lo que hago: la diversión, el entretenimiento, la distracción, etc.
Habría que mantener los estímulos elicitadores de malestar. Pero aun así, podríamos habituarnos a ellos y, por tanto, no servir de nada. En definitiva, el recurso a la culpabilidad futura para impedir ciertas conductas es una estrategia inútil. O bien uno se habitúa a los estímulos o bien desarrolla conductas para escapar de ellos.
Cómo afrontar el sentimiento de culpabilidad
La mejor forma de afrontar el sentimiento de culpabilidad es impedir que arraigue en nosotros. Esto no significa que podamos actuar sin medir las consecuencias de nuestras acciones sino que el sufrimiento después de que algo haya ocurrido no altera los efectos de ese evento.
Es sufrimiento gratuito, pocas veces la culpabilidad sirve para prevenir males futuros. Por tanto, tenemos entonces dos problemas distintos. Por un lado, la culpabilidad por haber hecho algo que tuvo efectos perniciosos. Por otro, conseguir que ese algo no se repita.
Si aprendemos a enfocar el hecho nocivo como una situación de la que se puede aprender para no repetirlo en el futuro estaremos aprovechando el fallo para prevenir un mal. Esta sería la mejor reacción ante el sentimiento de culpabilidad. Es decir, preguntarnos qué hemos hecho, por qué lo hemos hecho, qué cosas puedo hacer para no repetirlo en el futuro.
Otro problema totalmente distinto es el efecto que puede producir en personas ajenas a la situación potencialmente contagiosa observar esas conductas peligrosas: grupos numerosos sin guardar distancia, personas sin mascarilla, fiestas nocturnas en casas…
En estos casos, la reacción de cada uno será muy distinta. Podrán reaccionar desde el enfado manifiesto a la denuncia policial. Pero el efecto de cualquiera de estos actos sobre los potenciales “contagiadores” es mínimo y, muy probablemente, transitorio. Lo único que sí se conseguirá, con casi total seguridad, será un incremento de la crispación de una sociedad agotada por la pandemia.
María Xesús Froxán Parga, Profesora de Psicología Clínica de la UAM, Universidad Autónoma de Madrid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.