Investigaciones contemporáneas han dejado claro que el cerebro humano realiza gran cantidad de operaciones complejas sin consciencia alguna. De particular relevancia para la clínica psicológica, se destaca la capacidad que posee nuestro cerebro de procesar estímulos amenazantes, disparando una reacción defensiva ansiosa pero sin consciencia por parte del sujeto. Este fenómeno conocido como procesamiento no consciente de la amenaza ha sido descripto en protocolos experimentales y constituye hoy un potente factor explicativo tanto de la ansiedad normal como patológica. El mismo no puede desconocerse para la terapéutica de los trastornos de ansiedad. El artículo describe brevemente el mencionado proceso y discute las implicancias más importantes que posee para la clínica psicológica actual.
Tal vez, uno de los aspectos más cautivantes de nuestro cerebro sea su capacidad de realizar operaciones altamente complejas con absoluta falta de consciencia. En verdad, resulta casi una cuestión de sentido común el reconocimiento de que el cerebro lleva adelante la mayoría de sus funciones sin consciencia ni intención. Pensemos en acciones tan cotidianas como caminar, hablar o escribir, todos procesos de muchísima dificultad pero que nosotros efectuamos sin esfuerzo y sin consciencia más que del resultado final. Para quienes nos dedicamos a la psicología clínica, los procesos no conscientes que revisten particular importancia son aquellos en los cuales se ven involucradas variables emocionales. Se trata de un tópico al cual las teorías psicológicas han dedicado miles y miles de páginas aunque, lamentablemente, no todas ellas están basadas en investigaciones empíricamente fundadas.
Arne Öhman conduce un programa de investigación experimental con humanos sobre el “procesamiento no consciente de la amenaza”. Él y su equipo se han abocado a estudiar cómo nuestro cerebro es capaz de detectar y reaccionar ante estímulos evocadores de miedo pero sin consciencia de la reacción emocional ni de los eventos que la disparan. A continuación, recorreremos brevemente algunos de sus aportes para luego discutir cómo ellos impactan de manera directa en el trabajo técnico terapéutico del psicólogo cognitivo conductual.
Un ejemplo experimental típico
En uno de sus experimentos típicos, Öhman presenta a sujetos fóbicos a las arañas cuatro tipos de fotografías: arañas, serpientes, flores y hongos. Las imágenes pueden ser presentadas de dos maneras:
De manera supraliminal: en este caso, la imagen se presenta y se mantiene durante 100 o más milisegundos, un lapso suficientemente largo como para permitir el reconocimiento consciente por parte del sujeto experimental quien acierta en nombrar la imagen de lo que vio el ciento por ciento de las veces.
De manera subliminal: en esta segunda condición, la imagen se presenta y mantiene durante un período aproximado de 50 milisegundos, un plazo que no permite el reconocimiento consciente del estímulo aunque sí el procesamiento. Vale decir, si le preguntamos al sujeto cuál fue la imagen presentada, no sabrá decirlo o responderá en el nivel del azar. No obstante, puede demostrarse que el estímulo con carácter emocional sí fue procesado por el sistema pues el sujeto da una respuesta de miedo.
Mientras los sujetos experimentales observan las figuras presentadas, Öhman mide la respuesta de conducción de la piel, la cual aumenta cuando la persona experimenta miedo o ansiedad y disminuye en momentos de tranquilidad y relajación.
Los resultados de estos experimentos son claros.
Primero, las personas fóbicas a las arañas reaccionan con un aumento en la conducción de la piel cuando se les presentan imágenes de arañas pero no cuando se les presentan imágenes de serpientes, hongos o flores. Segundo, el dato a destacar: la respuesta de conducción de la piel se observa tanto en la condición supraliminal como subliminal. Y tercero, no menos importante, en la condición subliminal, los sujetos fóbicos no sólo no son conscientes de la imagen sino tampoco son conscientes de que están reaccionando de manera defensiva. Sólo reportan más frecuentemente un estado de disgusto e incomodidad, pero no de miedo.
Así entonces, el resultado más importante de estos estudios es que las personas fóbicas a las arañas reaccionan con ansiedad ante la fotografía de una araña en las dos condiciones. Sea que la imagen se presente por un período largo que permita al sujeto darse cuenta de la misma, sea que ella se muestre por un período corto como para no permitir el procesamiento consciente, en cualquiera de los dos casos el fóbico reaccionará con una respuesta defensiva que Öhman operacionaliza a través de la conducción eléctrica de la piel. ¡Otro acierto de la evolución! Un mecanismo que permite al organismo movilizar recursos defensivos incluso cuando los estímulos amenazantes son tan débiles y periféricos como para no permitir su procesamiento consciente.
Hasta aquí, hemos narrado brevemente un ejemplo de los muchos que existen sobre el procesamiento no consciente de la amenaza. Hemos salteado la gran mayoría de detalles técnicos y metodológicos pues ellos exceden los fines de este artículo. Vamos ahora a discutir algunas de las consecuencias que de este tipo de investigaciones se derivan para la clínica psicológica.
Conclusiones e impacto en el trabajo terapéutico
En primera instancia, los descubrimientos de Öhman encuadran perfectamente bien en la visión evolucionista imperante hoy en la psicología científica. La activación del sistema defensivo primario por medio de estímulos tan débiles y sutiles que no llegan a ser conscientes representa una ventaja evolutiva pues de este modo los organismos han podido prepararse más prematuramente para una respuesta de escape ante la inminencia de un predador. Y si bien hoy los humanos modernos ya casi no nos beneficiamos de tales exquisiteces de los diseños evolutivos, ellos se encuentran de todos modos en nosotros y ejercen su efecto. Observamos en el miedo un sistema defensivo arcaico y primitivo que surgió en momentos en los que en nuestra filogénesis no se habían desarrollado ni los atisbos del lenguaje y el pensamiento; no resulta pues nada extraño que el miedo pueda hoy dispararse con total independencia de estas últimas complejas y elaboradas funciones.
Gracias al avance de las neurociencias, hoy sabemos que la respuesta defensiva básica de ansiedad se encuentra predominantemente en la amígdala y algunos otros centros nerviosos profundos, mientras que el lenguaje, el pensamiento y las funciones cognitivas superiores se hallan en la corteza, una zona evolutivamente nueva. En la gran mayoría de los casos, el miedo se dispara por eventos claramente perceptibles y por lo tanto, procesables por la corteza. De este modo, los dos sistemas funcionan en paralelo y nosotros tenemos una visión integrada de nuestra experiencia emocional. Para lograr detectar el aporte diferencial de cada una de estas zonas del cerebro resulta necesario contar con protocolos especiales como el diseñado por Arne Öhman. De cualquier modo, no está dentro de los objetivos del presente texto describir ni discutir las bases neurales de la emoción sino analizar las implicancias de la activación no consciente del miedo para la clínica psicológica.
Las investigaciones acerca del procesamiento no consciente de la amenaza favorecen la visión de que los miedos se activan “de abajo hacia arriba”. Esta expresión pretende sintetizar la idea de que procesos asociativos primarios y evolutivamente arcaicos disparan los miedos, los cuales en los seres humanos se vuelven conscientes sólo luego de que tales procesos defensivos se hallan en marcha. En este contexto, las expectativas, cogniciones, autoinstrucciones y otros procesos cognitivos complejos actuarían más como moduladores que como causantes de la emoción.
Por supuesto, también es posible que investigaciones como las de Öhman aborden sólo una parte del amplio fenómeno del miedo y por lo tanto, existan condiciones en las cuales las cogniciones sí jueguen un papel causal primario. Sea como fuere la solución a este problema, los estudios sobre el procesamiento no consciente de la amenaza dejan en claro que al menos una parte del miedo y la ansiedad se originan por asociaciones de estímulos, con ningún tipo de procesamiento cognitivo. Al fin y al cabo, ¿qué clase de valoración cognitiva puede hacer un sujeto que está reaccionando con ansiedad a un estímulo del cual ni siquiera es consciente? ¿Cómo puede, por ejemplo, asignar significado de peligro o generar una expectativa de falta de control la persona que reacciona con ansiedad ante una fotografía cuyo contenido no logra distinguir?
El fenómeno estudiado por Öhman también encaja y hasta explica algunos hechos comúnmente observados en la clínica psicológica, como la ansiedad flotante libre o la irracionalidad de las fobias. Veámoslo con un poco más de detalle.
Históricamente se ha denominado ansiedad flotante libre a un estado de angustia no antecedido por estímulos identificables. Por el contrario, la persona reporta sentirse ansiosa o angustiada sin que nada haya sucedido en el ambiente, sin que nada haya cambiado en su entorno. Probablemente, esta reacción afectiva se deba a la presencia de estímulos condicionados de ansiedad tan débiles que no alcanzan el umbral de la consciencia; no obstante, ellos son procesados por el cerebro y disparan una respuesta emocional. Pensemos, por ejemplo, en los pacientes con trastorno de pánico que experimentan crisis de manera inesperada, incluso mientras duermen. Tal vez tales ataques de angustia sean gatillados por estímulos condicionados de ansiedad demasiado sutiles como para ser detectados conscientemente pero no como para poner en guardia al sistema defensivo primario que, dada la patología que padece la persona, redunda en una crisis de pánico.
También es ampliamente reconocido el hecho de que las fobias son irracionales o ilógicas; en otras palabras, que el miedo no responde a una pauta de razonamiento o reflexión basada en el conocimiento de la peligrosidad del objeto. Así, por ejemplo, los pacientes que temen al encierro de un ascensor saben que el mismo no representa ninguna amenaza real, que no morirán asfixiados ni en un accidente, no obstante no pueden detener su miedo. Y en verdad, la mayoría de las veces la sola visión del objeto fóbico provoca una reacción de ansiedad, como sucede cuando una persona con fobia a las serpientes observa a uno de estos animales encerrado en una caja de vidrio como las que hay en los zoológicos. Más aún, el disparo de ansiedad suele producirse incluso cuando los estímulos fóbicos se observan en la pantalla del cine o el televisor. Resulta más que obvio que en estos casos no hay peligro alguno, sin embargo la persona igual teme y evita los estímulos fóbicos. ¿Por qué?
Pues hay más de una razón, pero seguramente entre ellas se destaca la que Öhman y su equipo han objetivado en su programa de investigación. La racionalidad y el conocimiento acerca de la ausencia de peligro se hallan en la corteza, la cual en estos casos no logra inhibir al sistema defensivo primario ubicado en estructuras cerebrales corticales y subcorticales profundas. Como ya hemos explicado, este último no funciona con palabras ni lógicamente sino que lo hace por asociaciones gobernadas por las leyes del condicionamiento.
Ahora bien, si una parte o todo el cuantum de ansiedad deriva de procesos asociativos evolutivamente arcaicos y primitivos, ¿tiene sentido llevar adelante con nuestros pacientes discusiones cognitivas basadas en el lenguaje y la racionalidad? ¿Tiene alguna utilidad discutir, por ejemplo, la asignación de significado catastrófico a las sensaciones corporales con los pacientes que padecen Trastorno por Pánico? ¿Qué utilidad puede poseer el enseñar a un paciente con Fobia Social a reconocer y combatir las ideas de que los demás lo evalúan negativamente? En síntesis, ¿tiene algún valor el uso de procedimientos puramente cognitivos cuando sabemos que en gran medida los miedos radican en asociaciones de estímulos ajenas al lenguaje y la razón? Pues, sí, definitivamente, todo el conjunto de técnicas gruesamente denominadas cognitivas constituyen herramientas de gran utilidad en el trabajo con pacientes que padecen desórdenes de ansiedad. Y ello se debe primordialmente a que incluso si la ansiedad patológica halla su raíz en asociaciones estimulares, los elaborados procesos cognitivos pueden facilitar un aprendizaje nuevo y de orden superior que controle a la antigua asociación que hoy resulta desadaptativa.
De hecho, esta es una de las afirmaciones del mismo Aaron Beck quien en un artículo clave del año 1997 propuso que en lo que hace a la terapéutica de los trastornos de ansiedad, el trabajo consiste primordialmente en desactivar el sistema automático más primitivo de amenaza apelando y ampliando los procesos cognitivos estratégicos, más elaborados y racionales. Y por supuesto, no es con estas conclusiones que termina nuestra discusión. Parece bastante claro que si la ansiedad se activa en todo o en parte mediante asociaciones por fuera de la consciencia y la razón, pues entonces también podremos desactivarla con estrategias ajenas a tales funciones. Este es el lugar de técnicas conductuales tales como la Exposición en cualquiera de sus variantes, la Relajación Muscular Profunda, la Desensibilización Sistemática o el Entrenamiento en Habilidades Sociales, por sólo mencionar algunos ejemplos.
Las genéricamente denominadas técnicas conductuales consisten en un conjunto de pasos sistematizados a través de los cuales los pacientes serán llevados a deshacer asociaciones patológicas creando en su lugar asociaciones nuevas, pero sanas y adaptativas. Y si bien parte del protocolo terapéutico se establece de manera verbal, como la psicoeducación o las instrucciones acerca de cómo proceder en el tratamiento, el elemento crítico de efectividad se halla por fuera de los procesos mediatizados por el lenguaje y la razón, por fuera entonces de los sistemas cognitivos. De este modo, las técnicas conductuales involucran un aprendizaje mediado situacionalmente por oposición al aprendizaje verbalmente guiado de las técnicas cognitivas.
Desde su mismo inicio en la mitad del siglo pasado en el ámbito de la Terapia de la Conducta, los procedimientos conductuales han partido del supuesto de que las emociones negativas se hallan mediatizadas por asociaciones patológicas inaccesibles conscientemente y, por lo tanto, los dispositivos de tratamientos creados han tendido a no centrar su atención en los mediadores verbales cognitivos sino en las tales asociaciones inconscientes etiológicamente responsables de la patología objetivable en la conducta. En otras palabras, en la concepción inicial y aún vigente de las técnicas conductuales, una gran parte de las emociones negativas patológicas se explica por aprendizajes implícitos, no disponibles a la consciencia, cuya recuperación se produce en el comportamiento patológico de la persona; quien, si bien puede ser consciente del resultado final del proceso psicológico, no lo es de las asociaciones responsables del mismo, menos aún posee capacidad de controlarlo.
Con el paso de los años, el “supuesto” inicial acerca de la existencia de vías asociativas inconscientes fue ganando cada vez más apoyo de la investigación empírica hasta transformarse hoy en una hipótesis firme ampliamente aceptada. Como en otros muchos campos de la Psicología, los últimos avances en neurociencias han terminado por borrar cualquier tipo de duda acerca de la veracidad de esta idea. No deja de asombrarnos la genialidad de algunos primeros fundadores del modelo como Joseph Wolpe o Isaac Marks quienes plantearon hipótesis que la investigación empírica terminaría por validar 40 ó 50 años después gracias a impresionantes avances tecnológicos.
Así, a la luz de las investigaciones empíricas actuales, las técnicas conductuales renuevan su valor. Por su mismo diseño, ellas invocan y operan sobre los procesos asociativos básicos causantes de la patología emocional, ahí nace su eficacia y su lugar destacado en el concierto de herramientas con las cuales contamos en la clínica psicológica contemporánea. No sorprende pues que la Exposición, arquetipo ejemplar de procedimientos conductuales, sea la técnica más veces citada por las investigaciones de efectividad de los tratamientos. Menos aún nos sorprende que la Terapia Cognitivo Conductual sea el abordaje de tratamiento con mayores índices de efectividad y más aceptación en todo el mundo.
Desde hace uno 30 años, en el marco del auge de las neurociencias, las técnicas conductuales y las técnicas cognitivas se han integrado en un modelo cuya unidad radica en respetar la metodología científica empírica. En un tal entorno metodológico, los datos son quienes tienen la última palabra; nos quedamos así con los procedimientos cuya efectividad sea contrastada de manera fáctica. Las técnicas conductuales han pasado la prueba con sobrada holgura, al igual que muchos procedimientos cognitivos. En virtud de ello es que hoy el modelo es Cognitivo y Conductual, los dos, porque así lo ha establecido la investigación científica.
Autores: Lic. Ariel Minici, Lic. Carmela Rivadeneira y Lic. José Dahab — Directores del Centro de Terapia Cognitivo Conductual y Ciencias del Comportamiento (CETECIC), una institución especializada en el entrenamiento online y presencial de la TCC.
Artículo publicado en la revista digital de CETECIC y cedido para su publicación en Psyciencia.