La felicidad parece que ha dejado de ser un estado asociado a los grandes temas existenciales como el sentido de la vida, la lealtad y la honestidad con uno mismo o qué es realmente importante para cada uno de nosotros en ésta para convertirse en un producto de consumo. Se nos venden una serie de recetas universales, totalmente alejadas de estas cuestiones previas, aparentemente basadas a veces en investigaciones científicas.
Tener experiencias: Se confunde la felicidad con la alegría. Resumiéndolo mucho, la felicidad es un estado de paz interior, mientras que la alegría es un momento de subidón. Tener experiencias enriquecedoras o agradables como ligar o viajar nos proporcionan alegría, no felicidad. Por eso, aunque hoy en día tengamos más experiencias que las que tenían nuestros padres, no somos más felices. Hemos ganado en experiencias sí, pero a costa de estabilidad a casi todos los niveles (económicos, laborales, pareja…) que es mucho más importante para estar en paz.
Tener cosas: Aunque en declive desde que apareció el tema de las experiencias y se fomentó más el tema de poseer ciertas cualidades, aún queda cierta idea de que la felicidad está ligada a tener ciertas cosas. Un auto, un outfit de impresión, unos Manolos… La industria del marketing vincula constantemente la felicidad con tener ciertas cosas, asociándola muchas veces a otras variables psicológicas que deseamos las personas, como la seguridad o gustar a otros.
Realizar determinado tipo de hábitos: Probablemente la parte que más ha vendido una psicología que peca mucho de reduccionismo y que se queda en lo evidente por ser lo observable. No digo que toda la psicología sea así, pero hay una fuerte corriente que a veces comete este error. Así se postula que el mindfulness, hacer deporte o una dieta equilibrada nos harán felices. Pueden ser prácticas saludables (y no tengo nada en su contra, es más, las recomiendo) que nos ayuden a incrementar nuestro bienestar, pero de ahí a que den la felicidad, hay un trecho.
Tener ciertas cualidades: Estar cañón y tener un físico espectacular, ser carismático, ingenioso y gracioso, destacar sobremanera en alguna habilidad (deporte, trabajo, liderazgo, música…) Esto viene de que se fomenta una autoestima basada en el logro (tanto sabes hacer = tanto a vales) y que juega con el miedo que tienen las personas a no ser suficientes, a no ser dignas de ser amadas y sentir rechazo.
Como resumen, si se analizan estas cuatro supuestas “llaves a la felicidad” encontramos una serie de hilos conductores: son cosas que te hacen “más cool” y que contemplan la felicidad como algo agradable y momentáneo, cuando como he dicho antes, eso es una alegría y un buen rato, no la felicidad, ya que puedo estar destrozado porque lo he dejado con mi pareja y ligarme a una tía espectacular por Tinder. Eso no me hará feliz ni quitará mi pena, aunque a nadie le amargue un dulce. El otro factor común es una felicidad aséptica e indolora, en la que sólo tienes que conseguir cosas sin tener que enfrentar los miedos que todos tenemos.
¿Qué hacer entonces para ser felices? Pues va sonar irónico si he dicho que no hay hábitos que la den, pero esto es más bien un principio, o un compromiso personal: ser honesto con uno mismo.
Entendiendo por honestidad ser congruente con aquello que sentimos, mirando nuestra realidad emocional, dándole espacio y actuando en consecuencia a nuestra verdad interna y expresándola de la forma que consideremos adecuada, sea agradable o desagradable. Ejemplos concretos habituales de esto que suelo ver en consulta serían: poder estar tristes y llorar si nos sentimos así sin miedo, enfadarnos con alguien y protegernos aunque también le queramos, esté “muy feo” o eso nos lleve al conflicto, alejarnos o darnos permiso para romper con algo que nos hace daño aunque otros sufran o sea “lo correcto”, no responsabilizarnos de otras personas si no queremos hacerlo realmente, atrevernos a hacer y experimentar lo que realmente nos hace felices…
Básicamente, la honestidad es ser congruente con lo que sentimos y con aquello que nos hace vibrar por dentro, que solemos saber de “tripas” y de forma intuitiva (suena raro pero es la parte emocional de tu cerebro, que con esa sensación de certeza interna te marca el camino) y buscar luego la forma de hacerlo congruente con tus valores y tus otros sentimientos. Y es que, por ejemplo, puedo sentir que tengo defenderme de las exigencias de mi madre, pero no quiero dejar de tener relación con ella, así que tendré que ser firme en ponerle límites. A veces a costa de broncas o desplantes.
Esa honestidad y congruencia no es algo conceptual, sino que es algo que se ejecuta a diario: Elegir libremente aquello que deseamos hacer y que nos hace felices, aunque muchas veces sea “reprobabale” por lo que dice la sociedad o lo que piensan otras personas, y eso puede hacer que nos rechacen o nos ataquen. Enfrentar cosas que deseamos hacer pero que nos da miedo, como hablarle a esa persona que te gusta o intentar iniciar ese proyecto que es tan probable que fracase. Sentirnos libres para poder acabar con algo que nos hace daño, como una relación en la que te sientes atrapado y no rompes por no hacer daño a otras personas a las que quieres (aunque pueden no hacerte felices).
Como decía el gran psicoterapeuta Fritz Perls, “el ser humano renuncia a su potencial y a su capacidad natural de ser feliz por la fobia al dolor”. El miedo al dolor de todas estas situaciones porque nos rechacen, porque nos sentimos incompetentes al hacerlas, porque nos sintamos culpables o por fracasar son lo que hacen que no seamos congruentes y honestos con nosotros mismos, LIBRES, en definitiva y con mayúscula. De ese modo nos tiramos la vida en una guerra interna entre la parte de nosotros que quiere serlo y la que no se atreve. Y no se puede estar feliz si estás siempre en guerra contigo mismo.
Dificilmente podrás ser feliz por muy espectacular que sea tu aspecto o mucho que medites si sientes que vives encadenado a algo que no quieres realmente o siempre estás reprimiendo una parte de ti. Sé que acojona y cuesta mucho, que es un compromiso costoso, pero lo que está en juego es tu felicidad, y quizás tu mayor responsabilidad en la vida es ser feliz.
Te mereces vivir de forma plena y en paz contigo mismo, acojona y tiene un alto coste, pero merece la pena.