La verdad es que sabemos muy poco sobre el cerebro. Y no lo digo por usted o por mí en particular, sino por la ciencia en general.
No obstante, en los últimos veinte años se ha avanzado más sobre el conocimiento del cerebro que en toda la historia de la humanidad, y si bien aún es muy prematuro hablar de axiomas o leyes que rigen la dinámica cerebral, se tienen al menos un puñado de certezas, como resultado de algunos interesantes e inteligentes estudios llevados a cabo dentro de disciplinas como las neurociencias cognitivas, la neuropsicología y la psicología experimental.
Uno de los hallazgos más significativos es que los seres humanos somos seres emocionales antes que racionales, y esto es algo que tiene serias implicancias en las pequeñas y grandes decisiones que tomamos en el día a día.
Todo parece indicar que la mayoría de las veces no somos conscientes de las verdaderas razones que nos impulsan a actuar de una determinada manera y no de otra, y para suplir este desconocimiento inventamos toda clase de explicaciones que ayudan a reducir la incertidumbre y le otorgan coherencia y sentido interno a nuestro comportamiento.
A estas explicaciones que contribuyen en la construcción mental de un propósito personal se las llama “racionalizaciones”.
Dentro del ámbito laboral, esto es especialmente comprobable en el rubro de servicios. Creemos, por ejemplo, que el Dr. González es un excelente médico. Nos decimos, una y otra vez, que es un profesional dotado de un gran sentido común, criterioso y que siempre acierta con el diagnóstico de nuestras enfermedades cuando acudimos a su consultorio en busca de ayuda.
Todo parece indicar que la mayoría de las veces no somos conscientes de las verdaderas razones que nos impulsan a actuar de una determinada manera
Sin embargo, no ponemos atención consciente a algunas características inherentes al Dr. González y que en principio no parecen tener influencia alguna sobre la opinión que nos hemos formado de él: es algo robusto, de mandíbula cuadrada, voz gruesa pero cálida, cada vez que se dirige a nosotros nos sonríe y cuando nos ausculta siempre nos mira a los ojos.
Incluso somos capaces de rechazar con vehemencia y absoluto convencimiento que el buen porte del médico tenga algo que ver con nuestra percepción sobre su trabajo. Después de todo, sabemos que la competencia profesional pasa por otro lado.
Muy a pesar de nuestra seguridad sobre el tema, se ha comprobado que el cerebro decodifica los rostros bellos o agradables como sinónimo de rostros buenos. ¿Qué significa esto? Significa que una cara simétrica es homologada por nuestras neuronas como inequívoca señal de honestidad y confiabilidad para su portador, y que la altura y la voz gruesa se asocian con la seguridad y el aplomo.
Y más aún, en EE.UU. existe una correlación positiva entre las querellas por mala praxis y la falta de cordialidad dispensada por el médico hacia el paciente.
En términos sencillos, los peores médicos no son los peores médicos, es decir, los que efectivamente cometen las mayores negligencias, sino aquellos que no les sonríen a sus pacientes ni los miran a los ojos cuando les hablan.
Pero continuemos un poco más. Acabo de presentarle al Dr. González y ahora voy a presentarle a la Dra. Pérez…
Ella es trigueña, de cabello oscuro, bajita y de voz chillona.
Tanto el Dr. González como la Dra. Pérez tienen un currículum impecable, ambos se han recibido con honores y ambos son poseedores de una profusa experiencia hospitalaria. También ambos se han especializado en cirugía de corazón.
Dentro de este contexto, imagine la siguiente situación: Usted tiene un pequeño hijo de cuatro años que ha nacido con una enfermedad congénita y necesita una intervención quirúrgica urgente de corazón.
El pesimismo es contagioso, pero el entusiasmo también lo es
Con esta información en mente, llegó el momento crítico de tomar una determinación: Usted debe decidir ahora mismo en manos de cuál de los dos médicos prefiere poner la vida de su hijo.
Y no lo olvide, prácticamente cualquier justificación que usted me brinde a favor del Dr. González será con seguridad una racionalización que lo proteja de sus propios temores y le proporcione esperanza y anhelo de buena salud para su hijo.
Bien, dejemos esto de lado por un momento. Voy a invocar ahora la presencia de otra persona. Él se llama Roberto.
Roberto es un hombre frío y calculador… ¿Qué le parece más probable?:
* ¿Qué Roberto sea abogado y matemático?
* ¿Qué Roberto sea conductor de taxi?
Tómese unos minutos para pensarlo… Si considera que es más probable que Roberto sea abogado y matemático, entonces su cerebro irracional está haciendo de las suyas nuevamente…
Ah, advierto que tal vez no termine de entender por qué. Muy bien, se lo voy a explicar de otra manera: ¿Qué es más probable..? (y aquí la palabra “probable” juega un rol protagónico):
* ¿Qué Roberto sea alto?
* ¿Qué Roberto sea alto, de origen húngaro, sordo de un oído, tuerto de un ojo, hable cuatro idiomas y tenga un perro caniche?
Todo parece sencillo, una vez explicado. Esa era una de las sentencias favoritas de Sherlock Holmes, y la verdad es que la ocurrencia de un solo hecho (conducir un taxi) siempre es más probable que la ocurrencia de varios hechos en simultáneo.
Sin embargo, el cerebro ignora completamente esta información y para arribar a una conclusión recurre a una asociación espuria apoyada en el estereotipo de que los abogados son personas frías, y los matemáticos necesariamente son calculadores.
Y esto no es todo. Volvamos con el afable Dr. González. Es muy posible que cualquier fármaco que él nos prescriba nos alivie de nuestra dolencia con mucha mayor rapidez y eficacia que si el mismo fármaco nos lo recetara el Dr. Gómez, que es una buena médica, pero en la que no confiamos tanto.
El efecto es aún mayor si el Dr. González es un reconocido especialista (alcanza con que creamos que lo es) o nos ha asegurado entusiasta que este es un fármaco de última generación, refiriéndonos una y otra vez sus propiedades analgésicas maravillosas, aún cuando tales propiedades no existan.
El pesimismo es contagioso, pero el entusiasmo también lo es. Si a esto le sumamos un profesional que nos presta atención, nos escucha y nos contiene, el cocktail puede disparar los procesos de curación interna del cerebro, además de promover la secreción de hormonas como las endorfinas que mitigan el dolor físico, bajan la ansiedad y detienen la angustia.
En sintonía con lo anterior, también se ha demostrado en una serie de ingeniosos experimentos el poder que ejercen las expectativas para teñir o modificar la experiencia perceptual. Todo parece indicar que cuando anticipamos que algo será bueno, es bastante probable pues, que resulte serlo.
Por ejemplo, somos capaces de bebernos un vaso completo de cerveza mezclada con vinagre y saborearla sin prejuicio alguno si quien nos convida sencillamente omite el detalle de la adulteración. Por el contrario, si nos informa exactamente qué es lo que estamos a punto de beber, tan pronto como probemos un sorbo, frunciremos la nariz y pondremos cara de asco. Es decir, si nos dicen que algo tiene mal sabor, efectivamente percibimos el mal sabor gracias a las expectativas previas que nos hemos generado.
En forma análoga, si tenemos que valorar cuánto nos gusta el café que se sirve en determinada cafetería, nos parecerá mucho más sabroso y estaremos bien predispuestos para darle una alta calificación si todo aquello que rodea al café, incluida la vajilla y la mantelería del lugar, parece ser de primera calidad.
Si luego tenemos la oportunidad de probar el mismo café, pero nos dicen que se trata de otra marca, y nos lo sirven en un vaso de plástico, esta vez nos parecerá mediocre o directamente malo. Una vez más, nuestras expectativas, tienen una influencia poderosa sobre la percepción del sabor.
Toda esta irracionalidad que tiñe los sentidos y juega un rol tan importante en las decisiones cotidianas, es atribuible, en parte, al hecho de que el cerebro es un perezoso cognitivo
En otro experimento, catadores expertos han elogiado las bondades de un vino de siete dólares, cuando se les informó previamente que la botella costaba setenta dólares y se les sirvió la bebida en exóticas y delicadas copas de cristal.
El conocimiento previo que tenemos sobre algo, nuestras creencias, los prejuicios y estereotipos derivados de la cultura, son todos factores que afectan la forma en que vemos el mundo. Sepa usted que si es dueño de un restaurante, le conviene cuidar minuciosamente la presentación de sus comidas, ya que son tan o más importantes que la elaboración del plato en sí mismo. Si es usted médico, tenga siempre bien planchado el ambo.
No alcanza con que un producto sea realmente el mejor del mercado, o que una persona sea un eximio profesional dentro de su disciplina… además tiene que parecerlo.
Toda esta irracionalidad que tiñe los sentidos y juega un rol tan importante en las decisiones cotidianas, es atribuible, en parte, al hecho de que el cerebro es un perezoso cognitivo. Esto quiere decir que se rige de acuerdo a un principio de economía mental que muchas veces lleva a que nos equivoquemos en nuestras apreciaciones del día a día.
Se trata de un proceso invisible, inconsciente, mediante el cual se simplifica lo complejo; y nos ayuda a crear categorías mentales para poder clasificar nuestra experiencia, y no tener que partir desde cero cada vez que nos enfrentamos a una situación nueva.
También nos induce a tomar atajos en nuestros procesos de razonamiento y extracción de conclusiones; todo, por supuesto, con el loable propósito de facilitarnos las cosas, pero lamentablemente con el costo adicional de cierta pequeña locura o irracionalidad en nuestro comportamiento.