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Quiero compartir un fragmento del que quizá sea el libro más polémico al que ha dado lugar el conductismo radical: Más allá de la libertad y la dignidad (Skinner, 1971). En él, Skinner arremete contra algunas de las vacas sagradas de la civilización occidental contemporánea: las nociones de libertad y dignidad. Más precisamente, lo que critica explícitamente son las posiciones liberales/libertarias individualistas que toman como punto de partida un individuo autodeterminado y libre de influencias externas (un sujeto desvinculado, en términos de Charles Taylor), un individuo vuelto sobre sí mismo, que sólo entra en relación con el resto de la sociedad y su cultura de manera instrumental, es decir, en tanto ello sea necesario para llevar a cabo su proyecto de vida individual (como aparece típicamente en las teorías de contrato social de los siglos XVII y XVIII).
Uno de los puntos centrales de Skinner es que la libertad completa es una ilusión perniciosa. Nunca podemos ser completamente libres, porque aun cuando podamos reducir el control aversivo sobre nuestra conducta –es decir el control por castigo y reforzamiento negativo– nuestros propios deseos no son libres sino que también son determinados por el ambiente sociocultural. Si entendemos a los deseos como una forma de conducta, y asumiendo que toda conducta es función del contexto, se sigue que los deseos son función del contexto, que en caso de los seres humanos es mayormente sociocultural.
Quizá podamos librarnos de la distopía por control aversivo de Orwell, pero no de la distopía por control apetitivo de Huxley. Siempre vamos a desear algo, vamos a poner nuestra vida al servicio de algo, y lo que ese “algo” sea va a estar controlado en gran medida por la historia de intercambios con la época en que toca vivir. Que el ideal moral de una persona sea poseer un automóvil lujoso o dedicarse a crear obras de arte, será resultado de un ambiente sociocultural particular que haya establecido a esas consecuencias como deseables. No hay deseos personales autónomos, independientes del contexto sociocultural. Creer lo contrario no es liberarse, sino meramente ocultar las cadenas.
Ahora bien, aunque es imposible suprimir completamente el impacto de la cultura sobre nuestros deseos, sí es posible de manera colectiva diseñar nuestras culturas de manera tal de propiciar diferentes tipos de ideales en sus integrantes. Una comunidad (las personas de un pueblo, una ciudad, una nación) puede decidir entre construir bibliotecas o shopping malls, entre facilitar el acceso a instrumentos musicales o armas, entre crear o destruir espacios comunes, y en cada caso se estarán fomentando distintos repertorios en sus integrantes.
En este sentido, Skinner señala en el texto tres grandes fuentes de reforzamiento, que derivan en distintos tipos de valores vitales. En primer lugar, están los reforzadores individualistas que se traducen en metas vitales orientadas al bienestar personal, como por ejemplo acumular dinero y bienes personales o reducir el control aversivo. En segundo lugar están los reforzadores altruistas, orientados a promover el bienestar de otras personas, incluso a veces a expensas del bienestar individual, como por ejemplo el cuidado de la familia o acciones solidarias. En tercer lugar, están los reforzadores que podríamos llamar culturales, que son los relacionados con la supervivencia y reproducción de la propia cultura, como la creación artística, la participación en actividades tradicionales, o aportes científicos, entre otros. Cuál de esos tres grupos de valores predomine en la dirección vital de una persona dependerá de las prácticas culturales vigentes en un lugar y tiempo determinado:
Los tres niveles pueden detectarse en la planificación de una cultura en su conjunto. Si quien la planifica es un individualista, intentará diseñar un mundo en el que él tenga que soportar el mínimo de control aversivo y acepte sus propios bienes personales como los últimos y definitivos valores. Si ha quedado sometido a un adecuado ambiente social, llevará a cabo ese diseño en beneficio de otros, posiblemente a costa de sus bienes personales. Y si se preocupa primariamente por el valor de supervivencia, se las arreglará para diseñar una cultura con la atención puesta en su buen funcionamiento (Skinner, 1971, p.127).
Dicho de otro modo, podemos educar a niños y adultos para que aprendan a poner sobre todo sus intereses individuales, o para que contribuyan al bienestar de los demás, o para que se involucren activamente con la dirección de su propia cultura (las opciones no son excluyentes, claro está, pero su prioridad relativa puede variar). Skinner sostiene que el individualismo libertario, al desentenderse de todo horizonte compartido y priorizando exclusivamente el bienestar individual, deja las prácticas culturales a la deriva, o más bien, sujeta al arbitrio de la mano no tan invisible de los poderes de turno. Si no tomamos el timón de nuestra comunidad, alguien lo hará por nosotros, para su provecho.
El individualista no está libre sino que está solo
Sin embargo, hay otro aspecto del individualismo menos señalado, y sobre eso trata el fragmento que he querido compartir: su papel en el sentido de trascendencia y la angustia ante la muerte. Escribe Skinner:
Uno de los más graves problemas del individualismo, muy pocas veces reconocido como tal, es la muerte –el destino inevitable del individuo, el asalto final a la libertad y a la dignidad. La muerte es uno de esos eventos remotos que sólo pueden afectar a la conducta con la ayuda de prácticas culturales . Ciertas religiones han convertido la muerte en algo más importante ofreciendo una existencia futura en el infierno o el cielo, pero el individualista tiene una razón especial para temer la muerte, fabricada no por una religión sino por las literaturas de la libertad y la dignidad. Esa razón es la perspectiva de la aniquilación personal. El individualista no puede encontrar consuelo alguno reflexionando sobre cualquier contribución suya que pueda sobrevivirle. Ha rehusado actuar en bien de los demás y no queda, por tanto, reforzado por la supervivencia de aquellos a los que pudiera haber ayudado. Ha rehusado preocuparse por la supervivencia de su propia cultura y no queda reforzado por el hecho de que su cultura perdurará luego de su muerte. En la defensa de su propia libertad y dignidad ha negado las contribuciones del pasado y debe abandonar, por tanto, cualquier esperanza sobre el futuro (Skinner, 1971, p.170; la traducción es mía).
Por su propia naturaleza, el individualismo no puede aspirar a la trascendencia. En otras palabras, el individualista no está libre sino que está solo. Separado de su comunidad, separado de su cultura, se encuentra solo ante la muerte.
Lo que esto implica es que una forma de darle sentido a nuestras vidas, un sentido que se extienda más allá de nuestra propia desaparición, es incluir en nuestro repertorio acciones orientadas al bienestar de los demás y a la participación activa en la propia cultura, sea cual sea la forma particular que esas acciones adopten. Volvernos parte de algo más amplio y perdurable que nuestra existencia individual se nos ofrece entonces como una tenue pero válida forma de inmortalidad. Vivimos en la huella que dejamos en el mundo.
Referencias: Skinner, B. F. (1971). Más allá de la libertad y la dignidad. ABA España.
Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.
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