Si bien los datos que nos arrojan diversas estadísticas en relación al divorcio siguen aun hoy alertándonos, el hecho de que los números sean cada vez más elevados produce una naturalización de estas circunstancias al punto de que pasa por desapercibida el alcance que una ruptura de pareja puede llegar a tener.
La problemática resulta aun más dificultosa en el caso de que la pareja tenga hijos en común, ya que el modo en que encaren la situación y la manejen en relación a los niños delimitará un escenario que puede resultar propicio para la invención de nuevos vínculos o, por el contrario, facilitar el desencadenamiento de modos patológicos de enfrentamiento.
Mientras que el concepto de “conyugalidad” supondría una convivencia, un contacto sexual, un proyecto de vida y un vínculo amoroso entre dos partes, el término “parentalidad” marca la presencia de hijos en común. Pese a que son dos cuestiones autónomas e independientes, suele asociarse en los hechos la ruptura de la conyugalidad con una consecuente separación de los hijos.
¿En qué circunstancias una pareja decide divorciarse?
En Buenos Aires ocurre un divorcio cada dos casamientos diarios, así como en las grandes ciudades, tales como Córdoba o Rosario, habría una separación cada tres matrimonios; mientras que en lugares más tranquilos, como ser Jujuy o Salta, la relación es de 1 a 10.
Dicha información anima a pensar que el divorcio está muy asociado a las actividades, siendo en las grandes ciudades característico un modo acelerado de vivir que imposibilita el disfrute del tiempo de distracción, necesario para romper con la rutina y rencontrarse con la intimidad de la pareja.
En un contexto tal suele darse un desencuentro que aproxima a las partes a un sentimiento de desconocimiento en relación a ese otro con el que conviven y con quien incluso no mantienen diálogo alguno.
Está comprobado que en aquellas parejas donde el tipo de comunicación se asocia a una escucha atenta y receptiva, se genera una red de contención tal que habilita un sentimiento de reconocimiento y pertenencia del vínculo, desarrollando, a su vez, una identidad al interior de la relación.
Por el contrario, cuando la comunicación es nula o se basa en reproches, acusaciones y querellas, termina configurándose una trama rígida que no sostiene, volviéndose el vínculo una de las fuentes de malestar y desencuentros más grandes.
En este tipo de relaciones, a su vez, se acrecienta la no tolerancia a la diferencia y con ella la posibilidad de querer aplastar y borrar los rasgos alternos, siendo la violencia un recurso utilizado para convertir al sujeto en objeto, funcionando como una bola de nieve que amenaza con destruir a las partes.
Es en este punto que el divorcio aparece como un panorama posible y cuando se decide emprender el camino de la separación, comenzando así a producirse la necesidad de transformación del vínculo.
¿Qué implicaciones tiene el divorcio?
Sin lugar a dudas, el divorcio resulta una situación crítica y traumática en tanto instala un cambio brusco en el devenir de la pareja, y de la familia; los acuerdos e ideales establecidos dejan de tener valor y resulta necesario inventar nuevas reglas y proyectos.
La ruptura desgarra, duele porque lleva a la gran pregunta de quién se es sin ese otro con el que se compartieron años de vida, emergiendo un sentimiento de desprotección y de desorientación en torno a uno y los demás.
A la par surge una gran paradoja: mientras se vuelve menester la ausencia del otro para poder olvidarlo y superar la separación, en el caso de que haya hijos, ese otro deberá estar también presente y eso resulta muy difícil de afrontar.
De allí que, en gran medida, se crean organizaciones dualistas como modo defensivo de atravesamiento, en el que aparecen dos figuras: la víctima y el victimario, el culpable y el inocente.
¿Qué ocurre cuando estas dualidades entrampan a los hijos?
Cuando los padres hacen partícipes a sus hijos de la ruptura de la pareja y pretenden negociar con ellos, éstos no saben para dónde correr.
Muchas veces los niños quedan sujetados a la voluntad y manejo de los adultos, como si se tratara de un objeto más por el que se disputa la herencia y la distribución de bienes ante el divorcio.
Generalmente se apabulla a los hijos con frases que no hacen más que desvalorizar y responsabilizar al otro por la separación o abandono de la familia, como si el divorcio entre los padres implicase también separarse de los hijos.
Cuando el hijo queda posicionado de uno u otro lado suelen despertarse en él emociones ambivalentes de amor y odio, junto a la culpa por aquellos pensamientos y sentimientos negativos que se le aparecen en relación a alguno de sus papás.
Al fantasear que él pudo haber provocado las peleas entre los progenitores, sintiéndose responsable por ello. Al suponer que, si el amor entre sus padres se agotó, también podrían dejarlo de amar a él, es frecuente el desprendimiento de una profunda angustia.
En ese contexto de desorientación y desprotección suelen aparecen síntomas tales como enuresis, miedos desmedidos, distracción y bajas calificaciones en la escuela y comportamientos agresivos hacia uno u otro sexo, sólo por mencionar algunos de los fenómenos patológicos.
Sin lugar a dudas, cuando los adultos involucran a los hijos en su separación, se produce un impacto nocivo en la manera en que éstos establecen lazos, no sólo durante su niñez sino a lo largo de todo su crecimiento. Repercuten incluso en sus primeras relaciones amorosas que se ven atravesadas por los temores derivados de esta experiencia tan traumática.
De allí que, si bien el divorcio implicará un duelo tanto para padres como para los hijos, en la medida en que la familia es una estructura en la que la modificación en uno conlleva a la afectación de todos, transformar el nexo entre los padres e hijos hacia un vínculo más sano posibilitaría ahorrar gran parte del sufrimiento.
¿Cuáles podrían ser salidas más saludables a esta situación?
En primer lugar, se vuelve menester que una vez que se toma la decisión de separarse, se lo comuniquen al hijo dejándole en claro que la disposición es de ambas partes y que en cuanto tal nada tiene que ver con él, así como el hecho de que los padres vivan en diferentes hogares no quiere decir que él deje de contar ni con uno ni con el otro y que el amor que le tienen seguirá siendo el mismo, más allá de los cambios que puedan darse en la pareja.
En segundo lugar, dado que bajo ningún motivo el niño debe quedar en posición de tener que elegir, ya que seguirá siendo el hijo de ambos, no deberá ser utilizado como medio ni intermedio de ninguno de los padres.
Por dicha razón los adultos no dejarán de cumplir sus obligaciones ni ejercerán sus derechos, lo cual quiere decir que deberán responsabilizarse por el cuidado, mantenimiento monetario y calidad de crianza de sus hijos a la par que podrán disfrutar de compartir momentos con ellos y de entablar contacto asiduamente.
Una elaboración saludable tiene que ver entonces con el hecho de aceptar que el divorcio es de la pareja y no de los hijos y que sólo si se reinventa la relación entre los adultos, en cuanto a padres que comparten un hijo en común, podrá el niño no salir mayormente lastimado de la situación.