Entre los numerosos textos que integran la obra Pensamientos del sabio francés Blaise Pascal, publicados póstumamente en 1669, se encuentra el razonamiento que se ha hecho conocido bajo el nombre de la apuesta de Pascal.
Se trata de una discusión sobre si una persona debería creer o no en Dios –y por extensión adherir a la cosmología cristiana que señala que si en vida se actúa conforme a esa creencia se recibirá la bienaventuranza, la felicidad eterna en la vida después de la muerte. Pascal señala que es una elección que no se puede eludir, tenemos que elegir si creer o no creer, hay que actuar de una u otra manera. Pero Pascal también observa que en este mundo es imposible determinar racionalmente la existencia o inexistencia de Dios. La situación es tal que nos vemos forzados a tomar una posición desconociendo sus consecuencias, tenemos que actuar como creyentes o no creyentes sin saber qué resultará de ello una vez terminada esta vida. Pero entonces, ¿cómo elegir, si es imposible conocer el resultado último de esa elección?
Pascal ofrece una solución bajo la forma de una apuesta, y argumenta: “pesemos el pro y el contra de apostar cruz a que Dios existe. Consideremos los dos casos: si ganáis, lo ganáis todo; y si perdéis no perdéis nada. Apostad por lo tanto sin vacilar a que existe” (Pascal, 2014, p. 150). Se trata de un argumento matemático, un cálculo de probabilidades. Pascal sostiene que conviene creer, ya que si estamos en lo cierto y Dios existe, la recompensa es infinita porque obtendremos la bienaventuranza en la vida eterna. Si nos equivocamos y resulta que Dios no existe, a lo sumo habremos perdido tiempo con los ritos. Por otra parte, si elegimos no creer y estábamos en lo cierto, no ganamos nada, pero si estábamos equivocados, nos perdemos de la vida eterna. Hay mucho que ganar y poco que perder, por lo que conviene apostar a creer.
El razonamiento puede parecer sólido, pero ha recibido numerosas críticas y contraargumentos. Por ejemplo, puede esgrimirse que la apuesta no sólo aplica al dios cristiano: si es válida, deberíamos actuar como si Odín y Ra existieran, ya que también sus religiones prometen una vida después de la muerte en el Valhalla o la Duat, por lo que deberíamos creer en todas las religiones que nos ofrecieran una salvación similar (como suplicó Homero Simpson al encontrarse en peligro: “Jesús, Alá, Buda, los amo a todos”). También podría argumentarse que a fin de cuentas, creer tampoco es algo gratuito sino que implica ajustar nuestra vida entera, por lo que si apostamos a creer y nos equivocamos habremos desperdiciado la única vida que tendremos.
Esa es en esencia la apuesta de Pascal, que ha hecho correr ríos de tinta durante siglos. Pero no es sobre la apuesta de Pascal en sí que quiero detenerme aquí, sino sobre una dificultad que surge de ella.
La apuesta y la creencia
Si la apuesta de Pascal es aceptada, si el argumento nos convence y nos decidimos a creer, nos encontramos con un problema muy interesante: ¿cómo creer? Esto es, la creencia o la fe son tradicionalmente consideradas como pasiones, experiencias subjetivas. La fe es algo que se siente, no una cuestión de elección voluntaria. Si soy ateo no puedo simplemente elegir creer en Dios y ver surgir mi fe inmediatamente, así como no puedo creer en Zeus o en el lobisón por un acto de voluntad.
El problema es que no podemos dirigir voluntariamente nuestros sentimientos. Podemos razonar que creer sería conveniente, pero ello no nos dará la pasión de la fe.
Se trata del mismo problema que plantea la motivación. La psicología popular sostiene que para actuar es necesario tener ganas, consideradas como una especie de sentimiento o sensación física, el sentirse motivado: una persona juega al ajedrez porque tiene ganas de hacerlo.
Pero esta posición se topa con el mismo problema que Pascal: no es posible tener ganas por un simple acto de voluntad. No puedo en este momento y de manera voluntaria sentir ganas de jugar al backgammon, por ejemplo. Este es un problema relevante para todo intento clínico de cambio de conductas o hábitos: cómo llevar a cabo actividades por las que una persona no siente ningún tipo de ganas o de motivación.
Esto no pasó inadvertido para Pascal. En efecto, si la fe es un sentimiento, y dado que no tenemos control sobre los sentimientos, la apuesta sería impracticable, porque quien no cree no puede creer sólo proponiéndoselo. Pero en las mismas páginas en que formuló su famosa apuesta, Pascal ofreció una solución para este problema (2014, 152):
“Queréis ir a la fe y no conocéis el camino. Querés curaros de la incredulidad y pedís los remedios; aprended de aquellos (…) que han estado atados como vos y que apuestan ahora todos sus bienes. Son gentes que conocen ese camino que queréis seguir, y curadas de un mal del que queréis curaros; seguid el comportamiento con que han empezado. Consiste en hacerlo todo como si creyesen, tomando agua bendita, mandando decir misas, etc. Naturalmente incluso esto os hará creer (…)”
La propuesta pascaliana es que el hábito o la costumbre pueden engendrar la convicción. Si realizamos las acciones que implica la fe, más tarde o más temprano sentiremos la fe –como resume Unamuno: “empieza tomando agua bendita y acabarás creyendo”. En otras palabras, la conducta produce el sentimiento. Algo similar sostenía Aristóteles respecto a las virtudes. En el libro segundo de la Ética Nicomáquea (2007, p. 44) se lee lo siguiente:
“por nuestra actuación en las transacciones con los demás hombres nos hacemos justos o injustos, y nuestra actuación en los peligros acostumbrándonos a tener miedo o coraje nos hace valientes o cobardes; y lo mismo ocurre con los apetitos y la ira: unos se vuelven moderados y mansos, otros licenciosos e iracundos, los unos por haberse comportado así en estas materias y los otros de otro modo. En una palabra, los modos de ser surgen de las operaciones semejantes. De ahí la necesidad de efectuar cierta clase de actividades, pues los modos de ser siguen las correspondientes diferencias en estas actividades.”
Es decir, Aristóteles, al igual que Pascal, sostiene que el hábito engendra la virtud (recordemos que ethos significaba originariamente costumbre); nos volvemos valientes a fuerza de actuar con valentía, así como Pascal sugiere que nos volvemos piadosos a fuerza de actuar piadosamente.
Conducta y sentimiento
Desde una perspectiva conductual no podemos menos que adherir a estas ideas. Para el conductismo, en efecto, los sentimientos no son causa de la conducta sino más bien aspectos secundarios de ella, y en tanto tal dependientes de las mismas contingencias. Si un perro me corre con intenciones homicidas, no es que corro porque siento miedo (ni, como quería James, que siento miedo porque corro), sino que tanto el correr como el sentir lo que se denomina miedo son diferentes aspectos de mi respuesta global a la situación.
En palabras de Skinner: “¿no atacamos cuando estamos enojados, o escuchamos música cuando sentimos deseos de hacerlo? lo que sentimos son condiciones de nuestro cuerpo, la mayor parte de las cuales están estrechamente relacionadas con la conducta y con las circunstancias en las que esta sucede. Atacamos y nos sentimos enojados por una misma razón común, y esa razón está en el medio ambiente. En pocas palabras, las condiciones corporales que sentimos son productos colaterales de nuestra historia genética y ambiental”(Skinner, 1981, p. 80). Los sentimientos de fe, entonces, serían un producto colateral de las mismas contingencias que sostienen las acciones de la fe.
Por eso, desde una perspectiva conductual la propuesta de Pascal tiene todo el sentido: realizar repetidamente las mismas acciones de quienes sienten fe (tomar el agua bendita, ir a misa) implica entrar en contacto con aquellas contingencias que pueden eventualmente reforzar el hábito de la fe y despertar similares sentimientos. No se trata de un recurso infalible, claro está, para que esas contingencias operen se requerirá que la persona cuente con una historia de aprendizaje que responda a ellas –lo cual nunca está garantizado–, así como un número suficiente de ensayos, pero es ciertamente más probable que alguien encuentre su fe realizando acciones piadosas que mirando televisión. A fin de cuentas, así es como cualquier persona adquiere su fe –ningún niño nace adhiriendo a una religión ni es persuadido por motivos racionales, sino que involucra un largo entrenamiento que incluye la práctica de numerosos rituales así como diversas formas de influencia sociocultural.
Esto tiene implicancias clínicas. Una vía para que una persona sienta motivación para ejercitarse o leer es justamente hacer esas actividades; ir de afuera hacia adentro, de la acción al sentimiento. No otra cosa proponen los abordajes conductuales de la depresión: en lugar de intentar modificar lo que la persona siente y piensa para así impactar en lo que hace, se intenta ayudar a la persona a modificar sus actividades cotidianas para así mejorar lo que siente y piensa, procedimiento que una y otra vez la evidencia ha señalado como un camino efectivo.
Los sentimientos de motivación, las ganas de hacer algo, son una suerte de recuerdo emocional, el eco del reforzamiento pasado en el presente. Lo que experimentamos como ganas es el propio cuerpo, puesto a las puertas de un reforzamiento positivo posible. Siento ganas de salir a sacar fotos o de tocar el piano sólo porque esas actividades han sido realizadas y reforzadas en el pasado y algo en el ambiente las propone como posibles.
Claro está, es posible que nuestra historia particular de aprendizaje resuene espontáneamente frente a situaciones o personas que cuenten con las características adecuadas, como sucede en el amor a primera vista o en el llamado de una vocación. En esos casos nuestra historia y repertorio actual encajan en ese contexto como las piezas de un rompecabezas. Pero aun así la intensidad y solidez de nuestros afectos hacia la persona o actividad dependerá en última instancia de la densidad y variedad de nuestros intercambios con ellas y de lo que de ello resulte (y por supuesto, también puede suceder que nuestro repertorio no resuene en absoluto con lo que una persona o situación ofreciese, por más empeño que le pongamos). Haciendo gracia de esas azarosas resonancias espontáneas, las ganas que sentimos por una actividad dependen de nuestra historia previa de intercambios con ella o con actividades similares. Son nuestras acciones presentes las que construyen nuestros afectos futuros; aprendemos a querer algo cuando nos arrojamos de lleno a ello y cuando lo que nos ofrece refuerza ese acercamiento. Las ganas surgen de la acción.
Motivación en el vacío
Esta perspectiva, habrán notado, nos genera un problema: si las ganas surgen de la acción, ¿cómo llegar a la acción en primer lugar, antes de sentir ganas? Si alguien no siente un fuerte entusiasmo por una acción desafiante, ¿por qué la llevaría a cabo?
Una posible respuesta puede comenzar por la observación de que las ganas están ausentes de la mayoría de nuestras actividades cotidianas. Las ganas ayudan a que sea más fácil y placentero realizar una actividad, pero no son indispensables. Después de todo, limpiamos la casa, pagamos los impuestos, esperamos el colectivo, completamos tediosos formularios, etcétera, sin tener ni un atisbo de ganas. Una actividad se puede llevar a cabo sin ganas, ya sea para evitar ciertas consecuencias o porque contribuye a un fin importante. La conducta puede controlarse de muchas maneras.
Entonces, una forma de favorecer el acercamiento a una actividad es relacionarla con sus consecuencias últimas, con objetivos importantes o con valores personales. En otras palabras, encontrar un porqué para la actividad. Esto puede involucrar dar un paso atrás, considerar la vida entera y el lugar que esa actividad ocupa en ella, qué puertas abre, qué valores actualiza. Esto puede dar el empujón decisivo para acercarse a la actividad, de manera que, si tenemos un poco de suerte, las contingencias naturales de la actividad la sostengan en lo sucesivo. Empezamos haciendo yoga no por ganas sino porque es importante para nuestro estado físico, pero después de un tiempo le tomamos el gusto a la actividad, nos dan ganas de hacerla. La influencia simbólica de los valores y la influencia directa de las contingencias pueden funcionar en tándem para sostener una actividad: lo simbólico guía y redirige, las contingencias sostienen.
Si prestan atención al argumento de Pascal, notarán que sigue el mismo patrón: primero intenta convencernos racionalmente de creer, arguyendo probabilidades matemáticas y apelando a una mirada amplia de la vida. Nos dice que la fe es importante, y nos sugiere que empecemos por la práctica, con la promesa de que esa práctica engendrará eventualmente las pasiones de la fe: “empieza tomando agua bendita y acabarás creyendo”. Nos lleva así de los valores a la acción, y de la acción a los sentimientos.
Cerrando
Podemos obtener una última lección de este argumento. Una forma de aumentar nuestro entusiasmo por una actividad es involucrándonos más profunda y diversamente con ella. Si queremos entusiasmarnos más por la profesión podemos leer sobre ella, participar en grupos de discusión, escribir al respecto, tomar cursos, etc. Si queremos amar a una ciudad podemos caminar sus calles, conocer sus rincones y su gente, habitar sus espacios. Cuanto más intensa y variadamente interactuemos con algo, mayores serán las chances de que nos enganche, nos atraiga, nos retenga. Actuando amorosamente hacia el mundo aprendemos a sentir amor por él.
Podríamos pensar que Pascal no formuló una sino dos apuestas. La primera es la que se popularizó, respecto a la conveniencia de creer. La segunda apuesta, menos conocida y más modesta, es que el hábito nos puede hacer llegar al sentimiento. Es la misma apuesta que nos vemos forzados a realizar cada vez que nos acercamos a algo nuevo: cultivar el sentimiento interés por medio de la acción. O también: actuar para sentir.
Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.
Referencias
- Aristóteles. (2007). Ética. Gredos.
- Pascal, B. (2014). Pensamientos. Editorial Gredos.
- Skinner, B. F. (1981). Reflexiones sobre conductismo y sociedad. Trillas.