Tomar la decisión de iniciar una terapia psicológica no suele ser fácil ni tampoco algo que se improvise sin deliberar. Se trata más bien de un acto meditado. A veces demasiado meditado, por la reticencia natural del individuo a enfrentarse consigo mismo, a remover en los recovecos de la psique, a enfrentarse a lo que durante mucho tiempo –tal vez desde siempre– ha permanecido oculto. También por el miedo a evocar viejos recuerdos que condicionen su presente. Influyen también los recelos a pasarlo mal –promover un sufrimiento– como consecuencia del trabajo realizado en cada sesión, así como la resistencia a desnudarse y mostrarse tal cual se es ante el otro. En fin, influye en grado sumo el miedo a ser juzgado o no ser comprendido, miedo muchas veces asociado al que se siente al hacer cambios consigo mismo.
Ayudarle a reconocer y a poner en marcha sus propias habilidades
Hay una serie de condiciones que deberíamos considerar como indispensables para que una terapia sea efectiva. Empezando por el entorno donde tienen lugar las sesiones, éste deberá ser un emplazamiento que inspire confianza y que confiera seguridad a quien, en cada sesión, va a compartir con esfuerzo sus más íntimos pensamientos y sentimientos así como verbalizar lo que tal vez nunca antes haya dicho, mostrándose vulnerable por sentir que van quedando al descubierto ciertos secretos, entre ellos culpas y penas, que pueden reabrir viejas heridas.
Es imperativo que entre el terapeuta y el paciente se establezca una relación de plena confianza –vínculo terapéutico– sin la cual será imposible ningún progreso.
Si quien acude a las sesiones de terapia lo hace con reticencias, desconfianza hacia su terapeuta o bien se siente juzgado por él (o por ella) al revelarle sus más íntimos secretos, si algo de esto llegara a suceder, será muy difícil obtener beneficio alguno. Consideremos que para un paciente puede ser muy difícil reconocer ante otra persona –al principio, incluso con su terapeuta– determinadas fobias, o ciertos comportamientos rituales propios de un trastorno obsesivo compulsivo así como las conductas evitativas sociales de quienes sufren agorafobia o ataques de pánico, por poner sólo algunos ejemplos. La sutileza del terapeuta debe ser exquisita para propiciar la comunicación por parte del paciente.
Es importante que quien se somete a terapia, sea consciente de que la función del terapeuta no es la de resolverle ningún problema, sino ayudarle a reconocer y a poner en marcha sus propias habilidades para poder utilizarlas como unas herramientas que le permitan operar los cambios necesarios en sus vidas. Es por ello que los terapeutas, nunca deberán decidir por el paciente cómo vivir sus propias vidas o cómo actuar en determinadas ocasiones (demandas que muchas veces se le hacen con preguntas del tipo: “¿qué debo hacer en este caso?”), ya que las decisiones deberá encontrarlas y tomarlas cada cual por sí mismo con la ayuda de la terapia instaurada.
Nosotros, los terapeutas, no somos omniscientes ni pretendemos serlo. No sabemos ni tenemos respuestas adecuadas para todo, pero si que poseemos la formación, la experiencia profesional y la habilidad necesaria para ayudar a cada paciente a encontrarlas, algo indispensable cuando quien acude a nosotros puede estar sufriendo el bloqueo propio de una depresión o la dificultad de comunicarse sin agobios como suele ocurrir en los pacientes con trastornos de ansiedad.
Nosotros, los terapeutas, no somos omniscientes ni pretendemos serlo
Es interesante reseñar que una vez que se instaura la relación terapéutica, además de trabajar con los temas por los que el paciente ha acudido a nosotros, suelen surgir nuevas cuestiones al reproducirse en las sesiones ciertas sensaciones y dificultades que el paciente experimenta en sus actividades y en su vida de relación. Es por ello que un terapeuta experto deberá saber captar los signos que le envía el paciente (actitudes, gesticulación, postura corporal, atención o desatención…) e invitarle a expresar –para luego explorar– aquello que siente.
De este modo, la terapia se convierte en una especie de laboratorio donde se reproduce a pequeña escala lo que el paciente experimenta en su vida real, circunstancia que le ayudará a encontrar nuevas formas para afrontar y resolver sus problemas, así como a relacionarse con su entorno en un ambiente de seguridad.
Es de mucha importancia resaltar que el buen terapeuta, debe saber acomodarse a los ritmos del paciente, sin presionarlo y haciéndole sentir comprendido, entendido pero jamás juzgado. Del mismo modo, el terapeuta debe respetar las costumbres, la cultura y los derechos del paciente, especialmente el derecho que cada cual tiene a tomar sus propias decisiones.
El buen terapeuta, debe saber acomodarse a los ritmos del paciente
Todo ello tendrá lugar en un marco de profesionalidad mientras se va reconectando al paciente con unas herramientas tal vez olvidadas o hasta entonces nunca utilizadas o quizás no adecuadamente.
Como colofón y respuesta, pues, al título del epígrafe, podríamos resumir que las condiciones indispensables para que una terapia sea efectiva y se establezca una relación terapéutica idónea, serán: que el paciente se sienta en un ambiente seguro, que se encuentre cómodo y relajado con el terapeuta, que no tenga vergüenza ni miedo a ser evaluado o juzgado por él y que le sea lo más fácil posible llegar a expresar lo que siente.
Este artículo fue publicado previamente en el blog de Clotilde Sarrió, Terapia Gestalt.