Usar máscaras faciales de manera obligatoria en lugares públicos es una medida política generalizada en todo el mundo con el fin de contener la propagación del coronavirus. Si bien esta medida pareciera coadyuvante, surge a la par una relajación o laxitud personal en las conductas de higiene y/o distanciamiento social que en estos momentos también resultan esenciales para contener el contagio. Las autoridades deben considerar este desajuste, o alteraciones de comportamiento para conseguir la efectividad del uso obligatorio de tapabocas.
Usar máscaras = No lavarse las manos
Cuando percibimos que las cosas se vuelven más seguras, tendemos a actuar de manera más imprudente; esto es conocido como “efecto Peltzman.”
¿Cómo funciona este mecanismo? Existe una medida de seguridad (por ejemplo, el cinturón de seguridad cuando conducimos un auto) que le permite al receptor correr más riesgos (conducir más rápido de lo permitido). Al final, el comportamiento se vuelve menos responsable. De esta forma, una medida de seguridad puede hacer que la actividad sea más peligrosa (Peltzman, 1975).
En el contexto de la pandemia por coronavirus, ir a espacios públicos es una actividad que conlleva el riesgo de infectarse. El uso de máscara facial es una medida de seguridad destinada a disminuir la probabilidad de infección, pero al sentirnos más seguros utlizándola, nos relajamos respecto de las otras medidas de prevención como la higiene cuidadosa de las manos o el distanciamiento social. Como resultado, el riesgo de infección podría aumentar.
¿Qué se puede hacer para abordar este asunto? Establecer que las máscaras faciales sean obligatorias debe ir acompañado de políticas que mantengan, o aumenten, otras formas de prevención. Educar a las personas explicando que una máscara facial por sí sola no previene el contagio de COVID-19 si se olvidan de prácticas como el distanciamiento social y el lavado de manos, resulta primordial. Entonces, además del uso obligatorio de cubrebocas, podría sumarse la obligación de portar un desinfectante de manos personal. A su vez, podrían diseñarse campañas de salud pública que transformen el uso de mascarillas faciales en un recordatorio visual de la importancia del lavado de manos frecuente.
Usar tapabocas = no quedarse en casa
Las medidas de seguridad fomentan la participación de aquellos que, sin estas medidas, considerarían la actividad como demasiado riesgosa para ellos (Grabiszewski & Horenstein, s. f.).
¿Cómo? Retomando el ejemplo de la conducción de un vehículo, la mayoría de las personas no se atrevería a “correr picadas” (carreras espontáneas u organizadas entre vehículos dentro de la ciudad, en muchos lugares tipificadas como delitos penales por su alta peligrosidad), porque es una actividad demasiado arriesgada; pero podrían cambiar de opinión si están acompañadas de un piloto profesional de fórmula uno, lo que haría que la carrera sea menos peligrosa. La medida de seguridad se convierte en una invitación a participar.
Respecto de la pandemia de COVID-19, el uso de las máscaras faciales conlleva una sensación engañosa de seguridad. Así, las personas que deberían quedarse en casa (especialmente los mayores de 60 años y las personas con enfermedades subyacentes) salen y se van. En comparación con la seguridad del hogar, estarían expuestos a un mayor riesgo de infección.
¿Qué posible solución hay en este caso? La educación en salud pública es fundamental, y es especialmente necesario educar a las personas que se encuentran dentro de los grupos de mayor riesgo. Las mascarillas son un medio de protección imperfecto contra el COVID-19. Estos elementos varían mucho en su eficiencia de filtración. Salir de casa con una máscara facial no significa que la probabilidad de infección se haya reducido a cero.
Referencias bibliográficas:
Grabiszewski, K., & Horenstein, A. R. (s. f.). Product-Consumer Substitution and Safety Regulation. En SSRN Electronic Journal. https://doi.org/10.2139/ssrn.2942530
Peltzman, S. (1975). The Effects of Automobile Safety Regulation. En Journal of Political Economy (Vol. 83, Número 4, pp. 677-725). https://doi.org/10.1086/260352
Fuente: The Conversation