Siempre me gusta decir que el cerebro es como una mamushka, ya que en su interior contiene otro cerebro más chico, conformado por una serie de núcleos que en su conjunto controlan y regulan aquellos aspectos más ligados a la vida instintiva, como la alimentación, la sexualidad y la búsqueda de seguridad y protección, que son los tres pilares de la supervivencia en el reino animal.
Como luce el exterior del cerebro todo el mundo lo sabe. Es bastante parecido a una nuez, pero de un color rosáceo y consistencia viscosa. Pero en realidad, eso que podemos ver es solo la capa externa, llamada corteza cerebral.
La corteza posee un espesor de varios milímetros, y envuelve a otras regiones con una morfología y una bioquímica completamente diferente, que en su totalidad reciben el nombre de cerebro paleomamífero, más comúnmente conocido como sistema límbico.
Mientras las neuronas de la corteza cerebral están dispuestas en capas y se ocupan de dar soporte biológico a las funciones cognitivas más elaboradas del ser humano, como la personalidad, el pensamiento y el lenguaje; las neuronas del cerebro paleomamífero se encuentran apiñadas, dispuestas en grupos o conglomerados que constituyen núcleos cerebrales que cumplen diferentes tareas, más estrechamente vinculadas al metabolismo del cuerpo.
el cerebro es como una mamushka
No me voy a extender demasiado sobre las características anatómicas y funcionales de nuestros dos cerebros, pero es necesario que el lector sepa que la corteza cerebral es la sede de los procesos conscientes; es decir, gracias a ella podemos comprender y verbalizar aquella información que circula por nuestro cerebro.
Pero no ocurre lo mismo con la información que circula por debajo de la corteza. Los núcleos que conforman el sistema límbico funcionan con relativa independencia del resto del cerebro.
De hecho, las funciones cognitivas que residen en la corteza solo tienen una influencia muy limitada sobre las áreas subcorticales.
Para acelerar un poco la cosa, quiero dejar establecido que mientras utilizamos la corteza para hacer un cálculo matemático, leer un libro, o elaborar una teoría científica; el sistema límbico regula nuestro bienestar psicológico y una gran parte de la fisiología del cuerpo, como el funcionamiento del corazón, la tensión arterial, el sistema endócrino, el sistema digestivo y el sistema inmunológico.
Y mientras utilizamos la corteza de forma voluntaria, de acuerdo a nuestros intereses del momento, el sistema límbico, por el contrario, trabaja de forma automática, silenciosa, y más allá de nuestras intenciones.
Por ejemplo, no necesitamos pensar que el corazón bombee sangre para que pueda hacerlo. Tampoco le damos conscientemente la orden a nuestros pulmones para que respiren el oxigeno que necesitamos para vivir, ni le pedimos al estómago que digiera los alimentos, ni al sistema inmunológico que nos defienda de posibles virus o bacterias que invaden nuestro organismo.
En pocas palabras, no tenemos control ni registro consciente de lo que ocurre por debajo de nuestra corteza. Solo tenemos consciencia del resultado de estos procesos automáticos e invisibles.
En todo caso, podemos escuchar a nuestro corazón latir, o sentir a nuestros pulmones respirar, pero no tenemos que proponernos nada de eso para conseguirlo.
Que tengamos dos cerebros independientes e interrelacionados es la razón, probablemente, del porque nos cuesta tanto cambiar un habito o una costumbre fuertemente establecida.
Cuando nos proponemos hacer una dieta para bajar de peso o inscribirnos en el gimnasio para llevar una vida más saludable y menos sedentaria, nos cuesta muchísimo llevarlo a la práctica.
Muchas veces el resultado es la eterna postergación, la búsqueda infructuosa del “momento adecuado” para poder hacerlo.
De esta manera, demoramos el paso a la acción de nuestra decisión, y cabe pensar que tal vez se deba a que no es suficiente con la determinación consciente; el cerebro necesita estar convencido en su conjunto.
En casos como este, pareciera que estamos asistiendo a una lucha de poder entre las fuerzas conscientes del cerebro versus las inconscientes, en donde estas últimas claramente siempre tienen ventaja.
no tenemos control ni registro consciente de lo que ocurre por debajo de nuestra corteza
Aquí es donde se pone de manifiesto la necesidad de una decisión integral. Difícilmente alcance con nuestra corteza cerebral para doblegar los impulsos y las tendencias inconscientes que nacen en el sistema límbico.
Así es, el cerebro es desidioso, y muchas veces se deja arrastrar por los beneficios inmediatos que proporciona determinada decisión (ir a la cafetería de la esquina a comer una porción de torta de chocolate, por ejemplo), ignorando beneficios futuros mayores de la elección contraria (ir al gimnasio a hacer una rutina de actividad cardiovascular).
Esto es lo que se conoce como procrastinación, un mal que se ha extendido sobre la faz de la tierra como una pandemia y que afecta a casi todas las culturas por igual.
Muchas veces nos comportamos de una manera completamente hedonista, como si no existiera un mañana, o en su defecto, como si en el futuro fuéramos a estar menos cansados o mejor predispuestos de lo que estamos hoy.
El placer de saborear un helado de crema rusa nos proporciona una gratificación instantánea con la que no puede competir la valoración de un futuro en donde nos veamos más delgados, más apuestos, y probablemente más sanos.
También, esa es parte de la razón por la cual, como sociedad, nos encontramos inmersos en un consumismo desenfrenado, donde las compras compulsivas son cada vez más frecuentes entre la población, socavando la posibilidad de ahorrar dinero para una mejor jubilación y pasar económico en el día de mañana.
el cerebro es desidioso, y muchas veces se deja arrastrar por los beneficios inmediatos que proporciona determinada decisión
Los objetivos loables a largo plazo los planifica nuestra corteza cerebral. Ella es completamente capaz de hacer minuciosos análisis de costos y beneficios, de sopesar las ventajas y desventajas de, por ejemplo, hacer una oportuna visita al dentista.
Sabe perfectamente que a largo plazo, la inversión en tiempo, dinero y sufrimiento personal, más el lucro cesante añadido como consecuencia de una simple caries en una muela, es sustancialmente mayor que el beneficio que reporta quedarse en casa durmiendo la siesta, o mirando la televisión mientras se bebe una cerveza.
Pero entonces aparece el sistema límbico con esa fuerza arrolladora que todos alguna vez hemos experimentado y el abandono se impone. Optamos por la satisfacción inmediata que nos proporcione cualquier otra actividad trivial. Preferimos algo de placer ahora, aún sabiendo que el beneficio futuro es exponencialmente mayor.
Sin duda, sabemos cuál es la mejor opción, la que nos favorece en el sentido más amplio posible, pero a una parte de nuestro cerebro no le gustan los sacrificios a corto plazo, y siempre tenemos a mano una buena razón para postergar lo indeseable, desde la dieta que empezaremos “sin falta” el lunes, hasta la catarata de buenas intenciones y objetivos que siempre nos proponemos todas las navidades para el inicio del año siguiente.
Y es entonces cuando empezamos a justificar nuestra conducta poco deseable en base a toda clase de racionalizaciones.
Las racionalizaciones se utilizan a menudo para reducir el malestar psicológico que provoca determinado comportamiento cuando no se ajusta a lo que creemos sobre nosotros o a nuestros valores.
Por ejemplo, si pensamos que la utilización del castigo físico no es adecuada y hasta resulta nociva en la crianza de los niños, pero por otra parte usualmente apelamos a las nalgadas o peor aún, a los cachetazos cuando nuestro pequeño hijo nos desobedece, es inevitable que en algún momento nos demos cuenta de la contradicción y nos sintamos, en consecuencia, confundidos y culpables ante nuestro propio proceder.
Con el propósito de reducir la tensión interna resultante, procuraremos entonces movernos en alguna dirección que alivie el malestar y ponga en congruencia nuestras acciones (pegarle a nuestros hijos) con nuestras creencias (no pegarle a nuestros hijos).
Podemos, naturalmente, dejar de castigar a nuestro pequeño vástago del averno, pero también podemos suavizar nuestra forma de ver el problema introduciendo racionalizaciones en la ecuación, que nos ayuden a ganar consistencia interna.
Podemos decirnos entonces: “Bueno, pero una nalgada de vez en cuando no le va a provocar ningún trauma psicológico”.
O bien: “Mi propia madre de vez en cuando me pegaba y tan mal no creo haber salido”.
Cuando quedamos atrapados en un conflicto de intereses, una buena racionalización resulta muchas veces más simple de poner en práctica que un cambio real y profundo de un hábito arraigado o una rutina enquistada, difícil de desmantelar.
Hacia donde miremos nos vamos a encontrar con personas haciendo racionalizaciones.
Todos sabemos, por ejemplo, que hay una correlación fuerte entre el tabaquismo y el cáncer de pulmón, y también todos conocemos a alguien que a sabiendas de esto, mientras enciende un cigarrillo se justifica diciendo: “Bueno, pero yo conozco a Fulano que a su vez conoce a Mengano, que tiene 98 años, una excelente salud y fumó toda su vida!”
O argumenta algo más absurdo aún: “Si, está bien, pero el cigarrillo a mi no me afecta como a los demás”.
Una buena racionalización puede dejar a salvo nuestra autoestima y ayudarnos a dormir con la conciencia tranquila durante la noche. Pero conviene tener presente que, en esencia no es otra cosa que un invento, una explicación falsa elucubrada por nuestra corteza cerebral para no admitir su derrota frente al imperativo hedonista del sistema límbico.
Racionalizar es venderle el alma al diablo.
Usted acaba de leer este artículo y ahora lo sabe. Se le acabaron las excusas.
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