Hace un par de años pude leer un libro que hoy es parte de mi biblioteca personal, de hecho, lo recomendé a toda mi clase una vez que me solicitaron hacerlo, (por una evaluación, debo decirlo), este había sido escrito por uno de los más grandes neurólogos de hoy, el Dr. Vilayanur Ramachandran y el libro era “Fantasmas en el Cerebro” (el que les recomiendo por la interesante propuesta sobre enfermedades neurológicas fácilmente confundidas con afecciones psicológicas), pero en este libro, su autor hacía mucho hincapié a investigaciones realizadas por un neurólogo americano, quien incluso escribió el prólogo de su libro, este era el Dr. Oliver Sacks, en cuyo libro “Despertares”, donde narra su experiencia con un grupo de sujetos en una institución mental, se basó la película del mismo nombre estrenada en 1990 y protagonizada por Robin WIlliams y Robert De Niro. Pero… ¿tiene todo esto algo que ver con el autismo?
“Awakenings”, la vivencia de Sacks llevada al cine cuenta la extraña condición que afecta a un grupo de personas de edad.
En esa película aparece una escena que a Lynne Soraya, le parece particularmente fría, como comenta en su artículo del Psychology Today, en esta escena, el Dr. Malcolm Sayer (personaje ficticio basado en el mismo Dr. Sacks) visita junto con un experto a algunos pacientes institucionalizados en donde él trabaja por una condición crónica, tratando de entender esta condición: el parkinsonismo post-encefálico. Estos pacientes habían sobrevivido a un brote de encefalitis letárgica ocurrido entre los años 1915 y 1926.
Tras observar viejas grabaciones hechas a los pacientes, la explicación que Sayer recibió, (en la película) sobre lo que pasó a los sobrevivientes de los escenarios agudos de la infección fue “aquellos que sobrevivieron, los que despertaron, se veían bien, como si nada hubiera pasado, simplemente no nos dimos cuenta el gran daño que la infección había hecho a sus cerebros. Pasaron años, en algunos casos hasta 15 años, antes que estos extraños síntomas neurológicos aparecieran. Comenzamos a observarlos a principios de los años ‘30, donde a gente vieja la traían sus hijos, a jóvenes que eran traídos por sus padres porque ya no podían vestirse o alimentarse solos, en la mayoría de los casos ya no podían hablar, incluso algunas familias se estaban volviendo locas porque gente que era normal, repentinamente, estaba ahora en cualquier otro lugar”.
Viendo estas escenas donde seres humanos no eran capaces de hablar o comunicarse el Dr. Sayer pregunta:
“¿Cómo será ser ellos? ¿Qué estarán pensando?”, su pregunta fue contestada con un rotundo: “No lo hacen, el virus no les permite acceder a sus facultades más desarrolladas”.
A lo que Sayer, incomodado, vuelve a preguntar “¿Lo sabemos con seguridad?”, la respuesta que recibió nuevamente fue directa, afirmativa y final por lo que Sayer consulta “¿Y lo sabemos con seguridad porque…?”. La respuesta entonces fue devastante: “Porque la alternativa es impensable”
Esta respuesta, para algunos, puede ser comprensible, incluso algunos pueden verla como una respuesta empática, después de todo, él se está poniendo en los zapatos de sus pacientes, imaginando cómo se sentirá ser ellos, pero claramente no le gusta lo que ve cuando hace tal ejercicio, por lo tanto, lo rechaza. Para Lynne es imposible ver esa respuesta como empática, ya que la ve como una sálida fácil. Rechazar la realidad imaginada de una condición que el profesional encuentra repulsiva prepara el camino para consecuencias devastantes hacia los pacientes en cuestión, porque cuando crees que una persona no piensa o no es consciente, estás básicamente pensando que ya no son humanos y, creer eso, es parte de la razón de lo que les sucedió a estos pacientes en la vida real. El mundo les volvió la espalda, los reescribió fuera del libro, los relegó a instituciones donde sólo las personas más dedicadas o familiares les visitarían o cuidarían, guardados en bodegas como, en palabras de Diane Sawyer, “muebles humanos”.
En el libro Despertares, el Dr. Sacks (el verdadero neurológo que vivió esta historia) declara que algunos de sus pacientes “han alcanzado un estado de desesperanza fría parecida a la serenidad”. Abandonados por amigos y familia, estaban “profundamente aislados” y “privados de experiencias”, un resultado impensable para los seres conscientes que en realidad eran, pues esas actitudes que rechazaban la posibilidad de que fueran conscientes fueron las que permitieron esto sucediera: ¿para qué visitar a alguien que los expertos te dicen está, en esencia, muerto? ¿Alguien que es una simple estatua de un ser humano?
Las personas que sufren en algún grado de espectro autista son de las más incomprendidas y subestimadas en nuestra sociedad.
Puede no comprenderse a primera la relación entre esta situación y el autismo, pero para Lynne Soraya, su relación es total, pues estas actitudes desdeñosas existen para con la comunidad autista. En muchos círculos, el discurso sobre el autismo gira sobre lo que no tienen, lo que “no está allí” y lo que los autistas “no pueden hacer”, lo que está llevando a resultados devastadores. Veamos, por ejemplo, un encuentro que tuvo la misma Lynne: una tarde se encontraba conversando con una joven que trabajaba con chicos, de los que muchos tenían necesidades especiales. Dentro de la conversación, le preguntó sobre su trabajo, a lo que esta joven esbozó sus experiencias a grandes rasgos, de la forma típica en que uno cuenta sus cosas a alguien no muy conocido, pero entonces, repentinamente se le acercó exaltada, le tomó del brazo y susurró queriendo gritar “y ¡odio a los autistas! ¡Ellos muerden!”.
El ataque tan repentino y virulento, dice Soraya, literalmente le quitó el aliento. Apaleada, abrió su boca para hablar pero no pudo hacerlo, así de cruel es perder el habla bajo estrés, pues lo pierdes cuando más lo necesitas, por supuesto, esta joven no tenía idea que conversaba con una persona autista, Soraya considera esto como una de las maldiciones de sufrir dicha condición con “síntomas” poco visibles , pues tienes un asiento en primera fila para observar los verdaderos sentimientos, generalmente “editados”, para ver la maldad con que la gente se expresa cuando creen que nadie escucha, o al menos nadie a quien le interese. Para cuando se recuperó, las arenas movedizas de las situaciones sociales habían continuado su movimiento, sin embargo, hasta hoy recuerda exactamente lo que tan desesperadamente quiso gritar en ese momento: “¡¿Sabes cuánto dolor necesita un niño para poder atacar de esa manera?!”, pero mucha gente no lo ve así, ni siquiera se les ocurre, porque según las opiniones de muchos expertos y educadores, los autistas no pueden mostrar empatía, por consiguiente, la gente asume que un niño atacando, como el que describió esta joven, lo hace simplemente porque no saben (o no les importa) el impacto de su comportamiento en la otra persona, aunque existe una explicación alternativa: el dolor.
Hay un equilibrio entre dolor y empatía en cualquier interacción, así, la mayoría de los seres humanos, incluidos los autistas, no quieren dañar a otros, esta preocupación, sin embargo, por lo general se pesa contra el nivel de dolor que experimentamos. Por ejemplo, una persona cuyas manos se están quemando por un sopa espesa e hirviendo puede empujar a otra fuera de su camino hacia una fuente de agua al correr buscando el agua fría que le refresque las manos, casi nadie la juzgará por este empujón. A la persona empujada puede molestarle y desear que hubiera encontrado una manera menos agresiva para manejar la situación, sin embargo, reconoce que la persona actuó para aliviar su dolor agudo y evitarse aún más dolor, así, su empatía es colmada por la necesidad urgente. Desafortunadamente, muchas veces, en el caso de una persona autista, el dolor y el daño que experimentan no es visible externamente, sin un cuadro de referencia para el mundo en que el autista vive, (en el que a veces cosas totalmente inocuas como la brisa que provoca un ventilador pueden sentirse como papel de lija, un golpe accidental puede sentirse como una explosión y el ladrido de un perro puede experimentarse como patadas en la cabeza), la idea del dolor es fácilmente desechada por un observador neurotípico, especialmente cuando la persona afectada tiene dificultades para la comunicación verbal y no verbal.
Si una persona no puede decirnos que siente dolor y su cuerpo no muestra que siente dolor, ¿cómo podemos saberlo? Si sintiéramos que alguien nos está golpeando, ¿no sería nuestro primer instinto la autodefensa? ¿Especialmente si no tuviéramos otro medio de pedirle a la persona que detenga lo que está haciendo? Para Soraya, la solución a tal situación no debiera ser odiar a la persona, al niño autista, o juzgarlo por comportarse de una forma en que la mayoría de la gente lo haría bajo las mismas circunstancias, sino más bien trabajar para encontrar la fuente de ese dolor y ayudar a la persona a encontrar otra forma, una menos dañina, para comunicarse en el futuro, ¿no tiene más sentido? De hecho, si sus niveles de dolor y estrés son crónicamente altos, ¿no sería mucho más empático mantener ese equilibrio?
La idea que ciertas personas carecen de las cualidades que nos “hacen humanos”, ya sea la conciencia o la empatía, es una de las que causa un daño más profundo a través de los años en muchos contextos. Los investigadores pueden hablar sobre esto en teoría, pero en la práctica, la idea que el autista carece de empatía tiene un impacto peligroso, entre otras cosas, por reducir la empatía para con el dolor de la persona autista, incluso, recientemente se supo que la ONU está convocando a investigar una escuela especial en Massachussets por torturas tras una denuncia hecha por la liberación de un video perturbador de un joven siendo tratado con terapia de choque (electroshock) 31 veces en un periodo de 7 horas. Si asumimos que el comportamiento es comunicación y que los “problemas de conducta” son, por lo general, intentos de comunicar estrés y dolor, entonces, ¿qué significa cuando tratamos dichas conductas de esta forma? ¿Tiene algún sentido? Y aún más, ¿es humano? ¿Hay alguna forma mejor de hacerlo?
Aún queda gente que cree existen personas que sólo son envases de órganos sin intelecto, como muchas veces consideran a los autistas.
Efectivamente, incluir a aquellos con discapacidades a la comunidad requiere que evitemos los errores del pasado, pero, ¿cómo lo hacemos? Necesitamos presumir la competencia, presumir la conciencia, presumir la humanidad, ¿por qué? Dadas las implicancias, porque la alternativa es impensable.
Aún falta mucha investigación sobre el espectro autista, pero desgraciadamente muchas de esas investigaciones están mal enfocadas o, simplemente, no nos interesa muchas veces profundizar en el tema. La verdad, el trabajar con personas que presentan esta dificultad es sumamente complicado, porque como humanos, seres sociales, acostumbramos a que se nos digan las cosas, si no es por palabras que sea por comunicación no verbal, la que los psicólogos debiéramos manejar casi como una segunda lengua. Sinceramente, admiro a esas personas que trabajan con corazón sincero, dándoles amor y tratando de comprender a estos pacientes, pues es un trabajo sacrificado y complejo, que requiere gran paciencia y esfuerzo.
Pero entonces aparecen los desafíos, la ciencia psicológica no se puede quedar mirando, si no lo hacen los grandes investigadores lo deberíamos hacer nosotros, todos los que estudiamos o ejercemos esta hermosa profesión, quienes debemos tomar las riendas y trabajar en este cometido. ¿Sientes el llamado? ¿Crees que puedes ayudar a conocer más sobre esta condición? ¿Te sientes capaz de ayudar a una reeducación para los cuidadores, padres y educadores de estos niños? Realmente, nos encantaría saber tu opinión, ¿estás dispuesto a comenzar un sano debate?
1 comentario
MUY BUENOOOOO
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