Álvaro Sánchez para El País:
La primera vez que Véronique Delmadour se quedó sola ante el teléfono, un hombre murió. Había visto en televisión un anuncio: se necesitan voluntarios para el teléfono contra el suicidio de Bruselas, decía. La hija de una amiga había tenido una tentativa hacía poco, y Véronique pensó que sería buena idea. Superó entrevistas, pasó el obligatorio curso de formación, acompañó a otra voluntaria más experimentada para familiarizarse con su nueva labor. Y allí estaba. En su primera llamada sola. “Fue terrible. Me dijo que había tenido una separación difícil. Escuché el ruido del disparo y al día siguiente la policía vino a interrogarnos para investigar qué había pasado”.
Y agrega:
La entidad vive una paradoja. Necesitan más voluntarios, pero rechazan a la mitad de ellos tras completar el cuestionario o en la entrevista posterior. Entre las preguntas, deben responder: “¿Qué evoca para usted la palabra suicidio?” “¿Ha tenido ideas o tentativas suicidas?”. Si son aceptados reciben un curso de tres meses antes de poder responder una llamada. La formación enseña a combatir el impulso natural de decir lo primero que se les viene a la cabeza. “Explicamos qué es el suicidio, qué vive la persona. Cómo escuchar al otro sin juzgarle ni aportar ideas propias que pueden ser contraproducentes”, afirma Cécile Palies, una de las responsables. Una vez terminado, firman un compromiso de permanencia de un año en el que deben acudir cuatro horas semanales. Esa alta exigencia de tiempo hace que su perfil sea el de un estudiante recién salido de la carrera o una persona de avanzada edad. Principalmente mujeres.
Un plan bastante interesante para ofrecer contención a las personas que afrontan la idea del suicidio y no saben o no tienen a dónde acudir. El artículo también incluye los controles y filtros que aplican a todos los volutarios antes de aceptarlos en el programa.