Comprender sin encasillar
“Clínica” es el conjunto de prácticas y saberes con que lidiamos no solo con enfermedades y “trastornos” sino con el sufrimiento (el evitable y el inevitable).
Necesitamos ideas-herramientas que se adecuen a la clínica, que nos urge, que nos desborda desde hace tiempo. El consultante actual es un sujeto maltratado, con sufrimientos devastadores, con falta de proyectos. Sin embargo, no son pacientes predominantemente graves los que atiendo en mi consultorio sino pacientes que están atravesando traumas y duelos muchos de las cuales tienen que ver con lo histórico-social.
El cuerpo social parece anestesiado, y si un ciudadano habla de “ideales” los que están alrededor pensarán que es un cordero o un lobo con piel de cordero. Los ideales parecen haber desaparecido pero el dolor está ahí. En las atestadas consultas psicológicas de hospitales públicos, obras sociales y prepagas. En los consultorios privados. Una sociedad anestesiada y unos laboratorios ávidos ofrecen pastillas mágicas. En un medio carcomido por el paco y por los pacos de dinero sucio, los psicofármacos son “drogas legales”.
No se puede prescindir de la psicopatología ni se debe sobrestimarla. Es nada más (y nada menos) que un bosquejo que ayuda a aprehender algo de una realidad. Y la realidad pide afirmaciones provisionales, más que afirmaciones que compitan con la realidad. Las abstracciones pueden conducir al encasillamiento.
Marean la cantidad de partidos que se presentan a las elecciones si como la cantidad de indómitos síntomas que no se dejan arrear fácilmente a los tres corrales (neurosis, perversión, psicosis). Ante el mareo hay soluciones baratas y caras. Las caras evitan el reduccionismo pero nos obligan a estudiar. El Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales , conocido como dsmv, es uno de los intentos de evitar el mareo. Fue ideado para encontrar un mínimo común divisor, un esperanto, entre distintas corrientes de la psiquiatría y la psicología. Soslayando el conflicto instaló la paz, una paz que se parece a la del sepulcro. La psicología se ocupa de pasiones y sufrimientos. El dsm v no ha logrado aquietarlos, los ha anestesiado mediante categorías que tranquilizan al psiquiatra, pero no aquietan las tormentas subjetivas (Hornstein, 2006).
No se puede prescindir de la psicopatología ni se debe sobrestimarla
La clínica ha sido psicopatologizada. Cosificar es otro de los modos del reduccionismo. Se cosifica cuando no se puede entender o cuando no se quiere entender. Propongo un eslógan: la clínica es más extensa que la psicopatología. De un paciente puedo ver los síntomas, las inhibiciones, la angustia… pero también cómo procesó ciertos duelos, qué sentido del humor tiene, que posibilidades tiene para sobreponerse. La clínica escucha la subjetividad de cada paciente en lo que tiene de potencialidad, de creativo, de duelos superados, de situaciones difíciles que vivió, padeció y a las que consiguió tramitar creativamente. Cuando cosifica, escribe actas de defunción y mata lo que estaba vivo.
La turbulencia de los vínculos
¿Estamos al día? ¿Cómo es hoy nuestra subjetividad? ¿Un mecanismo de relojería, como lo era en el siglo XVIII? ¿Una entidad orgánica, como en el XX? Hoy la metáfora para entender la subjetividad es la de flujo turbulento. Para atemorizarnos pero también para estimularnos tomaron protagonismo el “flujo turbulento” y lo no predecible. En matemáticas, irrumpió la geometría fractal. En termodinámica, se privilegiaron los sistemas fuera del equilibrio. En biología, la teoría de los sistemas autoorganizadores productores de orden a partir del ruido.
Liberadas del determinismo clásico, las teorías actuales han dejado lugar a la diferencia como factor de creación y cambio. La historia no es mera repetición, ni despliegue de lo ya contenido en el pasado; incluye acontecimientos no predeterminados. No existen sólo sistemas cerrados y cerca del equilibrio sino también sistemas abiertos para los que el equilibrio significa la muerte.
Beck dice que vivimos en una “sociedad de riesgo”. Cuando la incertidumbre se incrementa se hace imposible hasta imaginar el día de mañana. Han estallado las normas tradicionales y el individuo no sabe a qué atenerse. Se le exige ser exitoso en diversos planos: económico, estético, sexual, psicológico, profesional, social, etc.
En la postmodernidad se rechazan las certidumbres de la tradición y la costumbre, que habían tenido un papel legitimante. La identidad y los vínculos devienen precarios al perderse anclaje cultural junto con puntos de referencia internos.
En un mundo fascinado por el éxito individual, el rendimiento y la excelencia, hay tensiones muy fuertes entre las imágenes ideales y la realidad de lo que se vive. No está mal aspirar al éxito. Éxito viene de exitus, que en latín quiere decir salida. Salida del gueto, del encierro. Algunos actúan como si los únicos valores fueran el poder económico, el estatus profesional o el reconocimiento mediático. Algunos piensan que estos son los valores oficiales. Otros buscan una restauración retornando a los valores tradicionales (nacionalismo, familiarismo, fundamentalismo, integrismo) o en la búsqueda de ideales de una new age.
Pensar que jugar bien al ajedrez es una demostración de inteligencia mientras que plasmar una vida afectiva feliz es un asunto sentimental, bueno, pensar así quizá no sea pensar
No hay tanto una crisis de valores como una crisis del sentido mismo de los valores y de la aptitud para guiarnos. ¿Cómo orientarnos en este laberinto? Esa crisis no es sólo la de los marcos morales heredados de las grandes confesiones religiosas, sino también la de los valores laicos que les sucedieron (ciencia, progreso, emancipación de los pueblos, ideales solidarios y humanistas). Ya no existe un patrón fijo sino que los valores fluctúan en un amplio mercado.
A partir de la Ilustración, los modernos ambicionaron sentar las bases de una moral independiente de los dogmas religiosos, exaltando el ideal ético y magnificando la obligación del sacrificio de la persona en el altar de la familia, la patria o la historia. Las obligaciones hacia Dios fueron transferidas a la esfera humana, pero los modernos no rompieron con la tradición moral. Fue después, a mediados del siglo XX, cuando surgió la sociedad posmoralista que rechaza al deber y propicia la felicidad. Se desvaloriza el ideal de abnegación y se sobrevaloriza la felicidad.
En un comienzo, el pensamiento postmoderno atrajo a las minorías (mujeres, afroamericanos, homosexuales, etc.), con su entusiasmo por el derecho a ser diferente. “Dios ha muerto, el sujeto ha muerto, y yo no me encuentro nada bien”, decía un grafiti. La modernidad identificó la inteligencia con la razón, cuya meta es la universalidad y la posmodernidad con la creación estética. No tenemos por qué optar. Hace rato que se dice que la inteligencia consiste en resolver problemas. Los problemas que importan son complejos. Pensar que jugar bien al ajedrez es una demostración de inteligencia mientras que plasmar una vida afectiva feliz es un asunto sentimental, bueno, pensar así quizá no sea pensar (Hornstein, 2011).
A la decadencia del optimismo tecnológico le corresponde una pulverización del sujeto convirtiéndolo en un zombi, en un espacio flotante: una disponibilidad pura adaptada a la aceleración de los mensajes provenientes de los medios de comunicación masivos. Habríamos arribado al “fin de la cultura sentimental, fin del happy-end, fin del melodrama y nacimiento de una cultura cool en la que cada cual vive en un bunker de indiferencia” (Lipovestsky).
Ahora hay familias ampliadas, nucleares, monoparentales, homosexuales, etc., y familias típicas (típicas de antes) y personas que extrañan la “familia tradicional” y a veces son intolerantes con las otras. Caídos los dogmas, tenemos que conformarnos con creencias, convencimientos, fe, teorías, hipótesis y opiniones. Y disfrutar de ellos y soportar que a veces no sepamos a qué atenernos.
Huida ante el sufrimiento
El hombre actual sufre por no querer sufrir. Quiere anestesia en su vida. Simples dificultades las considera sufrimientos. La moral y la felicidad, ya no están enfrentadas, lo que actualmente resulta inmoral es no ser feliz. Allí donde se sacralizaba la abnegación, tenemos ahora la evasión; donde se privilegiaba la privacidad, tenemos la violencia mediática. El clima de euforia sumerge en la vergüenza a los que sufren. “Conviértase en su mejor amigo”, “Piense en positivo”… Por cualquier medio hay que “tener onda”, ser divertidos. La felicidad es el nuevo orden moral. Junto con el mercado de la espiritualidad es una de las mayores industrias de la época.
¿Pero qué es “sufrir”? Sabemos que hay sufrimientos inevitables. Como también hay sufrimientos neuróticos. Se nos muere alguien querido, nos rechaza alguien que nos importa, alguien hace algo que nos decepciona… Todas pérdidas. Pero también son pérdidas ser despedidos del empleo, quebrar en una empresa… El otro está presente, aun más que en la alegría. Está presente una distancia: entre antes y ahora, entre realidad y fantasía. Eso duele. Es un dolor sano, que a veces se intenta extirpar con distintos psicofármacos, con alcohol o con otras conductas de evasión.
A la decadencia del optimismo tecnológico le corresponde una pulverización del sujeto convirtiéndolo en un zombi
¿De que sufren la mayoría de los que nos consultan? De lesiones en los encuentros con el otro (otros). “Desde tres lados amenaza el sufrimiento. Nos amenaza, sigue diciendo, “desde el cuerpo propio, que, destinado a la ruina y la disolución, no puede prescindir del dolor y la angustia como señales de alarma: desde el mundo exterior, que puede abatir sus furias sobre nosotros con fuerzas hiperpotentes, despiadadas, destructoras; por fin, desde los vínculos con otros seres humanos. Al padecer que viene de esta fuente los sentimos tal vez más doloroso que a cualquier otro”(Freud,1930). Para el diccionario “sufrir” es “sentir físicamente un daño, un dolor, una enfermedad o un castigo; sentir un daño moral; recibir con resignación un daño moral o físico”. El diccionario, por supuesto, no hace juicios de valor. No dice si el sufrimiento es un capricho, ni si es evitable o inevitable, curable o incurable Es obvio que hay sufrimientos inevitables. Pero no es tan obvio que también sufrimos innecesariamente, neuróticamente.
El sufrimiento es la experiencia de una persona enfrentada a la pérdida, al rechazo, a la decepción que le impone alguien significativo. El sufrimiento es una necesidad porque obliga a reconocer la diferencia entre realidad y fantasía. Y es un riesgo porque, si aumenta hasta lo insoportable, la persona puede retraerse de todo lo que la afecta.
El sufrimiento prolongado se anestesia con desinterés. El desinterés empobrece las relaciones. En los duelos llamados normales, se desinviste un objeto para preservar la posibilidad de investir nuevos objetos.
Decretar vanos nuestros compromisos afectivos proponiendo la paz y la serenidad a los tumultos de la vida no se halla en el aislamiento. Entre la insípida calma y vida intensa, votamos por la vida intensa, con complicaciones, expuestos al azar. Por eso el amor, aunque sea fuente de las mayores alegrías, no se puede confundir con la felicidad, porque su espectro abarca una gama de sentimientos infinitamente más amplia; el éxtasis, la dependencia, el sacrificio, los celos. Es la experiencia que puede empujarnos al abismo o llevarnos a las más altas cumbres. El amor supone que aceptemos sufrir por y a causa del otro, de su indiferencia, su ingratitud o su crueldad.
Tener relaciones sin compromisos profundos, desarrollar cierta indiferencia afectiva, ese sería el perfil de Narciso. El miedo a la decepción traduce a nivel subjetivo lo que Lasch llama “la huida ante el sentimiento”. Si hay cool sex, si los celos y la posesividad están desprestigiados es para llegar a un estado de indiferencia, de desapego, para protegerse de las decepciones amorosas.
Si investigamos la causalidad psíquica, vemos la intervención de la causalidad biológica y de la cultural. Nadie ha podido postular ninguna inferencia lineal entre lo que se sabe del cerebro y la subjetividad. Hay fronteras. Para el psicoanálisis y para las neurociencias. Es un campo a explorar. No tenemos bibliografía específica (y las neurociencias tampoco). Habrá que crearla. Estamos obligados a pensar el psicoanálisis, con la física, la biología, las neurociencias, las ciencias sociales, la epistemología de hoy.
Nadie ha podido postular ninguna inferencia lineal entre lo que se sabe del cerebro y la subjetividad
En cuanto a las causalidades hay que evaluar que el infantilismo y la victimización son dos modos de la irresponsabilidad. Intentan eludir las consecuencias de los propios actos, de gozar de los beneficios de la libertad sin dar nada a cambio. Infantilismo es la actitud y la conducta de un adulto que pretende ser protegido como un niño. Combina una exigencia de seguridad con una avidez sin límites y evita cualquier obligación. Victimización es presentarse como damnificado. Puede ser un efecto indeseado del psicoanálisis. Al demostrar que el ser humano es movido también por fuerzas que no conoce (lo inconsciente), la responsabilidad puede quedar del lado de los demás (mi infancia desgraciada, mi madre “castradora”, mi padre ausente) (Hornstein, 2013).
Aceptar o poseer al otro
¿Qué es el amor? No siempre es beberse los vientos. A veces es cuidar que no nos barran los vientos. Construye un refugio, cuando pone barreras a la soledad devastadora. Amar es carecer, es aspirar a poseer, es sufrir si no se es amado, es depender del amor y la presencia del otro. ¿Pero qué querrá decir “poseer” al otro? En verdad, ¿nos adueñamos del otro? Los otros no son pasivos. Como lo sabe el que amó y no fue correspondido. Algunas personas se prestan a ser colonizados pero la mayoría exige reciprocidad.
Al principio del enamoramiento todo nos parece maravilloso en el otro: después se va marchitando. Se trata del mismo individuo, pero uno soñado, deseado, esperado, ausente…, y el otro presente. El uno brilla por su ausencia, el otro es mate por su presencia. Breve intensidad del enamoramiento, larga duración del amor (Hornstein, 2011).
Estamos obligados a pensar el psicoanálisis, con la física, la biología, las neurociencias, las ciencias sociales, la epistemología de hoy
Pero abordemos las parejas que se sienten relativamente felices. ¿Se quieren hoy más que ayer pero menos que mañana? No es lo frecuente. Continúan deseándose y su amor es placer más que pasión: han sabido transformar la locura amorosa de sus comienzos en gratitud, en lucidez, en confianza, en cierta felicidad de compartir. La ternura es una dimensión de su amor, pero no la única. Existe también la complicidad, el sentido del humor, la intimidad, el placer explorado y reexplorado; existen esas dos soledades cercanas, habitadas la una por la otra, existe esa familiaridad, existe ese silencio, existe esa apertura de ser dos, esa fragilidad de ser dos. Hace tiempo que renunciaron a ser sólo uno. Han pasado del amor loco al amor a secas y estaría errado quien viera esto solo como una pérdida o como una banalización.
Los celos implican miedo. Miedo a perder una relación o un lugar privilegiado o exclusivo. André Comte-Sponville señala: “El envidioso querría poseer lo que no tiene y otro posee; el celoso quiere poseer él solo lo que cree que le pertenece”. Los celos patológicos se basan en una concepción errónea de lo que es una relación afectiva. Parten de una concepción primitiva: amar consistiría en poseer y aceptar el amor de un celoso o celosa sería aceptar la sumisión a su enfermiza posesividad. Los celos acarrean siempre sufrimiento, provocan ansiedad por la anticipación de la pérdida. Los celosos nunca disfrutan de su alegría: se limitan a vigilarla. El celoso teme que sus cualidades no basten para retener a su pareja. De ahí la voluntad de examinar, intimidar y aprisionar.
Bibliografía
Freud, S. (1930): El malestar en la cultura, A.E. Tomo XXI.
Hornstein, L. (2006): Las depresiones, Paidós, Buenos Aires.
Hornstein, L. (2011): Autoestima e identidad, FCE, Buenos Aires.
Hornstein, L. (2013): Las encrucijadas actuales del psicoanálisis, FCE, Buenos Aires.