Llegó al consultorio un día como cualquier otro.
Un día ordinario.
Un día del que no recuerdo otra cosa que no sea que ella vino.
Vestida de negro, apoyada en un bastón casi a modo de placebo, encorvada, reseca.
Caminó unos pasos breves y sosegados, al tiempo que yo iba hacia ella
Me dio un beso sin sonido y se sentó.
— Es la primera vez que vengo a un psicólogo – dijo.
— Cuénteme – le respondí.
Y así fue que empezó a deshilar una vida de pesares, aflicciones y congojas.
Una vida triste de esa tristeza sin épica, esa tristeza deslucida, esa tristeza que hasta avergüenza.
Y así fue que empezó a deshilar una vida de pesares, aflicciones y congojas
La escuchaba sin distracciones, concentrado en un relato que volvería decenas de veces a lo largo de los años. La escuchaba sombrío.
— Nunca fui feliz – me dijo, mirando el escritorio.
— Siempre se puede intentar – dije, estúpidamente
Levantó la vista, divertida, y con una risita descascada me dijo:
— Me conformo con sufrir lo menos posible.
Vino durante tres años.
Solo faltaba si le surgía algo realmente impostergable, o por problemas de salud.
Nunca la vi llorar, ni siquiera cuando luchábamos a brazo partido contra los recuerdos más borrascosos.
A los dos años de venir, se cayó.
Diagnóstico: fractura de cadera.
Con la movilidad severamente reducida, comencé a verla en su casa.
Domingos a las 11 de la mañana.
Siempre me esperaba con masitas y café.
— ¿Por qué no fui nunca a un psicólogo? – me dijo un día– Si hubiera sabido…
Pocas caricias me han hecho, tan caricia.
La relación se fue estrechando.
Cada tanto, me llamaba a la tarde y me decía:
— Licenciado, ¿podrá venir hoy a la noche? Estoy muy mal.
Y yo, que había comenzado el consultorio a las 8 y lo terminaba a las 22, me iba hasta la casa, a sesiones que durarían hasta la medianoche, desoyendo a mi cuerpo, que me imploraba descanso.
Un día me acercó un objeto y me dijo:
— Esto es para usted.
Es la soledad, licenciado. A veces tengo ganas de morirme…
Era la llave del edificio.
— Es mucha responsabilidad – atiné a resistirme.
— Déjese de embromar. Agárrela. No le vaya a decir nada a mi hija. Si se entera, me mata…
A pesar del intenso trabajo, su desánimo persistía.
Las cuestiones fácticas son tan obcecadas…
— Es la soledad, licenciado. A veces tengo ganas de morirme…
— Oiga –le respondía–, mire que vengo invicto. Y quiero terminar así.
Se sonreía, complaciente, y me decía:
– Quédese tranquilo. Mire si me voy a suicidar a esta edad…
Un día, otro día vulgar, sin huellas, recibí un llamado:
— Licenciado, mi mamá está internada. Tuvieron que amputarle la pierna de urgencia por una trombosis.
Fui a verla, pero estaba inconsciente o dormida, que en estos casos es, miserablemente, lo mismo.
— Esto le pasó porque es una cabeza dura –me dijo la hija, enojada–. Dejó de tomar el anticoagulante.
Lo habíamos hablado mil veces. Hasta se lo hice tomar en mi presencia, retándola.
Pero argumentaba que le provocaba dolores.
Volví el domingo, en esa hora de desasosiego en la que tarde y noche se conjugan para agobiarnos.
No había nadie.
Entré.
La vi, y una oleada filosa me recorrió el ánimo.
Me sonrió, y en esa misma sonrisa, supe que ella ya lo había decidido.
— ¿Es familiar? –me sobresaltó a los gritos una mucama que venía con la comida. Un consomé tan débil como ella, ahí, derramada.
— No. Soy su psicólogo.
La mujer me miró con una expresión indescifrable y me dijo:
— ¿Quiere darle de comer? Porque con nosotros no hay caso.
— Por favor – le respondí.
Nuestra profesión es, antes que nada, una oportunidad
Y ahí nos quedamos los dos, en ese acto tan íntimo, tan intenso, tan nuestro, tan final.
— A mí no me puede decir que no.
Se sonrió, con una sonrisa minúscula, y alcanzó a tomar un par de cucharadas.
Me quedé sentado en la cama, estrechándole la mano, acariciándola con el pulgar.
Cuando se quedó dormida, le di un beso tenue y me fui.
En el auto, me quedé sentado un rato tan largo como mi desaliento.
Al día siguiente, recibí el previsible mensaje de texto.
Todavía guardo sus memorias, dos hojas de cuaderno escritas a mano, con una letra tímida y convulsa.
Hay días en los que extraño sus masitas del domingo.
Son esos días en los que pienso que nuestra profesión es, antes que nada, una oportunidad.
Artículo previamente publicado en el grupo Psicologas y Psicologos de Argentina y publicado en Psyciencia con permiso del autor.