Un ejercicio simple aunque revelador de los propios valores e ideales consiste en imaginarse en el final de la vida – por ejemplo, asistiendo imaginariamente al propio funeral (actividad de reminiscencias dickensianas), o redactando nuestro epitafio. Esa eternidad imaginaria se consulta de esta manera para extraer de ella algunas intuiciones –exploramos ese futuro para explorar valores que guíen la vida presente. Desde ese instante hipotético e inexorable, en que nos encontramos despojados ya de la carga de metas y deseos, se puede abarcar de un vistazo toda la senda recorrida y considerar más libremente la siguiente pregunta: ¿Qué querría poder decir que fue importante en mi vida? ¿Qué querría reivindicar de mi huella, de mi paso por el mundo?
Una intensa respuesta a esas preguntas puede encontrarse en el prólogo de la Autobiografía de Bertrand Russell (Edhasa, 2010), que dice así:
Tres pasiones, simples, pero abrumadoramente intensas, han gobernado mi vida: el ansia de amor, la búsqueda del conocimiento y una insoportable piedad por el sufrimiento de la humanidad. Estas tres pasiones, como fuertes vientos, me han llevado de aquí para allá, por una ruta cambiante, sobre un profundo océano de angustia, hasta el borde mismo de la desesperación.
He buscado el amor, primero, porque conduce al éxtasis, un éxtasis tan grande, que a menudo hubiera sacrificado el resto de mi existencia por unas horas de este gozo. Lo he buscado, en segundo lugar, porque alivia la soledad, esa terrible soledad en que una conciencia trémula se asoma al borde del mundo para otear el frío e insondable abismo sin vida. Lo he buscado, finalmente, porque en la unión del amor he visto, en una miniatura mística, la visión prefigurada del cielo que han imaginado santos y poetas. Esto era lo que buscaba, y, aunque pudiera parecer demasiado bueno para esta vida humana, esto es lo que –al fin– he hallado.
Con igual pasión he buscado el conocimiento. He deseado entender el corazón de los hombres. He deseado saber por qué brillan las estrellas. Y he tratado de aprehender el poder pitagórico en virtud del cual el número domina al flujo. Algo de esto he logrado, aunque no mucho.
El amor y el conocimiento, en la medida en que ambos eran posibles, me llevaron hacia los cielos. Pero siempre la piedad me hizo volver a la tierra. Resuenan en mi corazón los ecos de gritos de dolor. Niños hambrientos, víctimas torturadas por opresores, ancianos desvalidos convertidos en carga odiosa para sus hijos, y todo un mundo de soledad, pobreza y dolor convierten en una burla lo que debería ser la existencia humana. Deseo ardientemente aliviar el mal, pero no puedo, y yo también sufro.
Ésta ha sido mi vida. La he hallado digna de vivirse, y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad.
En lo que a mí concierne coincido con Russell, no quiero ni creo que haya mucho más en la vida: las varias formas que adopta la búsqueda del amor, el desafío perenne del conocimiento, y la compasión para con los congéneres (quiero incluir aquí ese fruto del amor y el conocimiento que se llama el arte, aunque es más una especificación que un añadido a la enumeración russelliana).
Espero, cuando llegue el momento, saber que no he sido indigno de esas pasiones. Les deseo que puedan encontrarse en las suyas.
Artículo publicado en Grupo ACT y cedido para su republicación en Psyciencia.