Cuando Carolina llegó a la familia se encontró con unos padres entusiasmados por su presencia, asustados e ilusionados a partes iguales, que podían pasarse horas soñando con las grandes cosas que la pequeña alcanzaría en su vida.
No había límites en sus expectativas, y el futuro que imaginaban para ella se antojaba, cuanto menos, apetecible para cualquiera. Antes de que ella tocara tierra — y aunque no lo supiera — había nacido otra persona, nueve meses antes, se llamaba “la hija que queremos que seas”.
Los padres de Carolina, a su vez, crecieron bajo la premisa de que para llegar “lejos” (sea lo que sea eso) había que seguir un camino que ya estaba dibujado, y con esa buena intención procuraron que la niña comprendiera que si te salías de ese camino no estabas dando lo suficiente, aunque nunca era suficiente.
Con el colegio para ella el aprendizaje de “siempre puedes hacerlo mejor”, pronto vino seguido de “el ocho y medio es una nota demasiado baja, porque puedes dar mucho más”, o “cada vez que no llegas desaprovechas una oportunidad”.
Así, Carolina jugaba en el parque preocupada por mancharse la ropa, corría con miedo a caerse y no pudo aprender lo que era elegir, porque no cabían las elecciones en un camino escrito y el error es el peor de los enemigos. Cada vez que se desviaba de su fin se culpaba a sí misma por no llegar a la expectativas que un día fueron depositadas en ella pero que pronto, sencillamente y sin saber muy bien cómo, eran suyas.
Exitosa en los estudios, todoterreno y profundamente capacitada, Carolina se sentaba a sus 35 años frente al armario cada mañana y se preguntaba qué ponerse, tardando siglos en decidir cuál era la prenda “perfecta” para acudir a ese puesto de trabajo que tanto había deseado cuando niña, aunque nunca se había permitido preguntarse qué era lo que deseaba, porque el camino…sí…el camino estaba escrito.
Cuando mantenía relaciones sexuales con su pareja estaba preocupada por estar haciéndolo todo perfecto y dar la mejor imagen de sí misma, y cada vez que había una reunión familiar se esforzaba por demostrar que todo en su vida cuadraba como un cubo de rubik resuelto en 2 minutos con los ojos cerrados.
Cada vez que cometía un error una espiral de autocrítica la rodeaba: era la forma que había aprendido para resurgir y volver a la carretera, como un “pepito grillo” que le reñía. Le funcionaba pero le hacía sentir profundamente infeliz. Sus noches se antojaban largas porque sentía que su cabeza tenía dentro demasiadas cosas que aún no estaban “del todo cerradas”, y que probablemente no llegarían a estarlo.
Daba lo máximo, pero no era suficiente. Porque nunca es suficiente cuando se trata de ser perfecta.
La tiranía del “sé la mejor versión de ti mismo” no es nueva
Cada mañana millones de personas se levantan en sus casas, desayunan, toman un medio de transporte y visualizan las redes sociales. Este gesto que se sitúa a una pantalla táctil de distancia abre la caja de “la persona que quiero ser… pero no soy”.
Desde el aspecto físico, pasando por los logros académicos o laborales hasta el estatus social o el país más lejano que he podido visitar (que me define como exitoso/a y deseable), allá donde se presentan los escaparates de las mejores versiones de nosotros se encuentran la mayoría de las frustraciones, compartiendo línea de metro.
Pocas dudas caben acerca del impacto que la imagen que proyectamos a un mundo cada vez más globalizado produce en la mente de las personas. Pero el leitmotiv de este artículo es más antiguo que la tos, y lo cierto es que el perfeccionismo viene presentándose en las vida del ser humano tiempo ha.
Los psicólogos y psicólogas, a este respecto, vemos “Carolinas” con mucha frecuencia, y nos hemos deshecho en diversas ocasiones para comprender la complejidad del funcionamiento de aquello que conocemos como “perfeccionismo”, y que se define en este artículo, aunque para muchos más da esta temática.
Qué es ser perfeccionista
Empecemos por lo básico y definamos la cuestión. ¿Qué características son las que se agrupan en una persona que tiende al perfeccionismo?
En primer lugar, en tanto en cuanto “ser perfeccionista” no es algo dicotómico (o lo soy o no o soy) sino que hablaríamos de un continuo entre “serlo poco” o “serlo mucho” (algunas personas, incluso, pueden ser muy perfeccionistas en un aspecto concreto de su vida) Es importante incidir en el hecho de que ese continuo es el que en terapia nos permite “soltar cuerda” y flexibilizar. No olvidemos que, como todo, cierto grado de una característica no es en esencia algo negativo, sino que puede reportar muchas cosas positivas, en el equilibrio está la clave.
Las personas que en este continuo se acercan más al extremo comparten una serie de características, entre las cuales se encuentran:
Hay una manera idónea de hacer las cosas y las demás no tienen cabida, porque no son igual de buenas o no son “la mía”: a la perfección le sigue frecuentemente la rigidez, esa que hace que consideremos que nuestra forma es mejor que cualquier otra, pero que funciona como una jaula de la que está mal visto salir (y por ende, nos hace permanecer en tensión). “A mi manera = la única buena manera”.
O cero o cien: quizás sea este el nivel más elevado de perfeccionismo, aquel en el que la persona no se involucra en una actividad porque si no es para ser perfecta es mejor no intentarlo. Podemos encontrar ejemplos de este tipo en actividades muy competitivas o en el mundo del deporte “si no soy el mejor, para qué voy a esforzarme”, detrás de esto se esconde el famoso miedo al fracaso.
El control: condición sine qua non para el perfeccionismo, el control es ejercido de forma exagerada bajo la falacia de “cuanto más control ejerzo, menos probabilidades tengo de cometer un error”. Diferenciándolo de la planificación y la organización, que son necesarias, el exceso de control produce en realidad una consecuencia no deseada: ¿alguna vez has sentido que pasas más tiempo decidiendo cómo vas a hacer algo, en qué orden y de qué manera, que haciéndolo? La realidad es que un exceso de control fomenta la procrastinación, el “para luego”.
Dificultades para adaptarse (rigidez): las personas muy perfeccionistas encuentran difícil adaptarse a situaciones nuevas, a imprevistos o a planes alternativos. Si, por ejemplo, tenemos planeado que vamos a dedicar la tarde del martes para trabajar con el ordenador pero internet se cae, me bloqueo y no soy capaz de encontrar alternativas, aunque haya un cíber debajo de mi casa: “eso no es lo que había planeado”.
La mejor imagen de ti: las redes sociales son el máximo exponente de una de las características perfeccionistas por antonomasia: la de sentir que debe darse siempre la mejor imagen, que se presenta a modo de obligación y conforma una mochila de piedras que, para que negarlo, sabes que cada día pesa más.
Cuando no llegan a su máximo o fallan le sigue el “autofustigamiento”: la culpa es el motor del vehículo. La estrategia para volver al camino de la perfección pasa por el látigo y la crítica. Si sientes que cuando comentes un error te tratas peor que a tu enemigo más odiado, has aprendido que “machacándote” procuras rendir mejor. No te culpes, es la forma que has aprendido hasta ahora, pero hay otras que son más respetuosas contigo.
Cuáles son los riesgos
Cuando algo inesperado ocurre el sistema “colapsa”: el error no tiene sitio en esta casa, pero a veces viene sin llamar. No podemos controlar todas las situaciones que acontecen en nuestra vida, si estamos bajo el yugo del perfeccionismo y el control, cuando ese momento llegue lo viviremos como “algo horrible” en lugar de “algo que no esperaba”.
Ansiedad y estrés. Esperar de mí el máximo de forma sostenida en el tiempo implica que mi activación se mantenga asimismo en niveles estratosféricos, lo que hace a las personas mucho más proclives a sufrir estrés o ansiedad, dos de las dificultades más frecuentes en cuanto al perfeccionismo se refiere, y que acaban desembocando en la búsqueda de ayuda profesional.
Todo lo que no sea hacerlo perfecto, no es que sea mediocre, es que es catastrófico. Cuando no se cumplen las -altas- expectativas, todo lo demás es un fracaso. Esto incrementa súbitamente las probabilidades de frustración y además hace descender nuestro rendimiento, un círculo vicioso.
No permites que tu debilidad salga a flote, y lo necesita. Dar tu mejor imagen a cualquier precio implica la prohibición implícita de expresar tus verdaderas emociones, y habida cuenta de que todas ellas cumplen su función rara vez se permite que sigan su curso, lo que provoca que se acumulen (porque no desaparecen) y vengan a visitarte con más fuerza y en un momento más inoportuno. ¿Cuando tienes hambre y la ignoras se te pasa para siempre? pues las emociones son una respuesta fisiológica con el mismo proceso: puedes ignorar la tristeza pero no por ello vas a dejar de sentirla o se irá para siempre.
La autocrítica no funciona. Igual que el látigo del que hablábamos anteriormente, que sólo puede producir dolor, la crítica da una falsa sensación de control y funciona como instigador para “volver al redil”, pero genera muchas heridas, daña nuestra autoestima y tiene un coste emocional que a medio y largo plazo nubla los beneficios. El ser humano rinde mucho más cuando funciona mediante recompensas que cuando lo hace por castigos.
Perdernos actividades gratificantes porque no voy a ser el/la mejor: “este fin de semana vamos a jugar al baloncesto con unos amigos pero como no soy Pau Gasol prefiero no ir, porque sería sinónimo de hacer el ridículo”. El miedo al error paraliza a las personas muy perfeccionistas: podemos dejar que el miedo forme un muro que no nos deja pasar o ponerlo debajo de brazo y hacer lo que deseamos, a pesar (y con) el miedo.
Mi salud es secundaria, si el resultado es óptimo. Priorizar el fin (sacar un diez en un examen) respecto al medio (estudiar hasta quedar exhausto/a o perder contacto con mis amigos/as) involucra negativamente nuestro bienestar, haciendo más probable que seamos negligentes con nuestro propio cuidado, y por extensión, nos sintamos peor.
Pobre imagen de nosotros/as mismos/as (la famosa autoestima). Las personas altamente perfeccionistas tienden a peores niveles de autoestima porque rara vez se perciben en el lugar donde deberían encontrarse, ya que la realidad es que perfecto no hay nada.
El tesoro más valioso que tenemos, el tiempo, se esfuma. Todo lo invertido en dar el 100% disminuye la implicación en lo verdaderamente importante: entregar un trabajo “perfecto” ocupa mucho tiempo, un tiempo que nos arrebatamos a nosotros/as mismos y a aquello que es congruente con nuestros valores. Es el manido, ¿Trabajas para vivir o vives para trabajar?
Cómo puede ayudar la terapia
Encontrar el origen. Acudir al médico y que nos comunique que hemos sufrido un desmayo porque tenemos la tensión muy baja nos ayuda. Cuando hablamos de aspectos psicológicos ocurre lo mismo, comprender de dónde viene aquello que nos ocurre contribuye, por un lado, a darle sentido a lo que acontece en el presente y tener mayor sensación de control sobre ello y por otro lado a perdonarnos a nosotros mismos y a otros. Imagina por ejemplo que tu perfeccionismo fue reforzado por un ambiente muy autoritario y centrado en el logro, ser consciente de que actúas de la forma en la que te has aprendido implica que a pesar de que esa forma pueda dañarte, no lo haces por casualidad ni porque disfrutes con tu dolor, sino porque no podemos actuar de formas que no hemos aprendido, tienes la oportunidad de empezar a elegir.
Aceptar (a ti y al error). La aceptación es una de las cuestiones más básicas en la práctica totalidad de las terapias psicológicas independientemente de la problemática planteada, y es más fácil nombrarla que ejercerla. Tu terapeuta es la persona que acompaña ese proceso de hacer una aceptación sincera de quién eres, y específicamente como “perfeccionista” aceptar que los errores forman parte de la vida, y que de hecho acabarás siendo consciente de que es más fácil sentirnos identificados con la imperfección, porque somos seres imperfectos.
Comprometerte con lo verdaderamente importante. ¿Qué es valioso para ti?, ¿Qué tipo de persona quieres ser? cuando actuamos conforme (o somos congruentes) con nuestros valores, independientemente de las dificultades o el malestar que eso te pueda generar (por ejemplo, someterte a entregar un proyecto sabiendo que no has dado el 100%) te resarcirá el “ha merecido la pena” si actúas en base a eso que es importante. En ocasiones, nos sometemos a operaciones médicas y procesos muy dolorosos porque sabemos el valor que puede tener para nosotros la vida. Elige cada día qué quieres ser, en lugar de imponerte “ser el más en algo” y dejar ahí todos tus recursos, solo por la tiranía de la perfección.
Trátate bien. Parece muy básico pero…¿si tu mejor amigo te hablara como tú te hablas a ti mismo, cuánto tiempo seguiría siendo tu amigo? tu psicólogo te acompañará a descubrir la autocompasión, el autocuidado y el fomento de todo eso que un día has podido dejar en el trastero “para más adelante”. El primer paso para ser para los demás o para tus proyectos es ser para ti, nadie puede hacerlo en tu lugar, puedes empezar hoy.
“Las emociones “negativas” constituyen una parte inevitable de la experiencia como seres humanos, por lo tanto si las rechazamos, es como si estuviéramos negando una parte de nuestra humanidad. Para vivir una vida plena y gratificante (una vida feliz), tenemos que permitirnos experimentar toda la gama de emociones negativas. En otras palabras, tenemos que concedernos permiso para ser humanos” Tal Ben Shahar.
Artículo publicado en el blog de Pilar Rico Carnero y cedido para su publicación en Psyciencia.
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