Los antidepresivos se descubrieron por un mecanismo que se llama serendipia, que consiste en que encuentras una cosa cuando vas buscando otra. Así es como se han descubierto miles de cosas en medicina y en ciencia, desde la penicilina al Viagra. Todos los psicofármacos se descubrieron de esta manera, por casualidad, por serendipia. El primer antidepresivo que se identificó fue la iproniacida. En el año 1952 se observó que producía un efecto estimulante en los enfermos en los que se usaba entonces, que no eran enfermos psiquiátricos sino pacientes tuberculosos. A raíz de eso se probó en pacientes deprimidos y en 1957 fue comunicada su eficacia como antidepresivo por Crane y en 1958 por Nathan Kline. Surgió así un grupo de antidepresivos que se llama inhibidores de la monoaminooxidasa o IMAOs.
El otro grupo clásico de antidepresivos es el de los tricíclicos cuyo primer representante fue la imipramina. La imipramina fue descubierta por Roland Kuhn, investigador que iba buscando un antipsicótico. La imipramina tiene una estructura química similar a la clorpromazina, el primer antipsicótico descubierto y Kuhn estaba investigando su utilidad como antipsicótico para el laboratorio Geigy cuando observó su efecto antidepresivo en algunos pacientes psicóticos con depresión. Sin embargo, Geigy no tenía ningún interés en comercializar antidepresivos por la sencilla razón de que no había un mercado para ellos y, aunque se comercializó en Europa en 1958, no le hacía mucho caso. En los años 50 del siglo pasado se estimaba la prevalencia de la depresión en un 0,5% mientras que en los años 90 ya se hablaba de un 10% e incluso algunos dicen que el 25% de la población presenta síntomas depresivos.
El término antidepresivo fue acuñado por Max Lurie en 1952 pero no se empezó a usar hasta mediados de los años 60. El diccionario Webster de 1966 no lo recoge todavía. A la imipramina se la denominó timoléptico y a la iproniazida energizante psíquico. Al principio, nadie tenía el concepto de que pudiera existir un grupo de fármacos “antidepresivos” y el mérito de Kuhn (con formación psicodinámica) tiene que ver con haber seguido esa línea de investigación a pesar de que en la época ni los psiquiatras ni los psicoanalistas se habían centrado en la depresión porque pensaban que era rara, comparada con los trastornos de ansiedad. El gran boom de la depresión llegaría en los años 80 en relación a la comercialización del Prozac, luego hablaremos de ello. Es curioso que un accionista de Geigy, Robert Boehringer, le pidió a Kuhn tabletas de imipramina para tratar a su mujer que padecía una depresión y el fármaco resultó muy eficaz. Tras esa experiencia personal, Boehringer presionó a Geigy para que promocionara con más ahínco la imipramina.
El caso es que a primeros de los años 60 se habían comercializado siete IMAOs y dos tricíclicos y nadie tenía ni la más remota idea de su mecanismos de acción; creo que queda claro que la utilización de antidepresivos no tuvo nada que ver con ninguna hipótesis serotoninérgica sino con observaciones clínicas. Las primeras hipótesis sobre el mecanismos de acción de los antidepresivos se lanzan en 1965, principalmente por Schildkraut en un artículo en el American Journal of Psychiatry, donde propone que la depresión se debe a un déficit relativo en catecolaminas y en especial de la noradrenalina. Es decir, que la primera hipótesis que se publica no tiene que ver con la serotonina sino con la adrenalina. Esto en parte se debió a que desde décadas antes se había considerado a la catecolamina noradrenalina como una hormona relacionada con el estrés. Canon en 1929 ya identificó a la noradrenalina y a la adrenalina como como un factor clave para movilizar la respuesta de “lucha-huida” frente a los estímulos amenazantes.
Una observación en la que se basó Schildkraut para proponer su hipótesis fue en el efecto de la reserpina. La reserpina se había observado que producía una sedación o “depresión” en animales y se comprobó que vaciaba el cerebro de catecolaminas. También se observó que esa sedación se podía revertir si se administraba DOPA o IMAOs o tricíclicos. Hay que decir que todas esta observaciones se discutieron posteriormente e incluso hay un estudio de 1955 que demuestra que la reserpina es antidepresivo, pero en aquella época era lo que se pensaba.
Fue en 1967 cuando por primera vez Coppen implica a la serotonina en la depresión en el British Journal of Psychiatry surge la hipótesis serotoninérgica (entre otras razones porque había observado que añadir triptófano —precursor de la serotonina— a un IMAO aumentaba su efecto antidepresivo). La serotonina es una indolamina y la noradrenalina una catecolamina, como hemos dicho, pero tanto unas como otras son monoaminas, es por eso que ambas hipótesis se pueden unificar bajo el nombre de hipótesis monoaminérgica de la depresión. En las dos décadas siguientes se produce una división entre los investigadores americanos y los británicos formándose dos bandos. Los americanos se dedican a la noradrenalina y los británicos a la serotonina, pero la corriente mayoritaria es la que implica a la noradrenalina. Los americanos decían, por ejemplo, que los antidepresivos tricíclicos bloquean más el efecto de noradrenalina que el de serotonina y que el papel de la serotonina era secundario. Pero el otro bando respondía con los estudios de los rusos Lapin y Oxenkrug que decían que todos los antidepresivos, incluyendo la terapia electroconvulsiva, aumentaban la disponibilidad de serotinina en el cerebro.
Pero hay que decir que ninguno de los investigadores serios presentaron estas hipótesis como verdades científicas irrebatibles sino como lo que eran, hipótesis que podían mover a una mayor investigación y a aumentar nuestros conocimientos de la neurotransmisión y bioquímica cerebral. El mismo Schildkraut en su artículo de 1965 dice que la hipótesis de las catecolaminas es “sin duda, en el mejor de los casos, una sobresimplificación de un estado biológico muy complejo”. Y todo el mundo, tanto investigadores como psiquiatras, eran conscientes de las limitaciones y de las incongruencias de estas hipótesis que no explicaban muchas cosas. Voy a señalar algunas de estas cosas que no explica:
- La inducción bioquímica de los efectos sobre los neurotransmisores en las sinapsis es inmediata pero el efecto antidepresivo es tardío (semanas).
- No hay relación directa entre la potencia de acción sobre el neurotransmisor y la eficacia clínica del producto
- Moléculas muy inhibidoras de la recaptación de aminas (como la cocaína) no son antidepresivas.
- La disminución de metabolismos de la serotonina en líquido cefalorraquídeo tras el uso de tricíclicos no se correlaciona con la respuesta clínica.
- Y lo más importante: que no se ha demostrado alteraciones de los neurotransmisores en los pacientes depresivos de una manera concluyente (tal vez exceptuando la asociación entre baja serotonina y suicidio).
Un papel muy diferente es el que ha jugado la industria farmacéutica en relación con la hipótesis monoaminérgica. Por un lado, ha sido una herramienta y una hipótesis que ha guiado el desarrollo de nuevos fármacos y se han buscado fármacos que actuaran sobre determinados neurotransmisores como guía para dar con antidepresivos. Pero, por otro lado, la han utilizado como herramienta de marketing, generando todo una neurociencia-ficción simplista para darle un lustre científico a sus productos y la han presentado como más basada en la evidencia científica de lo que realmente era. El Prozac se comercializa en 1987 y los 90 es la época en la que se produce un boom en el uso de antidepresivos y en el aumento de la prevalencia de la depresión, fenómenos ambos que están ligados como vamos a ver. Sería largo entrar en ello pero voy a dar algunas claves pero recomiendo a los interesado el libro Let Them Eat Prozac, de David Healy.
Una de las razones del giro de la industria de los ansiolíticos a los antidepresivos fue el descubrimiento de los problemas de adicción con las benzodiacepinas. Los Inhibidores Selectivos de la Recaptación de Serotonina (ISRS; el más famoso el Prozac) podrían haberse comercializado como ansiolíticos o como antidepresivos. De hecho, tras su comercialización, los ISRS han ido consiguiendo indicación para varios trastornos de ansiedad: Trastorno Obsesivo-Compulsivo, Ataques de pánico, Fobia Social… Según Healy, el ambiente generado por la adicción a benzodiacepinas inclinó a Lilly a desarrollarlo como antidepresivo. Por ejemplo en Japón donde no hubo ese problema con el uso de benzodiacepinas, en el año 2000 no se había comercializado ningún ISRS y el mercado de las benzodiacepinas y ansiolíticos seguía siendo fuerte.
Pero la industria farmacéutica no se dedicó sólo a vender antidepresivos sino que principalmente se dedicó a vender depresión, lo cual es un principio básico del marketing: el buen vendedor no vende agua, vende sed (hemos visto múltiples ejemplos de esta técnica, por ejemplo la de vender gripe aviar para vender tamiflú). A ello colaboraron los cambios en los criterios diagnósticos de la depresión en el DSM-III que amplió el concepto de depresión al introducir la depresión mayor. Como hemos comentado antes, en los años 50 las depresiones principales eran las melancolías, depresiones graves psicóticas -las cuales solían requerir ingreso— y no el fenómeno actual de las depresiones ambulatorias. Se produce entonces un fenómeno que se llama “disease mongering” o promoción de enfermedades; si yo promuevo la depresión, o el trastorno de pánico, o la fobia social, o el trastorno bipolar en realidad estoy vendiendo mis fármacos, si promuevo la enfermedad el remedio se vende solo. Así que el boom en los últimos años de la hipótesis serotoninérgica está muy ligado a la industria farmacéutica y a estrategias de marketing.
Todo esto es muy conocido y se critica mucho así que no me voy a extender más. Pero para acabar el artículo sí quiero referirme a un cambio legal que ha permitido que la industria farmacéutica pueda hacer estas cosas que comentamos (como la promoción de enfermedades), una modificación legislativa que cambió la asistencia sanitaria de una manera radical y que muy poca gente conoce y, por lo tanto, algo de lo que no se suele hablar. Me refiero a la enmienda Kefauver-Harris de 1962 a la ley federal de alimentos y medicamentos de 1938, que fue una consecuencia de la crisis de la talidomida. Súbitamente, se comprendió entonces que los fármacos podían ser peligrosos y por ello entró en vigor la enmienda de 1962, la cual cambió por completo el desarrollo y la comercialización de fármacos. Esta enmienda provocó cambios en tres áreas:
1- Las compañías farmacéuticas tenían que desarrollar fármacos dirigidos a enfermedades específicas. Este punto es clave para lo que estamos hablando. Antes de esta época se podía comercializar un fármaco como “estimulante” o como “tranquilizante” o alguna etiqueta general de este tipo. Pero a partir de esta enmienda tiene que ser un fármaco para la diabetes, para el trastorno por déficit de atención o para la depresión. Creo que ahora podéis ver la relación entre la ley y lo que hacen los laboratorios.
2- Los fármacos sólo estarían disponibles por prescripción médica.
3- La enmienda obliga a realizar ensayos clínicos aleatorizados controlados (RCT) para demostrar la eficacia de los fármacos además de la demostración de seguridad que ya existía.
Esta ley tuvo consecuencias positivas indudablemente en todo lo relacionado con la seguridad de los fármacos pero tuvo también consecuencias negativas en muchos otros sentidos, porque como se suele decir: “hecha la ley, hecha la trampa”. Por un lado, la enmienda favorece una visión categorial en vez de dimensional de las enfermedades, en este caso de las mentales. Anteriormente existía en psiquiatría una visión más dimensional de los trastornos pero a partir de entonces se promueve la división en enfermedades diferentes y tenemos en el DSM al exponente más claro de esta nueva filosofía. Otra consecuencia negativa es el encarecimiento del desarrollo de fármacos. Los ensayos controlado son caros y resulta que sólo la industria farmacéutica puede permitírselos.
Anteriormente, como hemos visto, un investigador o clínico podía observar el efecto de un fármaco, estudiarlo en un cierto número de pacientes y publicar los resultados y en muy pocos años o incluso meses el fármaco podía estar en el mercado. Con el nuevo sistema el desarrollo de fármacos se complica costando muchos millones y años llegar al mercado. Hay que decir que los principales descubrimientos en psiquiatría (y en medicina en general) no han procedido casi nunca de ensayos controlados, como hemos visto. La creatividad no procede de los ensayos controlados aunque luego estos sean necesarios para consolidar los descubrimientos o fármacos. La prueba es que casi todos los antidepresivos (y psicofármacos en general) son descendientes de los descubrimientos clínicos de los años 50, lo que la investigación posterior ha hecho ha sido tirar del hilo que se descubrió sin tanta sofisticación en los años 50.
Resumiendo, este breve recorrido histórico nos muestra que la historia de la hipótesis serotoninérgica es mucho más compleja de lo que se afirma habitualmente de una manera simplista. Y desde luego no hay una relación entre su veracidad y el uso clínico de los antidepresivos. Ha sido una herramienta para realizar nuevos descubrimientos pero también ha sido mal utilizada y sobredimensionada. En ello han influido múltiples factores entre los que destacan el papel de la industria farmacéutica y el papel de la Administración por medio de la normativa para el desarrollo y comercialización de fármacos.
Referencias bibliográficas:
COPPEN, A. (1967). The Biochemistry of Affective Disorders. The British Journal of Psychiatry, 113(504), 1237-1264. doi:10.1192/bjp.113.504.1237
Davies, D., & Shepherd, M. (1955). RESERPINE IN THE TREATMENT OF ANXIOUS AND DEPRESSED PATIENTS. The Lancet, 266(6881), 117-120. doi:10.1016/s0140-6736(55)92118-8
Healy, D. (2004). The creation of psychopharmacology.
Mulinari, S. (2012). Monoamine Theories of Depression: Historical Impact on Biomedical Research. Journal of the History of the Neurosciences, 21(4), 366-392. doi:10.1080/0964704x.2011.623917
SCHILDKRAUT, J. J. (1965). The Catecholamine Hypothesis of Adfective Disorders: A review of Supporting Evidence. American Journal of Psychiatry, 122(5), 509-522. doi:10.1176/ajp.122.5.509
7 comentarios
Me encantó!
Muy buen articulo gracias
Sin duda un trabajo medular que nos hace pensar en como se prioriza la industria farmaceutica sobre los resultados cientificos.Creo que se necesita un cambio de paradigma respectoa la etiologiaa y tratamiento de los sintomas depresivos.En principio rescataria el pensamiento complejo como una nueva forma de intervenir, este parte de la hipotesis que la causa y el efecto se entremezclan produciendo una circularidad que impide determinar que es cuasa y que es efecto segun el modelo clasico de la ciencia positiva. Vayamos al punto, es la baja de la serotonina la causa de la depresion o es la depresion la cusa de la baja de serotonina .Hasta ahora nadie tiene la respuesta, pero se toama el camino mas facil y mas beneficioso para la industria farmaceutica.Primero se medica y despues vemos. El desafio es avanzar en la comprension de los fenomenos complejos y nodejarse llevar por los cantos de la quimica.
excelente artigo!! Parabéns
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